domingo, 16 de septiembre de 2007

Memoria histórica

Santiago Franco Carrillo era un joven de floja personalidad que terminó Derecho en Valladolid en la década de los setenta, sin pena ni gloria. Su padre, que se llamaba Floro, había sido -quizá por fuerza- un hombre de escaso relieve, que había llevado en la posguerra la cruz de ser hijo de militar republicano fusilado por los nacionales, a pesar de apellidarse Franco y de ser gallego. Este Floro dedicó la mayor parte de su vida a ejercer como fiel funcionario de Correos, cuerpo en el que medró bastante, no con mucha rapidez, pero sin sobresaltos. Cuando tuvo posibles se casó con Margarita Carrillo, a cuyo padre lo habían fusilado los republicanos, mayormente por no tener callos en las manos, a pesar de apellidarse Carrillo y de ser asturiano, me parece que de Mieres.

Así resultó que al joven Santiago cada bando le había apiolado un abuelo, lo que no era excepcional entre los jóvenes de su generación. Aunque alguno de sus amigos contaba a veces lo que había oído en casa referente a la guerra, a él, a Santiago, todo eso le parecía agua pasada y le traía completamente sin cuidado. Como quiera que sus padres, Floro y Margarita, eran muy educados, nunca suscitaban en familia conversaciones que pudieran molestar al otro cónyuge, y así Santiago, que era hijo único, no estaba predispuesto ni siquiera inclinado a ninguna tendencia, bando o facción, y en ese sentido, el buen hacer y la educación de los padres habían logrado que el chico saliera equilibrado.

Después de hacer algunas prácticas como pasante en Oviedo, Santiago se estableció en Ribadeo. Allí vivía solo, pues sus padres murieron prematuramente, con la única compañía habitual de un enorme mastín y la esporádica de una asistenta que hacía labores domésticas.

Un día, Santiago recibió una curiosa carta enviada desde el lejano municipio donde habían fusilado a su abuelo paterno. En ella le decían que estaban desenterrando cadáveres y que entre ellos estaba el correspondiente a su abuelo. Al ser el descendiente más directo, le rogaban recogiese los restos para darles «digna sepultura».

El abogado, que como digo era bastante equilibrado, quedó sorprendido. No creía que hubiera muchos grados de dignidad o indignidad en las sepulturas y menos aún que a su abuelo le importase. Y si no le importaba a su abuelo -ni presumiblemente a su padre- ¿por qué le iba a importar a él? Pero hubo presiones. Después de la carta le llamaron por teléfono. Estaba previsto un homenaje, con los restos delante, y después del acto se los llevarían los familiares.

Santiago tampoco quería parecer descortés ni despegado, por lo que se puso de tiros largos, se fue al pueblo en cuestión y volvió con un saquito lleno de huesos, en el que no faltaba una calavera, prácticamente monda y lironda. El saco era de una tela tricolor: roja, amarilla y morada.

Curiosamente, al cabo de poco tiempo, sucedió algo parecido en el pueblo de su madre, que no estaba lejos de Ribadeo. Puestos a desenterrar, fueron saliendo restos para todos los gustos. El lugar en el que habían liquidado a su abuelo materno, junto a tres o cuatro monjitas de la Caridad, había permanecido secreto hasta entonces, pero los indicios apuntaban a una zona sospechosa, y al exhumar unos, los otros pusieron a andar la excavadora, con lo que aparecieron los restos de cuatro mujeres y un hombre. El varón era el Sr. Carrillo, que en sus ratos libres ayudaba en la huerta de las monjas, aunque parece ser que no tanto como para tener callos en las manos, quizá porque para esas labores solía usar guantes de faena, higiénica costumbre, pero que le costó la vida.

Santiago, por idénticas razones, se acercó al pueblo con desgana y se volvió con otro saquito de huesos, con su correspondiente calavera. Esta vez el saco era de plástico, entre blanco y pardo, como un blanco sucio.

Dejó ambos paquetes en el garaje que estaba dentro de su propia casa, y se tomó un tiempo para informarse sobre las posibilidades de dar «digna sepultura» a cada saquito.

Una noche, Santiago se despertó sobresaltado. Oía claramente unos ruidos como de castañuelas mal tocadas que provenían del garaje. Entró a ver lo que era y quedó sobrecogido. El esqueleto del abuelo militar, el republicano, estaba de pie, apoyado en la pared con la mano izquierda para no caerse, pues le faltaba el fémur izquierdo, que estaba bien empuñado por su mano derecha y con él le sacudía al esqueleto del abuelo materno, el nacional, que trataba de protegerse sin mucho éxito. Santiago gritó: «¡Ya está bien! ¡Parecéis críos!», con toda la energía de que fue capaz, y al oír la brusca exclamación y encenderse la luz, los esqueletos cayeron al suelo y quedaron desparramados sin orden ni concierto. Santiago, desconsolado, se retiró a su habitación para seguir durmiendo, aunque muy entristecido por el simbolismo de lo que acababa de suceder.

A la mañana siguiente no estaba seguro si lo habría visto o soñado. Fue al garaje y, efectivamente, vio todos los huesos desparramados por el suelo, fuera de sus respectivos saquitos, pero también vio a su voluminoso perro dándose un festín, rodeado de los restos de sus abuelos. Santiago no tenía certeza de lo sucedido. Quizá había soñado, y el enorme mastín, hambriento como estaba, al oler tanto hueso había sido el causante del desaguisado. Sin embargo, él lo recordaba como muy verdadero, como absolutamente real. Estaba en un mar de dudas.

Sin tardanza, ese mismo día, preguntó en la funeraria y en el cementerio. Los nichos eran caros. Dos nichos eran una pasta. El equilibrio y la sensatez que había respirado en su casa de niño y de joven se juntaron a su sentido práctico y al espíritu ahorrativo propio de los que crecieron en esa época. Santiago, sin el menor reparo, cogió los huesos de ambos abuelos, incluida una calavera que parecía tener un golpe reciente, los echó en un solo saco y con un único paquete fue al cementerio y contrató un solo nicho. Así dio «digna sepultura» a los dos al tiempo y, además, se ahorró un buen dinero. Otro tanto como lo gastado.

«Ahora», salía diciendo Santiago Franco Carrillo para sus adentros, «que se sigan matando ahí dentro si quieren, pero a mí que me dejen en paz. Yo jamás me he peleado con nadie y espero no tener que hacerlo nunca…».

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Septiembre de 2007.

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