miércoles, 4 de abril de 2007

Laín

Hace ya más de cuarenta años, cuando terminaba una agotadora guardia de neurocirugía en el Hospital La Paz de Madrid, cayó en mis manos, casualmente, un periódico local. En él se anunciaba una conferencia de Laín Entralgo. Su título, era algo así como “El sentido de la amistad en Santo Tomás de Aquino”. No parecía, a priori, un tema demasiado interesante, ni que cuadrase con la alacridad propia de mi mocedad de veintidós años, ni que se adecuase al extenuado ánimo propio de la salida de la guardia.
Sin embargo, sin saber bien por qué, tal vez influido por la subconsciente curiosidad de conocer la realidad humana de un nombre que tanto se oía en los ambientes médicos y culturales de Madrid y de España, decidí acudir a la aparentemente tan poco atractiva convocatoria, y escuché lo que Laín nos iba diciendo acerca de la amistad en Santo Tomás.
A los 15 minutos ya estaba más que satisfecho de mi decisión. A los 30 estaba convencido que Laín era un hombre con el que yo tenía forzosamente que trabajar, para así poder conocer bien sus ideas y su estilo. A los 45 minutos empecé a entender por qué los discípulos de Cristo, después de oírle, abandonaban cuanto tenían y seguían al Maestro, sin otra recompensa que escuchar sus enseñanzas. Al término de la impecable y elegantísima lección, a través de un enjambre de abrigos de visón y de buen paño que rodeaban al maestro para felicitarle, me abrí paso, y con la más escandalosa inoportunidad juvenil le pregunté si podría trabajar a su lado.
A pesar de lo impropio del momento, me contestó amablemente, indicándome día y hora para una entrevista. Tras ella, comencé a frecuentar su departamento, a asistir regularmente a sus clases y conferencias, y a elaborar bajo su dirección mí tesis doctoral.

Magníficas clases

Recuerdo con inefable placer sus magníficas clases de Historia de la Medicina. Lecciones perfectamente construidas y vertebradas, en las que conceptos aparentemente abstrusos o complejos eran expuestos con frases precisas, singularmente iluminadoras, que hacían que se desvaneciese por sí sola la aparente dificultad inicial. Eran lecciones elegantes, fluidas, amenas, preñadas de saber y de buen hacer, y salpicadas de anécdotas finas y curiosas. Su dominio del lenguaje, del tema, de la voz, del gesto, de la figura, de la idea expresada, hacía que el auditorio “se le entregase” a los pocos minutos de escucharle embelesado.
Por desgracia, también recuerdo que a algunas de estas clases del doctorado no asistíamos más que seis o siete alumnos, algunos de ellos extranjeros, pese a estar matriculados más de ciento, lo que indica el grado de preocupación que existía en aquellos años sesenta por el humanismo médico, aun siendo el de mejor calidad que se podía encontrar en Europa. Así nos luce el pelo.
En los años siguientes, por diversos motivos que no son del caso, apenas pude disfrutar directamente de la tutela del maestro Laín; pero sí pude hacerlo indirectamente, a través de algunos de sus mejores discípulos y colaboradores, como Agustín Albarracín, Diego Gracia y losé Luis Peset, en el madrileño Instituto Arnaldo de Vilanova de Antropología e Historia de la Medicina. Allí vivíamos inmersos en un ambiente de historia humanística y de humanismo histórico, que nos envolvía e impregnaba casi sin darnos cuenta, y que penetraba en nuestras mentes con imparable suavidad, como por ósmosis. De allí, de Laín y de su grupo, nadie lo duda, salió otro modo de ver, hacer y entender la historia de la medicina. Pero también salió algo más, que es lo que yo quisiera hacer notar aquí; salió, creo firmemente, una nueva concepción del acto médico, del quehacer puramente clínico y quirúrgico: la convicción de que todo acto médico debe estar marcado por un estilo humano y humanístico, sin el que dicho acto médico no alcanza su plenitud. De Laín y de su grupo aprendimos algunos de los jóvenes médicos de entonces -entre otras cosas- que el acto médico no es sólo un quehacer técnico (un “técné yatriké”, diría don Pedro), sino un acto amistoso, amoroso, compasivo, humano, afectivo, o como quiera llamársele. El médico no debe ser sólo un perito en el arte o la ciencia de la medicina, sino un hombre bueno que además trata de curar. Pero por ese orden: primero, y antes que nada, un hombre bueno (lo que no es poco), y segundo, un hombre que, gracias a unos conocimientos y a una técnica, trata de curar.
No hace mucho, la medicina oficial pública española trató de “humanizarse”, y se crearon una especie de oficinas para tal fin. No creo que haya servido de mucho. Es difícil “humanizar” por decreto, como es difícil investigar, amar o sonreír por decreto. Para humanizar de verdad la medicina se precisa de hombres que se interesen por su esencia, por su historia, por sus fines, por su realidad tangible y actual, por su enseñanza, por su evolución. Se precisa de hombres con la cabeza clara en las ideas, y con el corazón templado en los afectos. Hombres que, a través de muy diversos caminos, entiendan la vida o parte de ella como un servicio a la medicina y a los enfermos. Hombres que lleguen a alcanzar ascendiente e influencia sobre sus colaboradores, que logren el respeto, el cariño y la admiración de sus discípulos. Hombres, en fin, profundamente humanos, nobles y sabios. Como Laín Entralgo.

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