domingo, 30 de septiembre de 2007

La señorita Julia

Julia Carnicero del Toro, a pesar de sus recios apellidos, era una chica menuda, listeja, tirando a rebelde, que en su primera juventud se había largado a Londres porque decía no poder soportar el provincianismo de la ciudad que la había visto nacer. Un buen día de primavera, Julita se lió la manta a la cabeza, cogió un vuelo chárter y se fue a cuidar niños a la pérfida Albión, dejando a sus padres llenos de pena y hasta de angustia. Anduvo por allí varios años, coqueteó con ambientes variopintos y vio lo que daba de sí la progresía. Tardó bastante en darse cuenta de que nadie da los duros a cuatro pesetas, pero al fin se percató de esa verdad tan simple. Su padre, empleado de Correos, me lo decía con mucho respeto:

-¿Verdausté que a veces las verdades más sencillas son las que más tardamos en aceptar?

-Así es, señor Carnicero -asentía yo con idéntico respeto.

El caso es que la Julita, que como digo era listeja, volvió con un gran regalo para sus padres: su más que mediana decepción de los ambientes «progres» y «underground» de las grandes urbes; y otro -no menor- para ella: un buen conocimiento del inglés. Con esos mimbres, a más de su inteligencia natural, logró terminar una licenciatura en Filología y sacar después plaza de profesora de Inglés en un Instituto de una bonita villa costera.

Julita estaba encantada. Se compró un apartamento pequeño con vistas al mar y se fue integrando en la apacible vida de la villa marinera.

Pronto dos de sus vecinos, el de arriba y el de abajo, mostraron cierto interés por la chica. El del piso superior, Marcelo Casasviejas, era un tipo curioso. Algunos días estaba simpático, alegre, inquieto, juguetón, extravagante. Otros parecía más bien deprimido. Gastaba vaqueros y camisetas «in», y también tabaco y güisqui. A Julita le recordaba a algún antiguo amigo londinense de los que se chutaban. Un día la invitó a cenar a su casa y la chica se divirtió. Estuvo cordial, bromista, ingenioso, seductor. Habló por los codos, aunque Julia no llegó a saber cuál era su oficio, ni de dónde sacaba los cuartos necesarios para subsistir. No mencionó nada de su pasado ni tampoco de su familia. Indudablemente tenía cierto sentido artístico, que se reflejaba en la decoración del apartamento y también translucía en su amena conversación. A Julia no le dejó indiferente, a pesar de que le traía a la memoria tiempos pasados que no quería revivir.

El de abajo, Juan García, era aproximadamente lo contrario. Empleado de banca, serio, un punto tímido y grisáceo. Parecía tranquilo, moderado, y vivía sin estridencias. Vestía con corrección, casi siempre de chaqueta y corbata, excepto en las fiestas, que lo hacía de un sport convencional. A veces charlaban a media mañana, pues el Instituto estaba cerca del banco y había una cafetería entremedias donde coincidían tomando café. El chico hablaba con frecuencia de su pueblo, del banco, de sus jefes y de su familia. Juan, dentro de su modestia, tenía una gran virtud para Julita, y era que su compañía, sin saber muy bien por qué, llenaba de paz a la chica.

Pasado algún tiempo, ambos vecinos mostraron interés por la joven profesora, y cada uno lo manifestó a su estilo. Marcelo, en una de sus fases optimistas, le propuso vivir una temporada juntos y ver si la cosa funcionaba. Según decía, alejarían el aburrimiento para siempre, y sería muy cómodo para viajar y mucho más económico para todo. Les facilitaría ver mundo y conocer otros países.

Juan, mucho más clásico, quería «iniciar relaciones» y salir a pasear todas las tardes para conocerse más y mejor, con «fines serios».

Julita se sentía halagada, pero no sabía por dónde tirar. Cada vecino, de momento, ignoraba las pretensiones del otro, pues con Juan solía hablar sólo en la cafetería, y con Marcelo en la casa de él.

El destino, como tantas veces ocurre, le solucionó el problema. Una tarde, Julita, cuando se levantaba de una sabática siesta, vio, en la parte alta de su ventana, unos pantalones y unos zapatos que colgaban. Ambas prendas parecían rellenas. Abrió la ventana y dio un grito. A los barrotes del balcón de arriba estaba atada una maroma, y de ella pendía el cuerpo de Marcelo, sujeto sólo por el cuello.

La chica le cogió algo de manía a la casa, pero con la paz que le transmitía Juan en los paseos vespertinos fue olvidando todo el desagradable asunto, y a los pocos meses ya casi ni se acordaba.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Septiembre de 2007.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Memoria histórica

Santiago Franco Carrillo era un joven de floja personalidad que terminó Derecho en Valladolid en la década de los setenta, sin pena ni gloria. Su padre, que se llamaba Floro, había sido -quizá por fuerza- un hombre de escaso relieve, que había llevado en la posguerra la cruz de ser hijo de militar republicano fusilado por los nacionales, a pesar de apellidarse Franco y de ser gallego. Este Floro dedicó la mayor parte de su vida a ejercer como fiel funcionario de Correos, cuerpo en el que medró bastante, no con mucha rapidez, pero sin sobresaltos. Cuando tuvo posibles se casó con Margarita Carrillo, a cuyo padre lo habían fusilado los republicanos, mayormente por no tener callos en las manos, a pesar de apellidarse Carrillo y de ser asturiano, me parece que de Mieres.

Así resultó que al joven Santiago cada bando le había apiolado un abuelo, lo que no era excepcional entre los jóvenes de su generación. Aunque alguno de sus amigos contaba a veces lo que había oído en casa referente a la guerra, a él, a Santiago, todo eso le parecía agua pasada y le traía completamente sin cuidado. Como quiera que sus padres, Floro y Margarita, eran muy educados, nunca suscitaban en familia conversaciones que pudieran molestar al otro cónyuge, y así Santiago, que era hijo único, no estaba predispuesto ni siquiera inclinado a ninguna tendencia, bando o facción, y en ese sentido, el buen hacer y la educación de los padres habían logrado que el chico saliera equilibrado.

Después de hacer algunas prácticas como pasante en Oviedo, Santiago se estableció en Ribadeo. Allí vivía solo, pues sus padres murieron prematuramente, con la única compañía habitual de un enorme mastín y la esporádica de una asistenta que hacía labores domésticas.

Un día, Santiago recibió una curiosa carta enviada desde el lejano municipio donde habían fusilado a su abuelo paterno. En ella le decían que estaban desenterrando cadáveres y que entre ellos estaba el correspondiente a su abuelo. Al ser el descendiente más directo, le rogaban recogiese los restos para darles «digna sepultura».

El abogado, que como digo era bastante equilibrado, quedó sorprendido. No creía que hubiera muchos grados de dignidad o indignidad en las sepulturas y menos aún que a su abuelo le importase. Y si no le importaba a su abuelo -ni presumiblemente a su padre- ¿por qué le iba a importar a él? Pero hubo presiones. Después de la carta le llamaron por teléfono. Estaba previsto un homenaje, con los restos delante, y después del acto se los llevarían los familiares.

Santiago tampoco quería parecer descortés ni despegado, por lo que se puso de tiros largos, se fue al pueblo en cuestión y volvió con un saquito lleno de huesos, en el que no faltaba una calavera, prácticamente monda y lironda. El saco era de una tela tricolor: roja, amarilla y morada.

Curiosamente, al cabo de poco tiempo, sucedió algo parecido en el pueblo de su madre, que no estaba lejos de Ribadeo. Puestos a desenterrar, fueron saliendo restos para todos los gustos. El lugar en el que habían liquidado a su abuelo materno, junto a tres o cuatro monjitas de la Caridad, había permanecido secreto hasta entonces, pero los indicios apuntaban a una zona sospechosa, y al exhumar unos, los otros pusieron a andar la excavadora, con lo que aparecieron los restos de cuatro mujeres y un hombre. El varón era el Sr. Carrillo, que en sus ratos libres ayudaba en la huerta de las monjas, aunque parece ser que no tanto como para tener callos en las manos, quizá porque para esas labores solía usar guantes de faena, higiénica costumbre, pero que le costó la vida.

Santiago, por idénticas razones, se acercó al pueblo con desgana y se volvió con otro saquito de huesos, con su correspondiente calavera. Esta vez el saco era de plástico, entre blanco y pardo, como un blanco sucio.

Dejó ambos paquetes en el garaje que estaba dentro de su propia casa, y se tomó un tiempo para informarse sobre las posibilidades de dar «digna sepultura» a cada saquito.

Una noche, Santiago se despertó sobresaltado. Oía claramente unos ruidos como de castañuelas mal tocadas que provenían del garaje. Entró a ver lo que era y quedó sobrecogido. El esqueleto del abuelo militar, el republicano, estaba de pie, apoyado en la pared con la mano izquierda para no caerse, pues le faltaba el fémur izquierdo, que estaba bien empuñado por su mano derecha y con él le sacudía al esqueleto del abuelo materno, el nacional, que trataba de protegerse sin mucho éxito. Santiago gritó: «¡Ya está bien! ¡Parecéis críos!», con toda la energía de que fue capaz, y al oír la brusca exclamación y encenderse la luz, los esqueletos cayeron al suelo y quedaron desparramados sin orden ni concierto. Santiago, desconsolado, se retiró a su habitación para seguir durmiendo, aunque muy entristecido por el simbolismo de lo que acababa de suceder.

A la mañana siguiente no estaba seguro si lo habría visto o soñado. Fue al garaje y, efectivamente, vio todos los huesos desparramados por el suelo, fuera de sus respectivos saquitos, pero también vio a su voluminoso perro dándose un festín, rodeado de los restos de sus abuelos. Santiago no tenía certeza de lo sucedido. Quizá había soñado, y el enorme mastín, hambriento como estaba, al oler tanto hueso había sido el causante del desaguisado. Sin embargo, él lo recordaba como muy verdadero, como absolutamente real. Estaba en un mar de dudas.

Sin tardanza, ese mismo día, preguntó en la funeraria y en el cementerio. Los nichos eran caros. Dos nichos eran una pasta. El equilibrio y la sensatez que había respirado en su casa de niño y de joven se juntaron a su sentido práctico y al espíritu ahorrativo propio de los que crecieron en esa época. Santiago, sin el menor reparo, cogió los huesos de ambos abuelos, incluida una calavera que parecía tener un golpe reciente, los echó en un solo saco y con un único paquete fue al cementerio y contrató un solo nicho. Así dio «digna sepultura» a los dos al tiempo y, además, se ahorró un buen dinero. Otro tanto como lo gastado.

«Ahora», salía diciendo Santiago Franco Carrillo para sus adentros, «que se sigan matando ahí dentro si quieren, pero a mí que me dejen en paz. Yo jamás me he peleado con nadie y espero no tener que hacerlo nunca…».

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Septiembre de 2007.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Restituto, el precursor

Ahora veo claramente que mi compañero de mili Restituto Panduro Paniagua, natural de Villabrágima, provincia de Valladolid, fue un precursor, un adelantado; en cierto modo, un hombre precoz para su tiempo. Como dicen ahora, un pionero. No es que fuéramos exactamente amigos, pero estuvimos durante tres meses en la misma tienda de campaña en Montelarreina, en la que convivíamos catorce o quince estudiantes, y eso -quieras o no- proporciona cierta familiaridad.

Un día, el capitán de la compañía dijo todo serio: «No vayan a creer ustedes que la vida castrense es fácil. La responsabilidad es mucha. Los militares tenemos siempre la espada de Demóstenes encima de la cabeza». Aunque la mayoría éramos de ciencias, llegábamos a distinguir, siquiera superficialmente, entre Damocles y Demóstenes, y el lapsus nos hizo mucha gracia y se difundió por el campamento. Mi compañero de tienda, Restituto, como buen militar (me parece que ya éramos sargentos), decidió imitar a sus jefes, y todas las noches, antes de acostarse, colgaba el cinturón y el tahalí de una percha, de tal manera que la bayoneta quedaba suspendida tres cuartas por encima de su almohada. Al acostarse, la puntiaguda arma quedaba a poca distancia de su cabeza, componiendo una estampa singular, surrealista, casi truculenta. Así dormía a diario Restituto, con la bayoneta colgando justo encima de su cabeza, como Damocles y, por tanto, como un militar responsable, según la opinión de su capitán.

Restituto tenía sus manías, que después, con el paso de los años, se revelaron genialidades precursoras. Por ejemplo, no dejaba fumar en su coche. Casi nadie tenía entonces coche entre los que allí estábamos, pero nuestro compañero era usufructuario de un magnífico Simca Mil, en el que nos llevaba a algunos compañeros de tienda a Valladolid los fines de semana. Antes de subir al vehículo nos advertía seriamente de que allí dentro la prohibición de fumar era absoluta. En aquellos tiempos, mediados de los sesenta, a todos nos parecía una medida incomprensible, inaudita e intolerante. Los galanes de Hollywood, los héroes de las películas del Oeste y los jefes de Estado, incluidos De Gaulle y Churchill (aunque con la excepción del austero Franco), fumaban como chimeneas. ¡Qué lejos estábamos de pensar entonces que sesudas ministras seguirían cuarenta años después los pasos de Restituto, inefable precursor y adelantado!

Pero el joven villabragimense resultó también clarividente en otro asunto más delicado. Según decía abiertamente, sin el menor recato, se sentía atraído tanto por los hombres como por las mujeres. No hacía distingos, y así era en verdad, pues, sin salir de la tienda, acosaba a un vasco buen mozo proponiéndole actividades comunes para el fin de semana, y como el vasco no aceptaba, el sábado se ligaba a alguna chica en Valladolid, como veíamos los demás con cierta envidia, pues se le daban bien las mujeres. Por otra parte, no tenía el menor reparo en proclamar sus anfibológicas inclinaciones, pues, como él mismo decía a diario haciendo gala del lenguaje cuartelero propio de la situación: «Yo soy como las locomotoras, por delante y por detrás».

En resumen, que Restituto era lo que hoy llamarían bisexual, y parece claro que con las leyes actuales podría formar matrimonio con una mujer, y si quedaba decepcionado podría probar después con un hombre. Por último, cabría la posibilidad de que matrimoniase con otro bisexual. En este caso, sin salir de casa podrían hacer combinaciones de cuatro elementos tomados dos a dos. Los hijos tendrían que saber algo de matemáticas: llamemos H al progenitor A cuando actúa como hombre y llamémosle M cuando actúa como mujer. Al progenitor B le llamaremos respectivamente H' y M' según idéntico criterio. La familia podría ser, como digo, de cuatro elementos tomados dos a dos, según aconsejasen las circunstancias, o sea: H-M'; H-H', M-H' y M-M'. Nada les impediría ir probando. Los hijos dirían: «Los Reyes Magos nos traían más cosas con el sistema H-H'», o bien: «Íbamos mejor vestidos con la combinación M-M'», y así sucesivamente.

Cuando Restituto decía, con extrema dignidad y a todo el que le quisiera oír, que él hacía a pelo y a pluma y que era como las locomotoras, la verdad es que entonces nos sonaba muy extraño, casi degradante. No nos podíamos imaginar que ese hombre, al que mirábamos con desconfianza y hasta con un punto de desprecio, era un precursor, un pionero clarividente que se adelantaba cuarenta años a su tiempo, y nosotros, pobres cavernícolas convencionales, unos retrógrados miopes que no veíamos más allá de nuestras narices. ¡Cosas veredes…!

Publicado en "La Nueva España" el 9 de Septiembre de 2007.