miércoles, 11 de julio de 2007

¿A qué llamamos Europa?

Es claro que podría responderse de diversas formas y en varios sentidos. Si hiciéramos la pregunta a jóvenes, la respuesta probablemente definiera un concepto geográfico, y se nos respondería que es una península situada en el extremo occidental de Asia. Algunas personas más precisas y cultas añadirían que está limitada por los montes Urales al Este, el mar océano al Oeste, el Mediterráneo al Sur y los hielos polares al Norte. Y tras la geografía, la historia. No faltaría quien señalase que, como tierra poblada que es, tiene una historia, que en este pequeño continente ha sido compleja, difícil, agresiva, incluso muchas veces sangrienta. Y esto a pesar de los nobles ideales europeos -adelantados y precursores- de los dos grandes Carlos europeístas: Carlomagno y Carlos I.

Ahora está muy de moda el concepto político, tan ligado al económico. Europa, dirían algunos, es un proyecto plurinacional que busca la unión política de sus estados miembros y el bienestar económico de sus ciudadanos. Parecido a eso, añadiendo el catolicismo por medio, debió de soñarlo el nieto de los Reyes Católicos.

Europa es también una comunidad de personas. Los europeos probablemente descendemos de la mezcla y cruce genético de tribus africanas que atravesaron el Estrecho (si es que lo había entonces) hace un millón de años, con razas asiáticas que llegaron de las estepas siberianas, seguramente más tarde. Tenemos el consuelo de saber que los híbridos suelen salir más sanos, robustos e inteligentes que los «puros», aunque sólo sea por el efecto de la selección natural.

Pero Europa es, según creo, sobre todo un concepto de cultura, una entidad cultural que nace en la Antigua Grecia, que a su vez recoge saberes fundamentales del Oriente Próximo, como el alfabeto, las cifras, la geometría, etcétera.
En Grecia se desarrolla la razón. El pensamiento lógico desplaza al mágico, el «mythos» es vencido por el «logos» y la Humanidad empieza a caminar por una senda relativamente segura, que no está ya expuesta a los vaivenes de las distintas supersticiones, a las revelaciones sobrenaturales de las variadas religiones, a los caprichos de los múltiples dioses, a los augurios de los diferentes adivinos -a su vez, basados en los tipos de vuelo de las aves o en la disposición de las entrañas de los corderos-, ni siquiera a las veleidades de tiranos y monarcas, sino que se guía, o debe guiarse, por el razonamiento lógico e inteligible, o -en el peor de los casos- por el empirismo razonable y pragmático que se revela útil.
El conocimiento y la interpretación de lo conocido pasan de lo sobrenatural o mágico a lo natural o comprobable. Aparece el concepto fundamental de «physis» = «naturaleza», es decir, aquello que las cosas son en sí mismas. Consecuentemente, aparece también el concepto de «elemento natural», que se encuentra en la composición y funcionamiento de todas las cosas, incluidos los seres vivos. No importa que se pensase que sólo existían cuatro elementos. Lo importante es que se entienda que la naturaleza, toda la naturaleza, está formada por la combinación de elementos.

Esta semilla griega fue aventada y sembrada por Roma en casi todo el continente e islas próximas, y allí se desarrolló y multiplicó. La tierra fue fertilizada por el agua del cristianismo, que comunicó algunas características peculiares a Europa en los dos últimos milenios.

Esta influencia de la religión en Europa ha sido recientemente cuestionada. Si los mensajes fundamentales de Cristo han sido «amaos los unos a los otros», «ama a tu prójimo como a ti mismo» o «devuelve bien por mal», no se puede seriamente afirmar que los europeos hayan recibido -y menos aún aceptado- mucha influencia cristiana. Infinidad de guerras, cada una más cruel que la anterior, luchas intestinas, traiciones, asesinatos, genocidios, etcétera entre los países de Europa no parecen dar la razón a los que creen en una importante influencia del cristianismo en nuestro continente. Eso sin contar las propias guerras de religión, en las que los cristianos europeos se mataban y torturaban entre sí con saña inigualable, sólo por desacuerdos en fragmentos de la doctrina cristiana. Es cierto que Europa no sería la misma sin catedrales ni monasterios, pero tampoco sería la misma sin bodegas sin pubs o sin estadios de fútbol. No creo que eso sea fundamental, aunque pueda tener alguna influencia en nuestro estilo y personalidad.

Lo que sí creo ha sido y es muy importante en la actual cultura europea es la separación que hay entre al poder político y el religioso, lo que han llevado a cabo los países europeos recientemente, y -en cambio- no lo han logrado (y es dudoso que lleguen a hacerlo) otras comunidades culturales, como la árabe, por ejemplo. Aunque las religiones que mayoritariamente siguen esas respectivas culturas (cristianismo e islamismo) no son tan distintas (en definitiva adoran al mismo Dios, llámese Jehová o Alá, reconocen profetas o líderes comunes, como Abraham, Moisés o Jesús, rezan a los mismos ángeles, como Gabriel, comparten conceptos y dogmas, como el juicio final, la resurrección, el paraíso, etcétera y, sobre todo, tienen preceptos morales comunes: oración, limosna, ayuno, sacrificio, respeto a los padres, observación de las fiestas, castigo del robo, etcétera), pero la diferencia abismal es que en Europa la religión no entra o no debe entrar en política, en tanto que en los países musulmanes ambos poderes se confunden. Ignoro si en el Reino Unido sigue siendo la Reina la cabeza y máxima autoridad de la religión anglicana. Supongo que de ser aún así será sólo un título simbólico.

Entiendo que esta separación de poderes es una gran conquista de Europa, que facilitará extraordinariamente nuestra convivencia y desarrollo.

El concepto cultural, claro está, no se limita al geográfico. Europa descubrió un Nuevo Mundo, y España, Portugal, Italia, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Alemania, etcétera, es decir, muchos de los países más «europeos», cual otra nueva Roma, llevaron la semilla griega -ahora ya europea- a América. Con razón decía R. Adrados que «muchos hombres cultos de América o de Rusia se veían a sí mismos como europeos exiliados». Europa no está sólo en Europa.

La cultura une más de lo que parece. Un programa de intercambio cultural, el «Erasmus» creo que está haciendo más por la integración de Europa en Europa que muchos políticos de los estados miembros con sus visitas y discursos. Algo parecido, mutatis mutandis, ocurre con el deporte. Si se aceptara el pragmatismo como criterio para premiar, podrían concederle el «Carlomagno» a la Liga de Campeones de fútbol.

Pero hay algo más, como es el concepto mitológico clásico, al que me atrevo a dar continuidad hasta nuestros días. Es bien sabido que Europa era la hija de Agenor y Telefasa, reyes de Fenicia (Oriente Próximo). Zeus, el padre de los dioses, cuando la vio recogiendo flores, se enamoró de ella de inmediato y decidió raptarla. Como Agenor tenía un buen rebaño de reses, Zeus se transfiguró en toro y se incorporó disimuladamente al grupo, pastando en los campos de Tiro con el resto de la manada, y mostrando tan sorprendente docilidad que llamó la atención de la familia real. Tanto que Europa se subió a sus lomos para cabalgar sobre él, momento que aprovechó el astuto toro para salir volando sobre el mar y no parar hasta Creta. Allí tuvo tres hijos con la joven Europa: Minos, Sarpedón y Radamanto. El primero fue rey de Creta; el segundo, de Licia (al suroeste de Asia Menor) y el tercero civilizó a los habitantes de las islas Cícladas.

Pero Zeus debía de tener mucho trabajo, o se cansó de la hija de Agenor, por lo que pronto dejó la compañía de Europa, no sin antes recomendársela al rey de Creta, Aterion, que se desposó con ella.

Lo que ya es menos conocido es que Europa enviudó pronto de Aterion, y que Zeus envió a su querida hija Atenea a consolarla. Palas Atenea, además de buenos consejos, le proporcionó un tercer marido, llamado Pensamiento. Europa ya no era joven, pero le dio tiempo a tener cuatro hijas: Cultura, Ciencia, Democracia y Lógica, y otros tantos hijos: Arte, Ingenio, Estudio y Deporte.
Cuando llegaron a Creta los ejércitos romanos los ocho hijos defendieron la isla con tal denuedo que causaron importantes bajas entre los invasores, por lo que, cuando al fin Roma logró conquistarla, impuso un oneroso tributo, por el que tenían que entregarle el primogénito que naciera de cualquiera de ellos cuando llegase a la edad núbil. Así se fueron extendiendo los descendientes de Europa y Pensamiento por todo el Imperio romano y zonas adyacentes.
La mayoría vivieron sanos y fuertes, y disfrutaron de largas y fructíferas vidas. Algunos, sin embargo, no tuvieron tanta suerte. Una joven, de nombre Solidaridad, salió enfermiza, y un muchacho que tiene el curioso nombre de Patriotismo Europeo no acaba de desarrollar.

Con todo, la ya amplia descendencia de Europa sigue adelante. Quizá por ello los extranjeros, cuando nos miran atentamente, dicen que todos tenemos un aire de familia.

Publicado en "La Nueva España" el 11 de Julio de 2007.

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