Eso de la asistencia psiquiátrica pasa por fases, como tantas otras cosas. En unas se tiende a encerrar a los lunáticos, y en otras a dejarles que hagan lo que les plazca. Va por épocas y por gobiernos.
Los que se llaman progresistas tienden a pensar que no se debe encerrar a nadie, que lo de internar en manicomios es una antigualla que puede prestarse a abusos y a incapacitaciones dolosas e indebidas. En consecuencia, abogan por cerrar los psiquiátricos y reconvertirlos para otros fines.
Los de tendencia conservadora buscan la seguridad del público en general, y son partidarios del control hospitalario de los enfermos mentales, y si llega el caso, de internarlos por una temporada. Claro está que para el control hospitalario y para ingresarlos algún tiempo se precisa un hospital psiquiátrico.
Hace ya años algunos psiquiatras italianos, seguidos de no pocos españoles, llegaron a decir que la culpa de la existencia de las enfermedades psiquiátricas la tenía la sociedad, que era «alienante». Curiosamente esa actitud se consideró (a sí misma y por sus secuaces) «progresista», y los gobiernos del mismo signo, o sea, los sedicentes progresistas, empezaron a desmantelar los manicomios oficiales y, por tanto, la asistencia psiquiátrica hospitalaria, dejando a los orates en la calle, desprotegidos ellos y desprotegida la sociedad de los posibles desmanes de los alienados.
Esto es muy curioso, pues los progresos científicos van todos en la dirección contraria: las enfermedades mentales tienen, en su inmensa mayoría, una causa orgánica: sea un trastorno del metabolismo cerebral, sea un virus neurotropo, sea una degeneración celular o tisular, etcétera, y muy especialmente la esquizofrenia, que es la causante de la mayoría de los desaguisados cometidos por dementes. Lo que ocurre es que no siempre conocemos la etiología exacta, pero sí sabemos de su organicidad.
Parece, por tanto, lógico pensar que lo moderno, lo actual, lo «progresista», es considerar al enfermo psiquiátrico como a otro cualquiera -dada la indudable organicidad de su mal-, y, en cambio lo antiguo, lo trasnochado, lo «reaccionario», es buscar «culpas» de la enfermedad. Atribuir la esquizofrenia a la presión de la sociedad «alienante» se parece mucho a atribuirla al castigo por el pecado o a la actividad del demonio, y en el terreno científico resulta hoy día una actitud enormemente «reaccionaria», además de profundamente ignorante.
Si las enfermedades psíquicas son, en su mayoría, exactamente iguales que las demás en lo que a sus causas se refiere, cerrar los hospitales psiquiátricos equivale a eliminar los hospitales generales, o al menos una parte de ellos.
Sabemos que extensas áreas del cerebro expresan su enfermar con síntomas psiquiátricos. Suprimir la asistencia a esos pacientes sería como eliminar los servicios de digestivo o de ginecología de un hospital general.
Eso es lo que se ha hecho en España. Se han desmantelado los hospitales psiquiátricos estatales y no se ha creado una red de asistencia psiquiátrica hospitalaria que los sustituya. Bien sé que en algunos casos, hace muchos años, ciertos manicomios no eran sino «almacenes de razones perdidas», pero a lo que eso obliga es a mejorarlos, no a eliminarlos.
El control hospitalario, en cualquier enfermedad, es más profundo y eficaz que el control ambulatorio del dispensario, pues permite los ingresos en las fases agudas, tan frecuentes en las enfermedades psiquiátricas, como ocurre con los brotes en la esquizofrenia o las fases extremas de la psicosis maniaco-depresiva, por ejemplo.
Los tristes resultados de esta moderna actitud «reaccionaria» disfrazada de progresista los tenemos desgraciadamente a la vista. Recientemente ha habido varios casos de esquizofrénicos descontrolados que han provocado no pocas desgracias. ¿Hubieran podido evitarse algunas?
Publicado en "La Nueva España" el 20 de Abril de 2008.
domingo, 20 de abril de 2008
viernes, 18 de abril de 2008
Deportistas pasivos
Cada día hay más y cada vez más variados. Ahora, en primavera y verano, los ciclistas empiezan a alcanzar a futbolistas y baloncestistas, llegando incluso a igualarlos y sobrepasarlos. Ha aumentado exponencialmente el número de los pilotos de Fórmula 1, y siguen creciendo los golfistas.
El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.
El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.
Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.
Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.
Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.
En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»
Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.
Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».
La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.
Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.
El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.
El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.
Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.
Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.
Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.
En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»
Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.
Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».
La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.
Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.
jueves, 3 de abril de 2008
Marcelo el sereno
Eso de los serenos es otra de las buenas cosas peculiares de España que, por igualarnos con el extranjero, nos fueron quitando nuestras autoridades, que suelen ser muy esnob, además de incompetentes e ignorantes, por lo general.
Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.
Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.
Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:
-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?
-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…
-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?
-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.
-¿Pero hay coches abiertos?
-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.
-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.
-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.
A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.
Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.
Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.
Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.
Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:
-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?
-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…
-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?
-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.
-¿Pero hay coches abiertos?
-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.
-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.
-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.
A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.
Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)