sábado, 24 de julio de 2010
Nota necrológica sobre José Mª Martínez Cachero
Cachero, Josefina y yo
Me refiero a José Mª Martínez Cachero, hombre singular, recientemente fallecido, y a su esposa, Josefina Rojo, que murió hace pocos años.
José María, para muchas personas, era un hombre hermético, en cuya intimidad era difícil o imposible entrar. Por eso quisiera desgranar una serie de anécdotas y sucedidos que tal vez nos permitan conocerle algo mejor, paradójicamente, ahora que ya no está con nosotros.
El primer recuerdo lo ubico en el Oviedo de los primeros cincuenta. Cachero es un joven muy próximo a la treintena que lleva varios años de novio con mi tía Josefina, la dueña de la librería "Gráficas Summa" y una de las mujeres más inteligentes que he conocido. Él da clase de Literatura en el colegio de los maristas, el Auseva, en la calle de Santa Susana. Según creo captar a mis siete u ocho años, el noviazgo va despacio, como era entonces frecuente. Un día invitaron a José María a comer a mi casa y le presenté a mi perro, llamado "Dionisio". El recién llegado estuvo muy afable con Dionisio y conmigo, por lo que me cayó muy bien. Meses después comentaban en casa que era calvo, pero estudioso, inteligente, muy culto y erudito.
- ¿Qué es erudito?, - pregunté.
- Pues que sabe mucho de muchas cosas.
- Seguramente por eso es calvo.
- ¿Qué tiene que ver?
- Pues porque la sangre que sube del corazón se queda toda en el cerebro y no llega nada a las raíces del pelo, que se mueren por falta de alimento.
La hipótesis, aunque expresada con toda seriedad y rigor, no pareció convencer a nadie. Me explicaron que eso era poco probable. Más tarde se la contaron al interesado, que la recibió con una franca sonrisa.
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Poco después, o quizá por la misma época, hubo una especie de cisma en la familia de su novia, -que era la propietaria de la imprenta "Gráficas Summa"-, a cuenta de la propuesta de Cachero de editar los "Cuentos" de Clarín. Era sólo una sugerencia, pues no era entonces fácil hacer una edición por cuenta propia y menos de Clarín. Su novia sabía que empleando tiempos muertos de la imprenta y papel sobrante y de mediana calidad, el coste podría ser mínimo. Hicieron pues la propuesta, pero las opiniones en la familia fueron dispares, ya que Clarín era entonces un autor casi proscrito, mal visto por las autoridades del momento, poco menos que uno de sus enemigos. Puedo decir a este respecto que en el libro de Historia de la Literatura Española que estudié en sexto de Bachiller, no se mencionaba a Leopoldo Alas ni a la Regenta.
Por otra parte, se daba la circunstancia de que el padre de Josefina, el dueño de la imprenta y responsable de la posible impresión, había estado preso con los nacionales dos o tres años durante la guerra e inmediata posguerra. Un encontronazo con la censura podría ser arriesgado para el impresor.
Entonces las opiniones se dividieron; los más reacios argumentaban que ese libro sólo traería problemas (era obvio que no iba a dar ganancias), que Gráficas Summa era sólo una imprenta, no una editorial, y que por tanto no podía editar, y -para colmo- que nos iba a enemistar con las autoridades y con la censura, lo que no interesa a ninguna imprenta. Los más favorables, especialmente Cachero y Josefina, argumentaban que Clarín era un gran escritor y que había que correr el riesgo de rehabilitarlo. El país no debía olvidar a uno de sus hijos más preclaros. Al final triunfaron estas tesis; la familia se portó valientemente y se publicaron los cuentos, que fueron -según creo- la primera publicación de una obra de Clarín después de la guerra.
Para valorar el gesto, conviene recordar que la estatua de Leopoldo Alas en el Campo de San Francisco llevaba años y años derribada y retirada, y que sólo lustros después se rehabilitó. Igualmente, aunque de esto no tengo certeza, que su hijo, rector de la Universidad de Oviedo, había sido fusilado por el bando vencedor durante la guerra.
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El siguiente recuerdo data de cuatro o cinco años más tarde. Se acababa de morir mi padre y una tarde de invierno José María y Josefina, aún novios, me propusieron dar un paseo con ellos. Acepté, pues me encontraba a gusto con ambos. Me preguntaron que dónde podríamos ir, y contesté que al cementerio. La respuesta pareció desconcertarles, pero enseguida mi tía dijo: "Bien, bien, es un buen paseo; la bajada es muy bonita, se ve toda la ciudad, la catedral, el Naranco..."
El día era desapacible; cuando bajábamos apareció un viento helador y un molesto "orbayu". En la cuesta de San Esteban de las Cruces vimos el anuncio de un chigre: "Casa Pachu el Juez". Entramos para reponernos, más por librarnos del frío y de la lluvia durante unos minutos que por ganas de beber algo. Se acercó un señor, -supongo que Pachu el Juez- y preguntó qué íbamos a tomar. Josefina miró a su alrededor y vio que los escasos parroquianos -quizá por lo crudo del clima- tomaban todos coñac. Preguntó a su novio:
- ¿Pedimos también coñac?
- Como quieras, pero quizá nos siente mal; no estamos acostumbrados...
Pero mi tía era muy amante del pueblo llano, de las que piensan que la cerámica puede ser -en ocasiones- más bella que la porcelana, y dijo:
- Donde quiera que fueres haz lo que vieres, - y acto seguido pidió a Pachu dos copas de coñac.
Minutos después llegábamos a San Lázaro. Los novios comentaban -de absoluto acuerdo- lo bien que les había sentado el licor que -efectivamente- parecía haberlos animado casi hasta la euforia. Ya no les molestaba el frío ni la lluvia. Iban encantados.
Años más tarde, ya casados, estaban en Madrid en las oposiciones a cátedra. José María se lo jugaba todo. Pasar de ser profesor de un colegio privado a catedrático. Eso significaba multiplicar el sueldo, la categoría, la estima de las gentes, etc. Entonces había que superar seis exámenes antes de las votaciones y él ya había pasado tres o cuatro. Pero, inopinadamente, antes de entrar al siguiente, le dijo a su mujer que se retiraba, que no podía soportar aquella inhumana tensión.
- Hasta aquí hemos llegado, Josefina. No puedo más. Lo siento pero no puedo. Es superior a mis fuerzas. Estoy agotado.
- José María, llevas, llevamos, años y años preparando estos ejercicios. Sabes más que nadie. Simplemente entra y si no te gusta el texto que os den, te retiras, pero entra, por favor.
- No puedo; me encantaría complacerte pero es imposible. Esto me sobrepasa.
- Sabes lo que hemos esperado este momento...
- Sí, claro que lo sé, pero no puedo...
Josefina, como ya he dicho, era lista y debió de acordarse del episodio de casa Pachu el Juez, por lo que dijo:
- Bueno, como quieras. Vamos a esa cafetería a tomar algo.
Nada más acercarse al mostrador, dijo enérgica:
- Dos copas de coñac.
Al cabo de un rato, insistió:
- Preséntate, José María; sólo por ver el texto que os ponen. ¿No tienes curiosidad? Imagínate que es de La Regenta...
- Bueno, bueno, si quieres entro, pero sólo a verlo ¿eh? Saldré en unos minutos, espérame por aquí.
El texto no fue de la Regenta sino del Quijote. Cachero escribió un comentario de textos brillante y al entregar el ejercicio, venciendo su natural y profunda timidez, se atrevió a decirle al tribunal:
- Debe de haber un error en el texto que nos han dado, quizá un cambio de palabras al mecanografiarlo; Cervantes nunca hubiera escrito el segundo párrafo tal como figura en la hoja de examen...
El tribunal comparó el referido texto con la novela original y Cachero tenía razón. Eso le animó a seguir y a ganar, finalmente, la oposición.
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Retrocedamos de nuevo a los años cincuenta. En aquella época yo iba algunas tardes a la librería de Josefina, "Gráficas Summa", a hacer recados y a leer los libros que los novios me aconsejaban. Después de cerrar, a las siete, empezaban a llegar contertulios. Recuerdo a Gamallo Fierros, a Villa Pastur, a Cela con motivo de una estancia en Oviedo y a otros. Cachero venía un poco más tarde. Después, ya pasadas las nueve, se acababa la tertulia y Josefina desempaquetaba los libros que llegaban por correo enviados por las distintas editoriales. José María ayudaba a quitar los gruesos cartones que protegían los libros. En una ocasión dijo:
- Josefina, aquí hay un error. En el cartón figura "Obras completas de Santa Teresa de Jesús" y dentro vienen ejemplares de "El laberinto español" de Gerald Brenan.
- No, no es error. Lo hacemos así porque ese libro está prohibido en España, pero me lo han encargado algunos clientes y quiero servírselo. Lo hago con frecuencia. Ya sabes que tengo amigos en editoriales francesas y argentinas... Si abres el que dice "Subida al monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, encontrarás la Historia de la Guerra Civil Española de Hugh Thomas... Así hay varios...
José María se quedó estupefacto, pero nada dijo. En el fondo creo que admiraba la valentía de su entonces novia.
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Después estuve muchos años fuera de Oviedo y apenas nos veíamos. Pero un día el matrimonio tuvo necesidad de ir a las Lagunas de Ruidera, donde les estaban construyendo una pequeña casa de campo a la vera del agua. Había que entregar fondos al constructor y ver lo que había hecho. Desde Oviedo el viaje es bastante largo. A él no le gustaba conducir y su miopía le dificultaba hacerlo. A su mujer le ocurría lo mismo y además tenía que atender la librería. Era por Semana Santa y yo tenía unos días de vacaciones. También tenía fama, entre la familia, de conductor prudente y templado. Quizá por eso me pidieron que llevase a Cachero, acompañado de su hija María, que tendría diez o doce años, a Ruidera. Debo decir que nunca vi un padre más solícito, más amable, más dispuesto a enseñar a una hija sus muchos y profundos saberes. Yo, naturalmente, me beneficiaba de ello. Cada pueblo de la Mancha, cada palabra desconocida, cada paisaje singular, era motivo para una explicación sabia, un comentario ameno, una observación erudita... Inolvidable
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José María no era amigo de pedir favores. Sin duda detestaba molestar y prefería privarse de algo o pasar algún apurillo antes de importunar a alguien, aunque ese alguien fuera de toda confianza. Sólo recuerdo una ocasión en la que me pidió que hiciera algo para él (lo del ir a Ruidera me lo había pedido Josefina).
Buscaba información para un libro que tenía "in mente" sobre la literatura en los años de guerra, creo recordar. En nuestra conversación surgió la figura de Ramón Serrano Súñer, hombre muy culto que sabía mucho sobre los entresijos de la guerra, por haber sido ministro de asuntos exteriores de Franco aquellos años bélicos. Ambos sabíamos que el "cuñadísimo" vivía en Madrid, pero que estaba apartado de toda actividad política y social, y no concedía entrevistas, o bien con cuentagotas y a según qué medios. Cuando dijo que sería interesantísimo poder hablar con él de aquella época, para confirmar o descartar algunos datos dudosos, le dije:
- Quizá podría conseguirte una entrevista.
Cachero no ocultó su ilusión; se le iluminó la mirada y me dijo:
- Te lo agradecería infinito.
A través de un amigo común y para mi propia sorpresa, don Ramón accedió a charlar largo y tendido con Cachero. Es superfluo decir que no hablaron ni una palabra de política, sino sólo de historia, literatura y anécdotas relacionadas. José María volvió encantado, tanto de la entrevista como de la lucidez de Serrano, ya octogenario, y sobre todo por haber obtenido información exacta y de primera mano, ya que su meticulosidad en la recogida de datos era infinita.
Para reforzar la imagen antes esbozada de padre amantísimo, debo decir que Cachero fue acompañado de su entonces jovencísima hija María, para no privarla de conocer en persona a un protagonista de la historia y también -aunque en menor medida- de la literatura de la época.
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José María tuvo dos grandes amores: su familia y su trabajo. La primera estaba formada, fundamentalmente por su mujer, Josefina Rojo, -de quien ya he dicho que era una de las personas más inteligentes e ilustradas que he conocido-, y por sus hijos, José y María, a los que pronto se añadió su nuera Isabel, que le dio dos robustos nietos.
José María sencillamente adoraba a su familia. Esto puede sonar extraño referido a un hombre serio, tímido, con frecuencia encerrado en sí mismo o en su despacho -lo que viene a ser parecido-, poco expresivo, de apariencia hermética, introvertido... Pero sé lo que digo; sencillamente los adoraba, aunque no lo expresara como la mayoría de las personas por la sencilla razón de que José María no era como la mayoría de las personas.
Respecto al trabajo, era un investigador concienzudo, serio, capaz y muy meticuloso. Leía a diario La Nueva España y el ABC tan minuciosamente que no se le escapaba ni un suelto de tres líneas por escondido que estuviera. Estudiaba los suplementos literarios de varios periódicos y -por supuesto- libros y revistas de literatura y crítica literaria. Después de la lectura, con toda aplicación, recortaba los artículos o noticias que pudieran interesarle y hacía extractos y fichas de libros y trabajos para agregarlos a su inmenso fichero, que guardaba en su propia alcoba. Tenía tantísimas fichas y era tan mirado y esmerado para con ellas, que algunos de sus amigos - Andrés Amorós, Víctor García de la Concha- en vez de José María Martínez Cachero le llamaban cariñosamente José María Martínez Fichero.
Sus aficiones fueron sencillas: leer, pasear y conversar. Disfrutaba mucho en las tertulias, que se fueron acabando con el correr de los años. También en Salinas, en su bonito piso sobre el mar, donde trabajaba por el verano. A pesar de ser más bien lacónico y poco expresivo, era muy afectivo, aunque le costaba demostrarlo; creo que pensaba que los sentimientos deben ser íntimos y que es preferible guardarlos a exhibirlos. Tuvimos amigos comunes, médicos casi todos, por los que sentía respeto y admiración. Quería y admiraba mucho a José Luis Mediavilla, quien -con todo éxito- le sacó de varios apuros que amenazaron su salud. Le consideraba, además, con toda justicia, un gran escritor.
Habría que glosar su dedicación única y exclusiva a la Universidad de Oviedo, a la que amó profundamente; su recuperación de "Clarín" como escritor, sus estudios sobre La Regenta, su inmensa erudición literaria, etc. Materia hay para más profundos biógrafos.
Quizá la mejor definición de José María la dio su querida esposa en tres palabras: un hombre íntegro y un sabio.
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