miércoles, 4 de abril de 2007

Hongos y quirófanos

Paco Alvarez es, a mi entender uno de los mejores cirujanos cardiacos del país. Asturiano de pro, y hombre sensato y de pocas palabras, fue el principal operador del primer trasplante cardiaco que se realizó en España, hace más o menos cuarenta años. Por aquellas fechas -en realidad unos años antes- trabajaba en el Infantil de La Paz, uno de los mejores centros de Europa en su estilo, por cuyos quirófanos vaga aún la sombra de Julio Monereo, el inolvidable cirujano prematuramente fallecido que organizó el Departamento de Cirugía del Hospital Infantil y lo elevó, con Paco Alvarez, Martín Blázquez, Utrilla, Domínguez, Lassaletta, Tovar, y muchos otros, a la primera línea de la cirugía infantil europea y mundial
Según leo, parece ser que por esos jóvenes y ya históricos quirófanos pululan mortíferos hongos que no respetan ni la severa sombra de Monereo, ni el buen hacer y entender de Paco Alvarez, ni siquiera el frágil cristal de la vida de un niño enfermo, que además tiene su corazoncito abierto, quizás por mejor dar y recibir.
Nada de esto parece importarles a nuestras frívolas autoridades sanitarias. Las preocupan, eso sí y mucho, la prensa, los votos, la imagen, el “qué dirá el subsecretario”; la política, en resumen. El corazón de los niños parece importarles un comino. Lógico, pues son en su mayoría políticos; o cuando menos por política, no por experiencia, formación y prestigio, ocupan su cargo. Muchos de ellos son economistas o abogados, carentes de conocimientos sanitarios y horros de formación al respecto, que probablemente tendrían serias dificultades para explicar la contribución de Hipócrates a la medicina, o que ignoran los esquemas del código deontológico europeo. Naturalmente, hay excepciones que no hacen sino confirmar la regla.
Curiosamente, son en gran parte extremistas, pues no pocos militaban en partidos de la extrema izquierda antes de acceder a los cargos sanitarios, y, curiosamente también, hay cierta frecuencia -estadísticamente significativa- de nefrólogos e intensivistas. Las razones, probablemente psicológicas, creo vislumbrarlas, pero no hacen al caso, por lo que las dejaremos para otra ocasión.
La lectura de la noticia de los hongos de La Paz me trajo a las mientes una reunión en la que participé no hace mucho. La convocaba el director de un ilustre hospital, antiguo líder de la Liga Comunista Revolucionaria, y nos citaba a los jefes de servicio del departamento de cirugía.
Yo sabía que un par de días antes habla muerto en el quirófano una mujer de cuarenta y pocos años, tras ser operada de una prótesis de cadera, hecho insólito en aquel hospital. Algo había oído acerca de ciertas dificultades con la sangre, que no había llegado a tiempo, debido a un problema crónico, que todos los cirujanos padecíamos, causado por la ambigua normativa que regulaba la relación entre hematólogos y anestesistas, ya que los primeros decidían el tipo de sangre que había que administrar, pero los que materialmente la trasfundan eran los anestesistas, lógicamente reacios a responsabilizarse, también ante la ley, de algo que no habían preparado por sí mismos. Esto creaba muchos retrasos, no poco malestar y hasta riñas y discusiones. Entendí, pues, que tan solemne reunión se proponía acabar con esa situación y dictar normas taxativas al respecto. Para mi sorpresa, de lo que se trataba era de aumentar “el rendimiento” de los quirófanos, buscando utilizar cualquiera que pudiera quedar unos minutos vacío para realizar cualquier tipo de operación, sin tener en cuenta que la intervención fuera séptica o no lo fuera, que el quirófano estuviera en perfectas condiciones o precisara revisión, que perteneciese a una u otra especialidad, etcétera y -por supuesto- sin valorar la opinión de los que, para bien o para mal, creemos haber mamado mucha cirugía en ubérrimas ubres.
Con calma, traté de hacer ver que el mejor rendimiento de un quirófano es el buen éxito de las intervenciones que en él se realizan, antes que el número de las mismas, o la rapidez con que son ejecutadas. El mejor hospital no es el que más consultas o intervenciones practica, sino aquél del que los pacientes salen contentos y curados, el que no tiene reclamaciones, el que da confianza al ciudadano, el que tiene personal amable, comprensivo, tolerante y competente. Quizás por ese orden.
Hice ver que cantidad y calidad están a veces reñidas. Que el “rendimiento” de un quirófano, como el de un avión de pasajeros, no es sólo cuestión de horas/dinero, sino de ausencia de accidentes. Traté de hacer ver que la medicina es una relación entre médico y enfermo, y que los intermediarios no pasan, por mucho que se empeñen, de ser eso, intermediarios, cuya única razón de ser es ayudar al enfermo, al médico y al ATS, que son las piezas esenciales del acto curativo.
Traté de hacer ver que en un hospital los administrativos trabajan para facilitar la tarea de los ATS y de los médicos, y no para entorpecerla y abrumarla con burocracia. Repetí la frase de uno de mis maestros, Ted Kurze, profesor de Neurocirugía de la Universidad del Sur de California en Los Ángeles, quien al referirse a los gerentes de hospitales solía decir: “Su misión es trabajar para nosotros y no nosotros para ellos”.Al terminar mi pequeño discurso, la autoridad sanitaria me llamó demagogo, y -dolido- abandoné la reunión.

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