sábado, 10 de marzo de 2012
Presentación del libro "El paso de cebra"
A mediados del siglo pasado, poco después de terminada la guerra civil española, un grupo de amigos estudiantes que viven en un Colegio Mayor de Madrid deciden hacer una Sociedad que –llegado el caso– les ayude a bien morir, según sus personales deseos.
La llaman “El paso de cebra” porque esperan que les proporcione facilidad para cruzar esa enigmática calzada, que todos hemos de pasar, que nos llevará de este mundo al otro, de la orilla de la vida a la del más allá de la muerte.
El alma de la Sociedad es un médico forense ya jubilado, que por azares de la vida vive con un joven estudiante en una ciudad del norte de España. El forense es el encargado de llevar a cabo las ayudas que puedan pedir los socios, que son estudiadas por él y por otro miembro, y respaldadas –en su caso– por un comité asesor.
A lo largo de la novela se exponen los casos peculiares de los socios que solicitan un buen morir; sus problemas, sus deseos y las vicisitudes de sus respectivas vidas, así como la curiosa relación que se va fraguando entre el viejo forense y el joven estudiante.
Puede leer el principio del libro pinchando aquí, y comprarlo pinchando aquí.
Muchas gracias.
domingo, 12 de febrero de 2012
Clarete
Quizá habría que partir de algunos hechos ciertos, o al menos admitidos por la mayoría de los entendidos:
1º.- Por el color, actualmente los vinos de mesa suelen dividirse en tintos, rosados y blancos.
2º.- El tinto es tinto porque fermenta con el hollejo, no por el color de las uvas de las que nace. El hollejo es el que tiene la mayor parte de los taninos, polifenoles, levaduras, etc.
3º.- El rosado y el blanco fermentan sin el hollejo; sólo el mosto o con muy poco hollejo.
¿Dónde queda pues el clarete? ¿Qué es en realidad este tipo de vino? La respuesta no es única, sino al menos doble y quizá por esta indefinición o doble significado se está perdiendo su uso, ya que su significado no es unívoco.
Etimológicamente el vocablo viene del francés “clairet” y se comenzó a aplicar hace unos cuatro o cinco siglos a algunos caldos de Burdeos ligeros, que salían con un color menos oscuro que la mayoría de los tintos de la zona. También eran más claros que los de Borgoña o los Beaujolais franceses, y que los Ribera o Toro españoles. Ese tipo de Burdeos, casi transparente, gustó mucho en Gran Bretaña (y después en Estados Unidos) donde se le llamó “claret”, probablemente a partir la palabra francesa “clairet” que los designaba. Su color se acerca al de la cereza en sazón, es decir que es algo más claro que el de la picota madura, que tira más al negro. El nombre se difundió y puede verse en las etiquetas de algunas botellas de Burdeos, especialmente en las que se exportaban y se exportan al Reino Unido y USA. También se lee en el marbete de algún Rioja, en donde el proceso fue parecido, y se llamaban y aún se llaman “claretes” a tintos menos subidos de color, pero que –como los Burdeos- fermentan con el hollejo, es decir que son tintos por su génesis.
Por otra parte, –y aquí nace el doble significado-, en Castilla, se llama “claro” al vino que en otros muchos lugares llaman rosado. Como quiera que “claro” y “clarete” parecen vocablos relacionados, no son pocos los que en Castilla y en otros pagos llaman “clarete” al rosado, es decir a un vino de color fresa joven o rosa poco subido, que fermenta sin el hollejo, es decir que es un rosado auténtico, tanto por su aspecto como por su génesis.
Y ahí está la dificultad, pues en tanto que en gran parte de Europa el “claret” es un tinto de bajo color (como en Francia y en Gran Bretaña), en muchas partes de España el clarete se identifica con el rosado.
Mi abuela doña Luz, -que era devota del Burdeos y del Rioja-, decía que a ella le gustaba el “clarete”, refiriéndose siempre al vino tinto ligero, de color cereza en sazón, que fermenta con el hollejo, tiene “bouquet”, gana en barrica, se afina en botella y se sirve “chambré”, o sea a la temperatura de la habitación en la que se bebe; es decir, como todos los tintos. A mí me gusta también el “clarete”, pero –al contrario que mi abuela- me refiero al “claro”, ese vino rosa pálido que fermenta sin el hollejo, apenas tiene “bouquet”, gana poco en barrica, casi no se afina en botella y se bebe joven y fresco, a siete u ocho grados más o menos. O sea el que ahora casi todos llaman “rosado”.
Quizá por esta ambivalencia en el significado, el vocablo se está perdiendo. De hecho, cuando pido vino clarete en el restaurante, casi siempre me preguntan ¿rosado, verdad? Yo digo que sí, que rosado, pero mi abuela, si viviera, se quedaría desconcertada.
1º.- Por el color, actualmente los vinos de mesa suelen dividirse en tintos, rosados y blancos.
2º.- El tinto es tinto porque fermenta con el hollejo, no por el color de las uvas de las que nace. El hollejo es el que tiene la mayor parte de los taninos, polifenoles, levaduras, etc.
3º.- El rosado y el blanco fermentan sin el hollejo; sólo el mosto o con muy poco hollejo.
¿Dónde queda pues el clarete? ¿Qué es en realidad este tipo de vino? La respuesta no es única, sino al menos doble y quizá por esta indefinición o doble significado se está perdiendo su uso, ya que su significado no es unívoco.
Etimológicamente el vocablo viene del francés “clairet” y se comenzó a aplicar hace unos cuatro o cinco siglos a algunos caldos de Burdeos ligeros, que salían con un color menos oscuro que la mayoría de los tintos de la zona. También eran más claros que los de Borgoña o los Beaujolais franceses, y que los Ribera o Toro españoles. Ese tipo de Burdeos, casi transparente, gustó mucho en Gran Bretaña (y después en Estados Unidos) donde se le llamó “claret”, probablemente a partir la palabra francesa “clairet” que los designaba. Su color se acerca al de la cereza en sazón, es decir que es algo más claro que el de la picota madura, que tira más al negro. El nombre se difundió y puede verse en las etiquetas de algunas botellas de Burdeos, especialmente en las que se exportaban y se exportan al Reino Unido y USA. También se lee en el marbete de algún Rioja, en donde el proceso fue parecido, y se llamaban y aún se llaman “claretes” a tintos menos subidos de color, pero que –como los Burdeos- fermentan con el hollejo, es decir que son tintos por su génesis.
Por otra parte, –y aquí nace el doble significado-, en Castilla, se llama “claro” al vino que en otros muchos lugares llaman rosado. Como quiera que “claro” y “clarete” parecen vocablos relacionados, no son pocos los que en Castilla y en otros pagos llaman “clarete” al rosado, es decir a un vino de color fresa joven o rosa poco subido, que fermenta sin el hollejo, es decir que es un rosado auténtico, tanto por su aspecto como por su génesis.
Y ahí está la dificultad, pues en tanto que en gran parte de Europa el “claret” es un tinto de bajo color (como en Francia y en Gran Bretaña), en muchas partes de España el clarete se identifica con el rosado.
Mi abuela doña Luz, -que era devota del Burdeos y del Rioja-, decía que a ella le gustaba el “clarete”, refiriéndose siempre al vino tinto ligero, de color cereza en sazón, que fermenta con el hollejo, tiene “bouquet”, gana en barrica, se afina en botella y se sirve “chambré”, o sea a la temperatura de la habitación en la que se bebe; es decir, como todos los tintos. A mí me gusta también el “clarete”, pero –al contrario que mi abuela- me refiero al “claro”, ese vino rosa pálido que fermenta sin el hollejo, apenas tiene “bouquet”, gana poco en barrica, casi no se afina en botella y se bebe joven y fresco, a siete u ocho grados más o menos. O sea el que ahora casi todos llaman “rosado”.
Quizá por esta ambivalencia en el significado, el vocablo se está perdiendo. De hecho, cuando pido vino clarete en el restaurante, casi siempre me preguntan ¿rosado, verdad? Yo digo que sí, que rosado, pero mi abuela, si viviera, se quedaría desconcertada.
Tertulia sidrera
Don Cándido de la Higuera ni era tan cándido como podría suponerse por su nombre, ni estaba en la higuera como cabría deducir de su apellido. Antes al contrario, el antiguo ingeniero de minas -ya jubilado- conservaba el juicio claro, la memoria entera y la mente despejada, por lo que en la tertulia sidrera a la que solía acudir, sus opiniones eran escuchadas con atención. Aquel día estaba glosando la muy usada frase de llamar a las cosas por su nombre:
- Digan lo que quieran los políticos a mí me parece que Cataluña nunca ha sido nación. Nunca en casi dos mil años de historia. Primero formó parte de la Hispania romana y después sucesivamente de la España visigoda, de la al-Andalus árabe, del reino de Aragón y de la España más o menos actual, excepto un tiempo corto, hace siglos, que perteneció a Francia, etapa de la que salieron bastante escaldados, por cierto. Nunca, que yo sepa, fue nación.
- A ver qué dice el Tribunal Constitucional, dijo D. Calixto.
- ¿Es eso un tribunal?, siguió don Cándido. Más me parece una partida de ineptos politizados. Ya sabéis que es un principio jurídico que a igual delito corresponde idéntica pena, y que según el artículo 14, creo que es, de la Constitución los españoles serán iguales ante la ley y no habrá discriminación alguna por raza, sexo, religión, etc. Bueno, pues por el mismo delito a los hombres nos castigan con mayor pena que a las mujeres, y lo curioso del caso es que el tal tribunal lo aprueba. Si uno de nosotros le da una bofetada a una mujer puede ir a la cárcel varios años, pero si es al contrario, la chica lo arregla con unos euros de multa ¿no es eso discriminación por sexo? ¿Es eso constitucional?
- Como el hombre tiene más fuerza…
- Entonces ya no somos iguales ante la ley. ¿Qué pasaría si ese sedicente tribunal dijera:”Como los hombres tienen más fuerza, deben tener más sueldo”? ¿Qué pasaría, eh? ¿Qué dirían las feministas?
Don Cándido se había embalado. Todos le escuchaban con interés y hasta “Pin el Repeinau”, escanciador habitual de la tertulia, había aparcado vaso y botella.
- ¿Y qué me dices de los Albertos? Si llamamos a las cosas por su nombre esos individuos son unos estafadores que ni siquiera han devuelto lo estafado a las pobres gentes. Bueno, pues va el Constitucional y los absuelve, y creo que el Supremo no anda lejos. Incluso he oído que ambos primos se han dado alguna vuelta en helicóptero por los cielos de Madrid con el mismísimo Rey, que parece que no escarmentó con lo de Mario Conde, a quien, si llamamos a las cosas por su nombre, debíamos llamar el ladrón de Mario Conde.
- Hombre, dijo don Calixto, todo eso es un poco fuerte ¿no te parece?
- Es como lo de las banderas, continuó don Cándido sin contestar a su contertulio. Tú te retrasas unas horas en pagar el IVA y te meten un cuerno. Si tomas una botellina de sidra al atardecer en la romería, vuelves a casa en coche y te hace soplar la guardia civil, te quedas allí tirado, te quitan el carné y te meten una multa que te abrasan. Si protestas te dirán eso de “dura lex sed lex”. Ahora bien, en Vascongadas varios alcaldes no ponen la bandera española en el balcón del Ayuntamiento, según dice la ley que es obligado, y no pasa nada. ¿Es eso discriminación o no? Muchos pensamos que al Tribunal Constitucional le mueve la política y la ambición, y que en Vascongadas se quiebra de continuo la autoridad del Gobierno, que traga carros y carretas con los revoltosos, mientras que a los cumplidores no nos deja pasar ni una.
Uno de los oyentes era don Plácido Agudo, quien, haciendo honor a nombre y apellido, sugirió con toda calma:
- Seguramente tragan porque quieren el apoyo de los nacionalistas vascos en las Cortes.
- Seguramente. Esos nacionalistas vascos son otros que juegan a dos cartas. Si llamáramos a las cosas por su nombre deberíamos decirles hipócritas fariseos, por más que les pese a distinguidos miembros del nacionalismo y del clero, como el prelado Setién y el sacerdote Arzallus. Encienden una vela a Dios y otra al diablo. Fingen apenarse cuando muere un guardia civil, pero alimentan en secreto a la serpiente y dificultan acabar con ella. Está muy claro que ellos no son claros.
En ese momento “El Repeinau” echó un culín que ofreció en primicia a don Cándido, quizá porque le parecía muy acertada su perorata, con lo que éste se vio obligado a interrumpirla. Justo entonces “Xuanón el Castañu”, el dueño de la sidrería que estaba detrás de la barra, estornudó tan fuerte que todos miramos para él con asombro. Después del potente estornudo, que casi nos asusta, no es extraño que la conversación eligiera otros caminos.
- Digan lo que quieran los políticos a mí me parece que Cataluña nunca ha sido nación. Nunca en casi dos mil años de historia. Primero formó parte de la Hispania romana y después sucesivamente de la España visigoda, de la al-Andalus árabe, del reino de Aragón y de la España más o menos actual, excepto un tiempo corto, hace siglos, que perteneció a Francia, etapa de la que salieron bastante escaldados, por cierto. Nunca, que yo sepa, fue nación.
- A ver qué dice el Tribunal Constitucional, dijo D. Calixto.
- ¿Es eso un tribunal?, siguió don Cándido. Más me parece una partida de ineptos politizados. Ya sabéis que es un principio jurídico que a igual delito corresponde idéntica pena, y que según el artículo 14, creo que es, de la Constitución los españoles serán iguales ante la ley y no habrá discriminación alguna por raza, sexo, religión, etc. Bueno, pues por el mismo delito a los hombres nos castigan con mayor pena que a las mujeres, y lo curioso del caso es que el tal tribunal lo aprueba. Si uno de nosotros le da una bofetada a una mujer puede ir a la cárcel varios años, pero si es al contrario, la chica lo arregla con unos euros de multa ¿no es eso discriminación por sexo? ¿Es eso constitucional?
- Como el hombre tiene más fuerza…
- Entonces ya no somos iguales ante la ley. ¿Qué pasaría si ese sedicente tribunal dijera:”Como los hombres tienen más fuerza, deben tener más sueldo”? ¿Qué pasaría, eh? ¿Qué dirían las feministas?
Don Cándido se había embalado. Todos le escuchaban con interés y hasta “Pin el Repeinau”, escanciador habitual de la tertulia, había aparcado vaso y botella.
- ¿Y qué me dices de los Albertos? Si llamamos a las cosas por su nombre esos individuos son unos estafadores que ni siquiera han devuelto lo estafado a las pobres gentes. Bueno, pues va el Constitucional y los absuelve, y creo que el Supremo no anda lejos. Incluso he oído que ambos primos se han dado alguna vuelta en helicóptero por los cielos de Madrid con el mismísimo Rey, que parece que no escarmentó con lo de Mario Conde, a quien, si llamamos a las cosas por su nombre, debíamos llamar el ladrón de Mario Conde.
- Hombre, dijo don Calixto, todo eso es un poco fuerte ¿no te parece?
- Es como lo de las banderas, continuó don Cándido sin contestar a su contertulio. Tú te retrasas unas horas en pagar el IVA y te meten un cuerno. Si tomas una botellina de sidra al atardecer en la romería, vuelves a casa en coche y te hace soplar la guardia civil, te quedas allí tirado, te quitan el carné y te meten una multa que te abrasan. Si protestas te dirán eso de “dura lex sed lex”. Ahora bien, en Vascongadas varios alcaldes no ponen la bandera española en el balcón del Ayuntamiento, según dice la ley que es obligado, y no pasa nada. ¿Es eso discriminación o no? Muchos pensamos que al Tribunal Constitucional le mueve la política y la ambición, y que en Vascongadas se quiebra de continuo la autoridad del Gobierno, que traga carros y carretas con los revoltosos, mientras que a los cumplidores no nos deja pasar ni una.
Uno de los oyentes era don Plácido Agudo, quien, haciendo honor a nombre y apellido, sugirió con toda calma:
- Seguramente tragan porque quieren el apoyo de los nacionalistas vascos en las Cortes.
- Seguramente. Esos nacionalistas vascos son otros que juegan a dos cartas. Si llamáramos a las cosas por su nombre deberíamos decirles hipócritas fariseos, por más que les pese a distinguidos miembros del nacionalismo y del clero, como el prelado Setién y el sacerdote Arzallus. Encienden una vela a Dios y otra al diablo. Fingen apenarse cuando muere un guardia civil, pero alimentan en secreto a la serpiente y dificultan acabar con ella. Está muy claro que ellos no son claros.
En ese momento “El Repeinau” echó un culín que ofreció en primicia a don Cándido, quizá porque le parecía muy acertada su perorata, con lo que éste se vio obligado a interrumpirla. Justo entonces “Xuanón el Castañu”, el dueño de la sidrería que estaba detrás de la barra, estornudó tan fuerte que todos miramos para él con asombro. Después del potente estornudo, que casi nos asusta, no es extraño que la conversación eligiera otros caminos.
En el centenario del nacimiento del Dr. Obrador.
Yo acababa de regresar de Suiza. Había terminado la carrera dos meses antes, y cuando tuve el resguardo del título en el bolsillo me fui a Basilea con una carta de recomendación para el neurocirujano de allí. Como no llevaba contrato de trabajo los suizos me largaron sin contemplaciones, a pesar de que era médico, joven y robusto; no como en España, que entra y se queda quien quiere. El caso es que volví a Oviedo algo desilusionado. Mi madre me dijo:
- Lo que tienes que hacer es ir a trabajar con Obrador en Madrid. Te recibirá bien pues era amigo de tu padre.
No contesté, pero el proyecto no me hacía gracia. Madrid me parecía una ciudad demasiado grande y complicada. De Obrador había oído que pasaba visita con veinte médicos detrás, y lógicamente suponía que yo haría el veintiuno; también se decía que tenía un mal genio insufrible. Sin embargo el tono de mi madre había sido claro y seguro. Era una mujer inteligente y conocía el ambiente médico, por lo que no eché el consejo en saco roto.
Recuerdo que acababan de inaugurar la cafetería San Remo, cercana a mi casa, y me fui allí a tomar algo y a pensar en el asunto. Antes miré el número de teléfono del domicilio de Obrador. También recuerdo perfectamente que le llamé desde la cafetería. Serían las nueve de la noche. Cogió él mismo el teléfono y ciertamente estuvo amable.
- No necesitas carta de presentación. Ven el sábado a La Paz y allí charlamos.
Allí empecé el mismo sábado a trabajar. Estuve cuatro años y aprendí la base de lo que fue la neurocirugía que ejercí durante más de cuarenta años.
Hace poco, el pasado día 16 de Noviembre del año pasado (2011), Sixto Obrador, si viviera, habría cumplido cien años. El ilustre médico nació en Santander y allí pasó sus primeros años. Fue el único hijo de Sixto Obrador, Jefe de Estación de esta ciudad del llamado ferrocarril de la Costa o del Cantábrico –que enlazaba con Bilbao-, y de Luisa Alcalde, ama de casa y excelente cocinera.
El padre era un hombre simpático y extravertido, muy conocido y querido en la ciudad, que tenía infinidad de amigos por los frecuentes favores que siempre estaba dispuesto a hacer a los viajeros. El hijo sólo heredó parte de ese carácter, pues tenía mal genio. En una ocasión, me dijo Severo Ochoa, su gran amigo, que Obrador era muy simpático. Yo le hice notar que tenía mucho genio y un “pronto” temible. Me dijo que sí, que tenía genio, pero que era simpático. No es que sea imposible ese binomio, pero probablemente sacaba el genio en el hospital y reservaba la simpatía para los amigos.
Estudió el bachiller en el que se consideraba mejor colegio de la ciudad, el Cántabro, trasladándose después a Madrid para cursar Medicina. Parece que su vocación fue clara, pues no tuvo dudas ni veleidades en la toma de esta decisión. Terminó la carrera en 1933, año en el que Hitler fue nombrado Canciller de Alemania y las mujeres españolas ejercitaban por primera vez su derecho de voto. Fue estudiante de aprobado y notable. No perdía curso pero tampoco destacaba por sus calificaciones.
Cuando terminó la carrera empezó su formación en Medicina y especialmente en las ciencias neurológicas. Tuvo a los mejores maestros: Jiménez Díaz en Medicina Interna; Rio-Hortega en neurohistología; Sir Charles Sherrington y Jonh Fulton en neurofisiología; Gonzalo R. Lafora en neurología; Wilson en cirugía experimental, y Föerster, Cairns, Dott, Dandy y otros en neurocirugía.
Después de la guerra estuvo ejerciendo en México cinco años. Volvió a España y organizó en Madrid varios servicios de neurocirugía. Primero el Instituto de Neurocirugía en un pequeño chalet que habilitó –con E. Ley y P. Urquiza- como clínica. Después los de la Clínica de la Concepción, Hospital de la Princesa (más tarde Gran Hospital de la B.G.E.), Instituto del Cáncer, Clínica del Trabajo, C.S. La Paz y finalmente el Ramón y Cajal.
Como acertadamente dice Castilla del Pino: “la llegada de Sixto Obrador a Madrid es decisiva. Sus relaciones con el mundo anglosajón, su ímpetu incontenible, su capacidad de trabajo poco común, al mismo tiempo que una trayectoria previa de neurofisiólogo y luego directamente de neurocirujano, la campaña de conferencias por todas las capitales de provincia para dar cuenta de las posibilidades de la cirugía específicamente cerebral, hacen que con él la Neurocirugía adquiera en España su identidad…”.
Nada hay que añadir. Obrador, en dos palabras fue el introductor de la Neurocirugía en España.
De su obra, baste decir que editó 16 libros, colaboró en otros 31, publicó 400 trabajos y formó a un centenar de neurocirujanos, no sólo españoles sino de once distintos países. Creo que hacia los años 60 y 70 probablemente era el médico español en activo más conocido y respetado fuera de España.
Respecto a su personalidad, difícil, poliédrica, contradictoria a veces, escribí en una ocasión: “Muchos de los que le conocieron le odiaron aunque le admirasen, no pocos le estimaron aunque le temiesen, la mayoría le respetaba, algunos le quisimos, todos le discutíamos y para nadie fue indiferente. Puede comprenderse que su personalidad fue poco común”.
El rasgo dominante de su carácter era la vehemencia, especialmente en lo referente a la Neurocirugía, que fue su gran pasión. También tuvo en la buena mesa, las competiciones deportivas, la belleza femenina y el coloquio amistoso, las pequeñas pasiones en que aquella se distendía y humanizaba.
Por mi parte puedo decir que Obrador fue uno de los maestros que tuve que más influyó en mi manera de ser médico y de entender la Medicina, y también de ser hombre y entender la vida.
- Lo que tienes que hacer es ir a trabajar con Obrador en Madrid. Te recibirá bien pues era amigo de tu padre.
No contesté, pero el proyecto no me hacía gracia. Madrid me parecía una ciudad demasiado grande y complicada. De Obrador había oído que pasaba visita con veinte médicos detrás, y lógicamente suponía que yo haría el veintiuno; también se decía que tenía un mal genio insufrible. Sin embargo el tono de mi madre había sido claro y seguro. Era una mujer inteligente y conocía el ambiente médico, por lo que no eché el consejo en saco roto.
Recuerdo que acababan de inaugurar la cafetería San Remo, cercana a mi casa, y me fui allí a tomar algo y a pensar en el asunto. Antes miré el número de teléfono del domicilio de Obrador. También recuerdo perfectamente que le llamé desde la cafetería. Serían las nueve de la noche. Cogió él mismo el teléfono y ciertamente estuvo amable.
- No necesitas carta de presentación. Ven el sábado a La Paz y allí charlamos.
Allí empecé el mismo sábado a trabajar. Estuve cuatro años y aprendí la base de lo que fue la neurocirugía que ejercí durante más de cuarenta años.
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Hace poco, el pasado día 16 de Noviembre del año pasado (2011), Sixto Obrador, si viviera, habría cumplido cien años. El ilustre médico nació en Santander y allí pasó sus primeros años. Fue el único hijo de Sixto Obrador, Jefe de Estación de esta ciudad del llamado ferrocarril de la Costa o del Cantábrico –que enlazaba con Bilbao-, y de Luisa Alcalde, ama de casa y excelente cocinera.
El padre era un hombre simpático y extravertido, muy conocido y querido en la ciudad, que tenía infinidad de amigos por los frecuentes favores que siempre estaba dispuesto a hacer a los viajeros. El hijo sólo heredó parte de ese carácter, pues tenía mal genio. En una ocasión, me dijo Severo Ochoa, su gran amigo, que Obrador era muy simpático. Yo le hice notar que tenía mucho genio y un “pronto” temible. Me dijo que sí, que tenía genio, pero que era simpático. No es que sea imposible ese binomio, pero probablemente sacaba el genio en el hospital y reservaba la simpatía para los amigos.
Estudió el bachiller en el que se consideraba mejor colegio de la ciudad, el Cántabro, trasladándose después a Madrid para cursar Medicina. Parece que su vocación fue clara, pues no tuvo dudas ni veleidades en la toma de esta decisión. Terminó la carrera en 1933, año en el que Hitler fue nombrado Canciller de Alemania y las mujeres españolas ejercitaban por primera vez su derecho de voto. Fue estudiante de aprobado y notable. No perdía curso pero tampoco destacaba por sus calificaciones.
Cuando terminó la carrera empezó su formación en Medicina y especialmente en las ciencias neurológicas. Tuvo a los mejores maestros: Jiménez Díaz en Medicina Interna; Rio-Hortega en neurohistología; Sir Charles Sherrington y Jonh Fulton en neurofisiología; Gonzalo R. Lafora en neurología; Wilson en cirugía experimental, y Föerster, Cairns, Dott, Dandy y otros en neurocirugía.
Después de la guerra estuvo ejerciendo en México cinco años. Volvió a España y organizó en Madrid varios servicios de neurocirugía. Primero el Instituto de Neurocirugía en un pequeño chalet que habilitó –con E. Ley y P. Urquiza- como clínica. Después los de la Clínica de la Concepción, Hospital de la Princesa (más tarde Gran Hospital de la B.G.E.), Instituto del Cáncer, Clínica del Trabajo, C.S. La Paz y finalmente el Ramón y Cajal.
Como acertadamente dice Castilla del Pino: “la llegada de Sixto Obrador a Madrid es decisiva. Sus relaciones con el mundo anglosajón, su ímpetu incontenible, su capacidad de trabajo poco común, al mismo tiempo que una trayectoria previa de neurofisiólogo y luego directamente de neurocirujano, la campaña de conferencias por todas las capitales de provincia para dar cuenta de las posibilidades de la cirugía específicamente cerebral, hacen que con él la Neurocirugía adquiera en España su identidad…”.
Nada hay que añadir. Obrador, en dos palabras fue el introductor de la Neurocirugía en España.
De su obra, baste decir que editó 16 libros, colaboró en otros 31, publicó 400 trabajos y formó a un centenar de neurocirujanos, no sólo españoles sino de once distintos países. Creo que hacia los años 60 y 70 probablemente era el médico español en activo más conocido y respetado fuera de España.
Respecto a su personalidad, difícil, poliédrica, contradictoria a veces, escribí en una ocasión: “Muchos de los que le conocieron le odiaron aunque le admirasen, no pocos le estimaron aunque le temiesen, la mayoría le respetaba, algunos le quisimos, todos le discutíamos y para nadie fue indiferente. Puede comprenderse que su personalidad fue poco común”.
El rasgo dominante de su carácter era la vehemencia, especialmente en lo referente a la Neurocirugía, que fue su gran pasión. También tuvo en la buena mesa, las competiciones deportivas, la belleza femenina y el coloquio amistoso, las pequeñas pasiones en que aquella se distendía y humanizaba.
Por mi parte puedo decir que Obrador fue uno de los maestros que tuve que más influyó en mi manera de ser médico y de entender la Medicina, y también de ser hombre y entender la vida.
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