miércoles, 4 de abril de 2007

La fabla de los políticos

Tengo que reconocer que nunca he visto clara la diferencia entre lengua y dialecto. Y no ha sido por no haberla buscado con, interés y aún con ahínco, a pesar de que ahora dude de la existencia de esa diferencia, que más me parece frontera movediza que límite taxativo.
En mi ya lejana mocedad busqué los fundamentos o criterios de esa jerarquía lingüística que trata de delimitar lenguas de dialectos, preguntando a gentes variadas y variopintas, tales como académicos, profesores, maquinistas, albañiles, licenciados, futbolistas, toreros, y a muchas otras personas de diversos oficios y menesteres.
Ninguno parecía tener las ideas claras. Algunos apuntaban hacia la literatura, indicando que las lenguas se hablan y escriben, mientras que los dialectos sólo se hablan, diferencia nebulosa, puesto que, en tal caso, la humanidad, durante milenios, se entendió en dialectos, sin que hubiera existido lengua alguna hasta la aparición
del alfabeto: -ese criterio, componentes de algunas tribus actuales de Africa o de Polinesia, que se entienden perfectamente entre ellos dentro de su recinto tribal, carecerían de lengua, pues no disponen de signos gráficos que les permitan plasmar en el papel los fonemas que simbolizan personas, animales, cosas o ideas.
Algunos me decían que los dialectos derivan de otro idioma más antiguo e importante, lo que tampoco parece ser sólido criterio, pues en ese caso el español sería un dialecto del latín, el que a su vez sería dialecto del indoeuropeo, y así sucesivamente, sin que ninguno alcanzara la categoría (¿existen aquí categorías?) de lengua.
Tampoco creo que tengan valor los criterios que definen al dialecto como lengua limitada a una región, provincia o comarca, pues no otra cosa fueron el latín, el francés o el castellano no hace muchos años.
Lo de la “coiné” me parece igualmente un concepto elástico, pues ¿quién dice si hubo o no hubo “coiné”?
Entiendo pues que las diferencias entre lenguas, idiomas, dialectos, fablas, etcétera, son artificiosas, nebulosas y gradativas, y es poco probable que se lleguen a delimitar los respectivos campos con criterios sanos, sólidos y de fundamento.
De todas estas reflexiones tiene la culpa un artículo escrito recientemente por uno de nuestros políticos gobernantes, asturiano por más señas. Mi otrora ágil sistema nervioso tuvo tanta dificultad en digerirlo como hubiera tenido mi aparato digestivo al enfrentarse a una grasienta fabada... tras la cena de Nochebuena.
“Esto no se le hace a un lector amigo”, pensaba para mí mientras trataba de descifrar lo indescifrable.
-¿En qué hablan muchos de nuestros políticos?, me preguntaba con desazón.
-¿Será lengua, idioma o dialecto? Me interrogaba a mí mismo durante la trabajosa digestión mental del indigesto trabajo mencionado.
No sabía en qué categoría del lenguaje encuadrar el tal artículo. Era evidente que esa manera de expresarse se emplea ampliamente, lo que le acercaría a las lenguas vivas, y que un famoso escritor como Amando de Miguel le dio nombre sustantivo: "El politiqués". Por otra parte, no es menos cierto que a todas luces deriva del castellano, por lo que podría ser etiquetado de dialecto.
Estando en estos pensamientos me acordé de esa forma de expresarse llamada jerga, argot, germanía o jerigonza, propia de ciertos grupos, gremios u oficios.
"Esto debe ser”, pensé para mi, Sin embargo, no me quedé del todo tranquilo, pues entendía que en las jergas, tanto en las llanas y populares, como el ballarete de los afiladores de Orense, el bron de los caldereros, el caló de los gitanos, el cheli de los necesitados de valoración, como en las más cultas y resabiadas, tales la médica o la forense, para cada individuo tiene cada palabra idéntico significado, y por lo general sólo la emplean los componentes del respectivo grupo.
No ocurre así con el “politiqués”, idioma versátil y polisémico donde los haya, pues en él, cada palabra parece tener infinitos significados, especialmente en las frívolas bocas de nuestros locuaces políticos y en las de sus vulgares imitadores. Veamos por ejemplo el término “usuario”. Les vale para todo. Algunos, los menos, lo emplean en su sentido original, prístino: el que usa o gasta una cosa. Para otros es sinónimo de ciudadano; de consumidor para otros; de contribuyente para no pocos, y hasta de paciente para algunos (los “usuarios” del hospital, han llegado a llamar a los que siempre fueron enfermos o pacientes), dignísimas autoridades sanitarias que subconscientemente expresan así la importancia que conceden a la relación médico-enfermo).
Más vale no acordarse de la socorrida “parafernalia”, que hace a pelo y a pluma, y tanto les sirve para un roto como para un descosido. Si la memoria no me falla (que ya empieza a hacerlo, cosas de la edad) la palabreja significa algo así como lo que aporta una mujer al matrimonio, con exclusión de la dote. Pero los políticos y sus gregarios secuaces, recalcitrantes “usuarios” del “politiqués”, lo emplean venga o no a cuento, quizá porque es palabra nueva, que casi nadie conoce y que les parece que emplearla “hace moderno y culto”, aunque ellos mismos tampoco tengan claro ni su significado original ni las acepciones relacionadas.
No sé pues, si esa forma de ¿hacerse entender? - de algunos de nuestros actuales políticos es lengua, dialecto, fabla, germanía o jerigonza. Pero sí me imagino cómo contestaría alguno de los más extremistas —lingüísticamente hablando- a la sencilla pregunta ¿Quién descubrió América? Podría parecerse a lo siguiente:
“Bueno, yo diría que, a nivel de la calle y desde la óptica del usuario medio, el tema es evidente. Hay consenso en que fue Cristóbal Colón, pero hay que hacer una matización, pues a nivel de historiadores el tema cambia. Existe un posicionamiento actual, progresista, claro, que dimensiona exactamentee las cosas y deja obsoleto, el anterior planteamiento. Ustedes saben que está casi universalmente asumido que los vikingos, navegantes modélicos, pese a la escasez de recursos, lograron potenciar y optimizar sus naves hasta el punto de llegar a América. Esto lo constatan historiadores que asumen esta segunda óptica en base a haber encontrado pelos rubios y cuernos en América. Se asume que estratos vikingos marginados, carentes de cobertura y a nivel de delincuentes, de alguna manera se subieron a las naves y de alguna manera remaron, y pese a la problemática de una escasa operatividad de cara a la navegación, llegaron a América, sin percibir contraprestación alguna. Esta teoría es tremendamente impactante en la actualidad y hace que nos posicionemos en una actitud tendente a desdramatizar la figura de Colón”.Para escribir esta sarta de horteradas me he inspirado en los textos derivados de las declaraciones de varios de nuestros políticos actuales, a los que muy sinceramente agradezco la desinteresada colaboración prestada, pues sin su inestimable ayuda nunca se hubiera podido escribir este artículo.

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