lunes, 28 de enero de 2008

Cirilo

Cirilo Quintes Arredondo estaba de camarero en una lujosa cafetería del paseo marítimo de Gijón. En el trabajo, Cirilo llevaba chaqueta de paño, camisa blanca y corbata de seda, lo que le daba cierto aire serio, burgués y elegante, como si fuera un hombre tranquilo, pacífico y hogareño; pero en realidad su vida había sido la de un aventurero anarquista y vivalavirgen, al menos hasta que había sentado la cabeza, ya cuarentón, cuando conoció primero y se enamoró después de Paquita, una pescadera muy aparente que trabajaba en el mercado central.

El padre de Cirilo, que tenía fama de haber sido uno de los mejores pescadores de marisco de la zona, transmitió a su vástago, antes de morir en accidente, casi todos sus saberes, que no eran pocos. El chico, bien enseñado, destacó pronto en el arte, y no dejaba escapar una bajamar sin sacarle algún provecho, bien cogiendo unos kilos de percebes si la mar se dejaba, bien removiendo piedras para pescar a mano la andarica, bien usando el esparavel para la esguila. Tampoco era manco con las nasas, y entre unas y otras artes se ganaba la vida muy arregladamente, y además disfrutaba de la pesca, especialmente en el verano.

Durante el invierno, cuando las olas limpiaban el muelle, su querencia marítima le llevaba a vagabundear por puerto. Un día, después de beberse unas botellas de sidra con el capitán de un mercante, se enroló en un buque que hacía portes variados bajo bandera panameña. Allí pasó más de quince años recorriendo el mundo, al menos el costero, lo que le dio experiencia, serenidad y una razonable dosis de escepticismo.

Una mañana lluviosa de febrero Cirilo se había refugiado del orbayu en un pub del puerto de Aberdeen, en Escocia. El tiempo estaba desapacible, frío y húmedo, pero el ambiente del pub era acogedor, atopadizo, amistoso. Mientras tomaba una pinta de cerveza, oyó a dos clientes hablar en bable. Nada dijo, pero toda su infancia gijonesa le llegó a las mientes. Aquel mismo día decidió regresar a la villa.

Aunque traía ahorros, en Gijón siguió pescando marisco. Tenía buenos clientes, más o menos fijos, y entre ellos una pescadería del mercado central. Así conoció a Paquita, que le cayó bien de inmediato y le fue gustando a medida que la trataba, a pesar de que siempre olía a pescado por mucho que se lavase. Pero a Cirilo el olor a pescado fresco no le molestaba, con lo que pronto se hicieron novios y después se casaron. Como puede suponerse, en la boda abundaron el marisco y el buen pescado, todo muy fresco.

Después, con los años, lo de andar siempre metido en el agua se le hizo cuesta arriba, y empezó a verles el peligro a los percebes. Cuando un amigo le propuso empezar de camarero en una cafetería de su propiedad, Cirilo aceptó complacido. Tenía buen porte, maneras finas, honradez y la necesaria seriedad, sólo la necesaria, ni más ni menos. Allí sigue, razonablemente feliz. A veces Paquita le pide algún favor especial:

-Ciri, tengo un compromiso con un buen cliente, ¿no podrías sacar un par de kilos de percebes este fin de semana? La bajamar es a las once, no hará falta que madrugues…

Publicado en "La Nueva España" el 28 de Enero de 2008.

domingo, 13 de enero de 2008

Una cena moderna

El padre de Bonifacio Lampreave Carrasco era funcionario retirado, que vivía en la calle Ezcurdia de Gijón. Lo que más le gustaba era leer el periódico, jugar al mus y que ganara el Sporting. La madre se entretenía con las novelas y los concursos de la tele, con lo que no molestaba demasiado. El chico, quizá por la tranquilidad que reinaba en la casa, estudiaba bastante bien e iba sacando los cursos año por año.

Cuando le faltaba poco para terminar el Bachiller, sus padres tuvieron que pasar por el dentista para hacerse algunos arreglos de importancia. El presupuesto casi les hizo desistir, pero, como a ambos les gustaban los bocadillos, las chuletas y los picatostes, al final se decidieron por el apaño dental, a pesar de que la subsiguiente factura obligó al recorte de pequeños lujos durante varios meses.

Joder con los dentistas, decía el padre. Ahora entiendo eso de que vale más un diente que un diamante. Ya sabes, Boni, ahí tienes una profesión con futuro.

El chico escuchó el consejo y no lo echó en saco roto. Como entonces había que ser médico antes de poder hacerse dentista, Bonifacio se pasó seis cursos en Valladolid y luego otros dos en Madrid hasta conseguir el título.

La capital le gustó mucho. El cielo tan azul y el sol casi diario hacían que su carácter fuera más alegre y optimista. Para su propia sorpresa, se encontraba a veces hasta simpático y ocurrente, opinión bastante compartida entre sus compañeros de curso, con lo que hizo muchos amigos e incluso alguna amiga. Cuando terminó los estudios de dentista y proyectaba establecerse en Gijón, su padre se murió de repente. Eso lo entristeció mucho y le hizo reflexionar y darle vueltas a casi todo. Al final se volvió a Madrid, donde, como digo, tenía varios amigos y alguna amiga. Quizá por la sutil atracción de la gran ciudad, finalmente decidió abrir allí la consulta.

Una de sus mejores amistades era Pepito Zarzalejo, madrileño de nación, a quien Bonifacio ya conocía de los veranos gijoneses. Pepito estudiaba Económicas, pero con mucha desgana y sin ninguna vocación. Aun con todo, más por perseverancia que por conocimientos, iba sacando los cursos y terminó por ser licenciado en Económicas. Tonto no era, pero sí un poco apático. Bonifacio siempre lo tuvo por un buen amigo, aunque le daba la impresión de que tenía tendencias homosexuales, cosa que entonces no estaba muy bien vista.

El joven dentista se estableció en la calle de Orense, y su amigo economista se empleó en un Banco próximo, con lo que se veían con cierta frecuencia por las cafeterías y los restaurantes de la zona. Algún día quedaban para tomar una copa y reverdecían la antigua amistad, fundamentalmente veraniega, antigua y gijonesa.

Bonifacio se enrolló con Chelo, una enfermera que trabajaba en un hospital madrileño. Ella vivía con sus padres, pero pasaba días y noches en el apartamento del dentista. Eran jóvenes y se divertían, especialmente en la cama, aunque también les gustaba viajar juntos los fines de semana y conocer pueblos próximos. A veces consideraban la posibilidad de casarse, pero al final siempre terminaban diciendo que estaban muy bien como estaban.

Pepito se echó un amigo, un registrador de la propiedad adinerado. Hace poco, cuando la ley lo permitió, se casaron. Viven juntos, pero no han adoptado, al menos de momento.

Un viernes que Pepito y Boni se encontraron tomando el café del mediodía acordaron cenar juntos y con sus respectivas parejas. Cuando los cuatro se encontraron en el restaurante, Boni y Chelo se quedaron bastante sorprendidos, pero pronto se acostumbraron. Al final el registrador, aunque era serio y muy mirado, les cayó la mar de bien, y hasta quedaron en repetir otro día. Pepito estaba más simpático y ocurrente que de costumbre, y se le veía contento y animado. Entre los cuatro, quizá porque había tres varones, bebieron con la cena dos botellas de rioja, y aun se quedaron un poco cortos.

Publicado en "La Nueva España" el 13 de Enero de 2008.