domingo, 29 de julio de 2007

Don Otto

La primera parte de la historia me la contó la portera de la finca. De la segunda me enteré por mis propios medios, como ahora diré.

Yo era entonces un joven animoso con ganas de aprender. Había visto en el periódico un anuncio en el que ofrecían clases particulares de alemán y para allá me fui. En su casa, un buen piso del Madrid de entreguerras, conocí a don Otto. Era un hombre de unos sesenta y pico años, más bien alto, de ojos azules y bigote canoso. Tenía pinta de alemán con cierto estilo. A mí, claro, me pareció un hombre ya mayor, porque yo andaría por los veinte, pero ahora veo que el profesor estaba aún muy lejos de ser un anciano. Tenía buena planta, un porte digno y parecía acostumbrado a mandar.
Nos caímos bien, según creo. Ajustamos el precio de las lecciones y empecé a frecuentar su casa. Era un profesor mediocre. Se veía que aquello no era su oficio, pero ponía cierto interés en las clases, tampoco mucho. Una tarde, apenas transcurridos quince días del primer mes, me preguntó suavemente:

-¿Ha traído mi dinero?

Me quedé un poco sorprendido; incluso durante un instante no supe a qué dinero se refería. Estaba tan acostumbrado a pagar las clases a final de mes que tardé un segundo en darme cuenta que tendría que referirse al de las clases. Quizás en Alemania se pague por adelantado, pensé.

-No, pero se lo traigo el próximo día.

-Bien, bien.

Efectivamente se lo llevé en un sobre. Lo abrió para contarlo, sonrió satisfecho y lo guardó cuidadosamente. Creo que aquella clase la dio con algo más de interés. Cuando salía del edificio me paré un momento en el portal porque empezaba a llover. El cielo se había puesto negro casi de repente y caían ya gotas como avellanas. Mientras me ponía la gabardina oigo a la portera decir por lo bajo:

-Va a llover más que cuando enterraron a «la Pelitos».
Miré hacia ella y le dije directamente:

-¿Y quién fue «la Pelitos»?

La portera no sabía mucho de la chica. Creía recordar que había sido una pelandusca famosa, que frecuentaba la zona de Embajadores, y poco más. La inmortalidad se la dio el aguacero que deshizo su entierro, que llegó a causar inundaciones. Parece que en el Madrid castizo era una frase hecha. Ese tema, y los chuzos que caían, nos dieron pie para empezar a largar. Siempre he pensado que eso de ver y oír llover a cántaros proporciona cierta intimidad al ambiente. La portera se explayó. Sabía bastante más de don Otto que de «la Pelitos». El alemán había llegado al piso que habitaba cuando aún vivía la anterior dueña, doña Rosario. Era ésta una señora viuda, piadosa y con un buen pasar. No tenía familia y vivía sola en el piso que había comprado el matrimonio cuando se hizo el edificio, allá por los años veinte. En la guerra, un bombardeo la había dejado viuda. Con piso en propiedad, pensión algo más que mediana y sin ningún vicio dispendioso, doña Rosario vivía estupendamente, aunque muy sola. Frecuentaba la parroquia, por hacer beneficencia, y allí conoció «al alemán», como con un retintín de menosprecio decía la portera. Parece que él iba por allí para recibir caridad, pues no tenía oficio ni beneficio. El párroco solía darle de comer caliente y hasta alguna chaqueta o traje en buen uso. Don Otto y doña Rosario intimaron y, a pesar de que ella era varios años mayor que él, pronto se casaron, pues la viuda lo quería todo por lo legal y por la iglesia.

Como no paraba de llover, la portera siguió pegando la hebra, y yo escuchando embelesado. La mujer tenía innegables dotes de narradora.

«Yo creo que al principio él estaba feliz y no me extraña. En unos días pasó de ser casi un vagabundo a vivir como un señor: piso bueno, comida excelente, ropa limpia, ¿qué más se puede pedir? Ella también estaba contenta, pero ya sabe Vd. lo que pasa, que al mejor vivir, morir. Quiero decir que algunas veces cuando uno está mejor y empieza a disfrutar de la vida, llega -inesperada- la muerte. Y eso le ocurrió a doña Rosario, que estaba encantada con la compañía de su nuevo marido, y la pobre se murió en tres meses. Y aquí le tienes al alemán, dueño ahora de un magnífico piso, pequeño, pero caliente, céntrico y bien construido, ¿qué le parece? La de vueltas que da la vida, ¿verdausté?».

-Y de dónde salió este señor, pregunté.

-Eso no lo sé. Yo lo conocí cuando empezó a salir con doña Rosario, y por entonces no tenía ni dónde caerse muerto. Ya digo que iba por la parroquia a recibir caridad. Debió de venir de Alemania, claro.

La conversación se iba agotando al tiempo que escampaba, lo que aproveché para marcharme.

Indagaciones

No volví a pensar en el asunto hasta casi un mes más tarde. Don Otto tenía la costumbre de levantarse en algún momento de la clase. Un día dijo a modo de explicación:

-Perdona, tengo que ir al baño; es la próstata.

Siempre tardaba cinco minutos por lo menos, tiempo que yo aprovechaba para fisgar en sus libros, diarios y álbumes de fotos que andaban por allí cerca. Así me enteré de que don Otto había sido un destacado piloto de la Legión Cóndor; había participado en los bombardeos de pueblos y ciudades de la España republicana en la guerra civil y después en los de la Gran Bretaña, durante la segunda mundial. Al desplomarse el III Reich no tenía donde ir, sus ahorros en marcos no valían nada y su vida corría serio peligro. Recordó que en España le habían tratado bien, el Gobierno no era hostil y hasta había hecho algún amigo, con lo que se vino para aquí.

Día a día -clase a clase- iba enterándome de su vida en los cinco minutos de la pausa. Cuando oía que sus lentos pasos se acercaban, volvía a colocar el libro donde estaba; don Otto entraba y reanudábamos la lección. Me faltó averiguar las peripecias de sus primeros años en España, pero como ya digo que no era buen profesor, dejé las clases en seguida. Entre mis averiguaciones y el completo informe de la portera, ya me había hecho una idea de su curiosa vida.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Julio de 2007.

domingo, 22 de julio de 2007

Otra pequeña historia: don Procopio

Don Procopio Villoslada Casado era natural de Portillo, en la provincia de Valladolid, que en la división por regiones de la época no estaba claro si correspondía a León o a Castilla la Vieja, en lo que hacía pareja con Palencia, aunque a mí me parece que los de Portillo, quizá por tener castillo propio, se sentían casi exclusivamente castellanos.

Los chavales de Portillo se llevaban mal con los de Arrabal de Portillo -que está a media legua escasa-, y viceversa. Cuando se encontraban en cualquier sitio, a distancia de oírse, empezaban con insultos y seguían con cantazos. En eso de cantear, fuese lanzando a sobaquillo o con la ayuda de la honda, el Procopito, como le llamaba su abuela, no lo hacía nada mal y llegó a descalabrar a alguno de Arrabal, lo que le dio cierto prestigio entre los chicos de Portillo.

Quizás esa fue la causa de que el Procopito se aficionase al tirachinas y a la honda, y le fuera cogiendo gusto a eso de lanzar proyectiles, al tiempo que se le iba haciendo el carácter más bien guerrero y hasta un poco ardoroso. Seguramente por eso, al poco de cumplir los diecisiete, le llevaron al frente del Guadarrama, donde podía disparar todo lo que quisiera y con balas de verdad, aunque no supiera muy bien ni por qué ni para qué combatía.

Allí se le quitaron casi de repente todas las ganas de tirar proyectiles. Allí lo que había era un frío que dejaba tiesas e inmóviles todas las extremidades, las superiores, las inferiores y la impar y media. Allí vio morir, a su misma vera, a varios amigos, a los que les brotaba la sangre por la herida igual que salía el mosto rojo del arcaduz de la bodega del tío Liborio, adonde, por echar una mano -o un pie, según se mire- iba a pisar la uva por San Cipriano, a finales de septiembre.

Así que, en cuanto pudo, se retiró del frente, y quizá por la vieja querencia al tirachinas y a la honda, se empezó a interesar por las piezas, mecanismos y funcionamiento de pistolas, fusiles y cañones, con lo que, a la primera oportunidad que tuvo, se metió de ayudante del maestro armero.

Terminó la guerra; Procopio estaba con los vencedores, así que fue ascendido y hasta le cayó alguna medalla por lo del Guadarrama. Como no sabía hacer otra cosa, se quedó en el Ejército hasta más ver. Allí se comía caliente, se dormía con manta y se cobraba puntual, y no estaba el país para muchas aventuras. Se llevaba bien con el maestro armero, un sabio que entendía incluso de automáticas alemanas, y así fue aprendiendo y ascendiendo en el escalafón hasta llegar a brigada, lo que le permitía vivir con desahogo, porque Procopio nunca había pensado en casarse, y vivió siempre solo. Muy hecho al lenguaje de las ordenanzas, a veces decía -sólo a los íntimos y con sigilo- que una visita esporádica al lupanar puede sustituir con ventaja al matrimonio.

Con los años, y quizá con la soledad, se fue haciendo reservado. Tenía varios amigos, unos entre la banda de música del cuartel, otros en la cocina y el taller mecánico, y no pocos entre los militares de carrera, pero casi todos se fueron casando y eso limitaba la amistad.

Procopio vivía en una pensión próxima a su cuartel desde el fin de la guerra, o sea, que estuvo allí cerca de cuarenta años. Cuando se murió la patrona, los hijos decidieron cerrar la pensión y vender la casa. El ahora ya maestro armero tenía más disgusto que los propios hijos. Y adónde voy yo ahora, se decía. Me jubilo el mes que viene, tengo ya todas las cuentas echadas y esto descabala mis planes...


Las vueltas que da la vida


Pero la vida da muchas vueltas, y salió, como tantas veces, por donde menos se piensa. Don Procopio, que era de natural tranquilo y servicial, solía ayudar a todo el que se lo pedía. No sólo en asuntos de armas, sino también en cuestiones prácticas militares, de las que sabía infinito, por llevar toda la vida en ese ambiente.

Unos años atrás había llegado al cuartel un joven abogado que había sacado las oposiciones al cuerpo jurídico militar, con lo que, tras unos cursos de formación castrense, había recibido las dos estrellas de teniente, aunque en lo referente al funcionamiento práctico de los organismos militares no estaba muy ducho.

Al poco de llegar, el abogado tuvo que presentarse al capitán general, como es preceptivo. Salía una mañana de la biblioteca del cuartel, muy elegante, con traje oscuro, camisa y corbata, cuando Procopio le vio y le dijo:

-Perdone, mi teniente, pero he leído en la orden del día que se presenta usted esta mañana al capitán general

-Así es. Hacia allí voy ahora mismo

-Disculpe de nuevo, mi teniente, pero es que a la presentación hay que ir con uniforme de gala y las armas correspondientes. Debería cambiarse. ¿Tiene usted pistola, sable y demás?

Al joven letrado, de nombre Bonifacio, casi le da un síncope. Quedó desconcertado. Cuando se repuso, preguntó:

-¿Podría usted prestarme algo de eso?

-Claro, no faltaría más. Venga conmigo a la armería

-¿Es necesario llevar esta espada tan larga?

-Es un sable, mi teniente, y tiene que cambiarlo de lado. Va a la izquierda, por si hubiera que sacarlo...

A Bonifacio se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en sacar de su vaina un cuchillo tan largo y afilado

Después de ese episodio, cada vez que Bonifacio necesitaba saber algo del protocolo militar, de las frases y expresiones de uso en el cuartel, de armas blancas o de fuego, y en general de cualquier cuestión castrense, recurría a Procopio. Así se hicieron buenos amigos, a pesar de la diferencia de edad.

Tres días después de la fatídica muerte de su patrona, Procopio le contó su terrible problema a Bonifacio, que para entonces ya era comandante.

-No te preocupes. Yo soy el director de un colegio mayor de unos cien estudiantes. Tenemos algunas habitaciones individuales. Te daremos una. Tienes garantizadas las tres comidas, lavado de ropa, calefacción, agua caliente y misa los domingos. Todo por dos mil pesetas al mes. Seguramente menos que la pensión. Está muy bien. Yo vivo allí muy a gusto.

Y para allá que se fue don Procopio. Al principio le molestaba algo el bullicio juvenil, pero pronto se acostumbró. Los estudiantes eran buena gente y en seguida se hizo amigo del cura, del subdirector, del administrador y del cocinero del colegio. Incluso charlaba con algunos colegiales. La jubilación le permitía una vida plácida en la que las mayores emociones eran las partidas de mus y los encuentros de Copa de Europa. Así estuvo largos años, más de veinte, mientras Bonifacio fue director. Después, la verdad, no sé qué fue de él. Lo más probable es que una mañana cualquiera las señoras de la limpieza se lo encontraran como un pajarito.
Al entierro no debió de ir casi nadie.

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Julio de 2007.

sábado, 14 de julio de 2007

La continua alza del precio

Leía el pasado viernes seis de Julio los titulares de portada del periódico santanderino “El Diario Montañés”, que decían en referencia al precio de las hipotecas: “El continuo alza del precio…” . Cuando lo leí, algo chirrió en el área del lenguaje de mi cerebro, donde se desencadenaron una serie de reflexiones gramaticales que, sin la menor intención crítica ni tampoco polémica, paso a exponerles brevemente.

Partamos de un hecho cierto: “alza” es un sustantivo femenino. A los sustantivos femeninos, generalmente, les precede el artículo femenino “la”, excepto cuando comienzan por “a” o “ha” acentuadas, como es el caso. Así, aunque sean palabras femeninas, decimos el águila, el alma, el arma, el agua, etc. Lo hacemos así para evitar cacofonía y dificultad en la pronunciación, además de por otras razones históricas acerca del devenir de las palabras, en las que no vamos a entrar.

Pero, porque cambien de artículo no dejan de ser femeninas, como se ve al hacer la concordancia con el adjetivo; así se dice “agua salada” o “alma santa”, y no “agua salado” o “alma santo”.

Lo que ocurre en castellano es que al interponer un adjetivo entre el artículo y el sustantivo femenino que empieza por “a” o “ha” acentuadas, ya no hay cacofonía ni dificultad de pronunciación, eliminadas por la interposición del adjetivo (u otra partícula), y por tanto el sustantivo femenino recupera su artículo natural, que es “la”. Así decimos, por ejemplo “la santísima alma de María” y no “el santísimo alma de María” o bien “la majestuosa águila real” y nunca “el majestuoso águila real” o bien “la misma agua que riega…” en vez de “el mismo agua que riega…” etc.

Consiguientemente creo que los titulares de portada de ese periódico eran incorrectos. Al interponer el adjetivo “continuo”, la palabra “alza” recupera el artículo femenino “la”, con lo que el titular correcto sería: “la continua alza de precio…”

Como decía al comienzo, no es mi deseo entrar en crítica ni polémica, sino divulgar algunas cuestiones gramaticales curiosas y poco conocidas. Tan poco, que hasta los ordenadores se equivocan con ellas.

Publicado en "El Diario Montañés" como Carta al Director el el 14 de Julio de 2007.

miércoles, 11 de julio de 2007

¿A qué llamamos Europa?

Es claro que podría responderse de diversas formas y en varios sentidos. Si hiciéramos la pregunta a jóvenes, la respuesta probablemente definiera un concepto geográfico, y se nos respondería que es una península situada en el extremo occidental de Asia. Algunas personas más precisas y cultas añadirían que está limitada por los montes Urales al Este, el mar océano al Oeste, el Mediterráneo al Sur y los hielos polares al Norte. Y tras la geografía, la historia. No faltaría quien señalase que, como tierra poblada que es, tiene una historia, que en este pequeño continente ha sido compleja, difícil, agresiva, incluso muchas veces sangrienta. Y esto a pesar de los nobles ideales europeos -adelantados y precursores- de los dos grandes Carlos europeístas: Carlomagno y Carlos I.

Ahora está muy de moda el concepto político, tan ligado al económico. Europa, dirían algunos, es un proyecto plurinacional que busca la unión política de sus estados miembros y el bienestar económico de sus ciudadanos. Parecido a eso, añadiendo el catolicismo por medio, debió de soñarlo el nieto de los Reyes Católicos.

Europa es también una comunidad de personas. Los europeos probablemente descendemos de la mezcla y cruce genético de tribus africanas que atravesaron el Estrecho (si es que lo había entonces) hace un millón de años, con razas asiáticas que llegaron de las estepas siberianas, seguramente más tarde. Tenemos el consuelo de saber que los híbridos suelen salir más sanos, robustos e inteligentes que los «puros», aunque sólo sea por el efecto de la selección natural.

Pero Europa es, según creo, sobre todo un concepto de cultura, una entidad cultural que nace en la Antigua Grecia, que a su vez recoge saberes fundamentales del Oriente Próximo, como el alfabeto, las cifras, la geometría, etcétera.
En Grecia se desarrolla la razón. El pensamiento lógico desplaza al mágico, el «mythos» es vencido por el «logos» y la Humanidad empieza a caminar por una senda relativamente segura, que no está ya expuesta a los vaivenes de las distintas supersticiones, a las revelaciones sobrenaturales de las variadas religiones, a los caprichos de los múltiples dioses, a los augurios de los diferentes adivinos -a su vez, basados en los tipos de vuelo de las aves o en la disposición de las entrañas de los corderos-, ni siquiera a las veleidades de tiranos y monarcas, sino que se guía, o debe guiarse, por el razonamiento lógico e inteligible, o -en el peor de los casos- por el empirismo razonable y pragmático que se revela útil.
El conocimiento y la interpretación de lo conocido pasan de lo sobrenatural o mágico a lo natural o comprobable. Aparece el concepto fundamental de «physis» = «naturaleza», es decir, aquello que las cosas son en sí mismas. Consecuentemente, aparece también el concepto de «elemento natural», que se encuentra en la composición y funcionamiento de todas las cosas, incluidos los seres vivos. No importa que se pensase que sólo existían cuatro elementos. Lo importante es que se entienda que la naturaleza, toda la naturaleza, está formada por la combinación de elementos.

Esta semilla griega fue aventada y sembrada por Roma en casi todo el continente e islas próximas, y allí se desarrolló y multiplicó. La tierra fue fertilizada por el agua del cristianismo, que comunicó algunas características peculiares a Europa en los dos últimos milenios.

Esta influencia de la religión en Europa ha sido recientemente cuestionada. Si los mensajes fundamentales de Cristo han sido «amaos los unos a los otros», «ama a tu prójimo como a ti mismo» o «devuelve bien por mal», no se puede seriamente afirmar que los europeos hayan recibido -y menos aún aceptado- mucha influencia cristiana. Infinidad de guerras, cada una más cruel que la anterior, luchas intestinas, traiciones, asesinatos, genocidios, etcétera entre los países de Europa no parecen dar la razón a los que creen en una importante influencia del cristianismo en nuestro continente. Eso sin contar las propias guerras de religión, en las que los cristianos europeos se mataban y torturaban entre sí con saña inigualable, sólo por desacuerdos en fragmentos de la doctrina cristiana. Es cierto que Europa no sería la misma sin catedrales ni monasterios, pero tampoco sería la misma sin bodegas sin pubs o sin estadios de fútbol. No creo que eso sea fundamental, aunque pueda tener alguna influencia en nuestro estilo y personalidad.

Lo que sí creo ha sido y es muy importante en la actual cultura europea es la separación que hay entre al poder político y el religioso, lo que han llevado a cabo los países europeos recientemente, y -en cambio- no lo han logrado (y es dudoso que lleguen a hacerlo) otras comunidades culturales, como la árabe, por ejemplo. Aunque las religiones que mayoritariamente siguen esas respectivas culturas (cristianismo e islamismo) no son tan distintas (en definitiva adoran al mismo Dios, llámese Jehová o Alá, reconocen profetas o líderes comunes, como Abraham, Moisés o Jesús, rezan a los mismos ángeles, como Gabriel, comparten conceptos y dogmas, como el juicio final, la resurrección, el paraíso, etcétera y, sobre todo, tienen preceptos morales comunes: oración, limosna, ayuno, sacrificio, respeto a los padres, observación de las fiestas, castigo del robo, etcétera), pero la diferencia abismal es que en Europa la religión no entra o no debe entrar en política, en tanto que en los países musulmanes ambos poderes se confunden. Ignoro si en el Reino Unido sigue siendo la Reina la cabeza y máxima autoridad de la religión anglicana. Supongo que de ser aún así será sólo un título simbólico.

Entiendo que esta separación de poderes es una gran conquista de Europa, que facilitará extraordinariamente nuestra convivencia y desarrollo.

El concepto cultural, claro está, no se limita al geográfico. Europa descubrió un Nuevo Mundo, y España, Portugal, Italia, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Alemania, etcétera, es decir, muchos de los países más «europeos», cual otra nueva Roma, llevaron la semilla griega -ahora ya europea- a América. Con razón decía R. Adrados que «muchos hombres cultos de América o de Rusia se veían a sí mismos como europeos exiliados». Europa no está sólo en Europa.

La cultura une más de lo que parece. Un programa de intercambio cultural, el «Erasmus» creo que está haciendo más por la integración de Europa en Europa que muchos políticos de los estados miembros con sus visitas y discursos. Algo parecido, mutatis mutandis, ocurre con el deporte. Si se aceptara el pragmatismo como criterio para premiar, podrían concederle el «Carlomagno» a la Liga de Campeones de fútbol.

Pero hay algo más, como es el concepto mitológico clásico, al que me atrevo a dar continuidad hasta nuestros días. Es bien sabido que Europa era la hija de Agenor y Telefasa, reyes de Fenicia (Oriente Próximo). Zeus, el padre de los dioses, cuando la vio recogiendo flores, se enamoró de ella de inmediato y decidió raptarla. Como Agenor tenía un buen rebaño de reses, Zeus se transfiguró en toro y se incorporó disimuladamente al grupo, pastando en los campos de Tiro con el resto de la manada, y mostrando tan sorprendente docilidad que llamó la atención de la familia real. Tanto que Europa se subió a sus lomos para cabalgar sobre él, momento que aprovechó el astuto toro para salir volando sobre el mar y no parar hasta Creta. Allí tuvo tres hijos con la joven Europa: Minos, Sarpedón y Radamanto. El primero fue rey de Creta; el segundo, de Licia (al suroeste de Asia Menor) y el tercero civilizó a los habitantes de las islas Cícladas.

Pero Zeus debía de tener mucho trabajo, o se cansó de la hija de Agenor, por lo que pronto dejó la compañía de Europa, no sin antes recomendársela al rey de Creta, Aterion, que se desposó con ella.

Lo que ya es menos conocido es que Europa enviudó pronto de Aterion, y que Zeus envió a su querida hija Atenea a consolarla. Palas Atenea, además de buenos consejos, le proporcionó un tercer marido, llamado Pensamiento. Europa ya no era joven, pero le dio tiempo a tener cuatro hijas: Cultura, Ciencia, Democracia y Lógica, y otros tantos hijos: Arte, Ingenio, Estudio y Deporte.
Cuando llegaron a Creta los ejércitos romanos los ocho hijos defendieron la isla con tal denuedo que causaron importantes bajas entre los invasores, por lo que, cuando al fin Roma logró conquistarla, impuso un oneroso tributo, por el que tenían que entregarle el primogénito que naciera de cualquiera de ellos cuando llegase a la edad núbil. Así se fueron extendiendo los descendientes de Europa y Pensamiento por todo el Imperio romano y zonas adyacentes.
La mayoría vivieron sanos y fuertes, y disfrutaron de largas y fructíferas vidas. Algunos, sin embargo, no tuvieron tanta suerte. Una joven, de nombre Solidaridad, salió enfermiza, y un muchacho que tiene el curioso nombre de Patriotismo Europeo no acaba de desarrollar.

Con todo, la ya amplia descendencia de Europa sigue adelante. Quizá por ello los extranjeros, cuando nos miran atentamente, dicen que todos tenemos un aire de familia.

Publicado en "La Nueva España" el 11 de Julio de 2007.

lunes, 2 de julio de 2007

El Ministro no recibe

Parece que sólo «recepciona», según se desprende de las declaraciones del señor ministro de Defensa realizadas a raíz del desastre del Líbano. Según nos ha dicho, hay unos aparatos especiales que detectan determinadas frecuencias de ondas, de esas que pueden inducir explosiones, aparatos que -de haberlos tenido- quizás hubieran podido evitar la debacle. Pero, desgraciadamente, esos aparatos aún no habían sido «recepcionados». Algo chirrió en mi cabeza cuando oí el palabro. ¿Recepcionados? Supuse que sería un lapsus, pero en seguida lo repitió bien clarito» «No habían sido recepcionados». ¿Tendrá algo el señor ministro contra el participio simple «recibidos»? ¿Será que los ministros no pueden hablar como los demás? Cuando cualquier hablante diría que los tales aparatos no han llegado aún, o que no han sido recibidos a tiempo, el señor Alonso se inventa un participio de un verbo que no existe en castellano.

Probablemente sea sólo mera cursilería o vulgar afán de notoriedad lo que impide a algunos políticos hablar llanamente o al menos sin retorcer caprichosamente el lenguaje.

Este deseo de protagonismo y de diferenciarse de los demás mortales es el que creo que les lleva a cometer estos errores. En tiempos pasados, la política era el arte de bien dirigir a los pueblos, para lo que se empleaba frecuentemente la palabra. Ahora es el arte de alcanzar y conservar el poder, y de paso enriquecerse si se tercia. La palabra, que convence e ilustra, ha cedido terreno frente al voto, que es lo que permite alcanzar el poder. Por eso ahora los políticos no se preocupan apenas de las palabras y buscan, en cambio, los votos «como sea».

Pero, eso sí, les gusta diferenciarse del pueblo al que dicen servir. Siguen en eso a figurones y figurines. Si la gente dice recibir, ellos, todos los cursis, dirán «recepcionar». Si todo el mundo ve un paisaje o un cuadro, ellos lo «visualizan» o lo «visionan». Cuando todos abrimos una cuenta, ellos la «aperturan». Recibir, ver o abrir les parecen palabras corrientes, simples, indignas de sus importantes cargos o de su televisiva «fama», que no prestigio.

Aunque lo que verdaderamente suele ser indigno de sus cargos es su ignorancia. No lo digo por el señor Alonso, que parece un hombre serio, sensato y responsable, sino por otros muchos «famosos» y políticos, que pocas veces dan la talla. Resulta bastante penoso oír a altos cargos de la nación chapurrear el francés o el inglés. Menos mal que en eso nos redime la Corona. Es una satisfacción escuchar al Rey, al Príncipe y especialmente a la Reina, cuando hablan en otros idiomas.

Volviendo a la cursilería ésa de «recepcionar» hay que decir, en descargo del señor Ministro, que los dos países vecinos sí tienen esa palabra en su vocabulario. En portugués se usa «recepcionar», que está en los diccionarios con el significado de recibir, y en francés existe «réceptionner», con el significado de recibir algo comprobando que lo recibido está en orden, buen estado, documentado, etcétera, es decir, recibir dando la conformidad con lo recibido. A pesar de que no suena bien en castellano, quizá no sería mala adquisición para nuestra lengua, pues el vocablo francés añade un matiz interesante. Pero, de momento, es palabra sin DNI español, cuyo uso, paradójicamente, parece quedar reservado para ministros.

Publicado en "La Nueva España" el 2 de Julio de 2007.