Se acerca julio y la perspectiva de las vacaciones ya planea sobre nuestra casa. Adela me dijo ayer que tenía que comprarme unos pantalones de verano y otro traje de baño. Insinuó que estaba algo más gordo. Eso significa ir de compras, probarse una prenda y después otra y otra. Mi mujer es, además, meticulosa para esto de los trapos, y mira y remira, vuelve y revuelve, y no se cansa jamás. Cuando me pruebo algo, me inspecciona con ojo crítico de cerca y de lejos, a babor y a estribor, a proa y a popa. Parece que está hecha para eso.
-Ése te queda bien, pero el color no le va a la camisa ni a las playeras nuevas.
Qué me importará a mí si le va o no le va, me pregunto en silencio. Después llegará un dependiente, con el que no he cruzado una palabra en mi vida, y con la mayor confianza y la máxima soltura -sin ni siquiera mirarme- meterá sus dedos en el espacio virtual que hay entre el pantalón que me estoy probando y la camisa que cubre mi cintura y dirá con aire profesoral:
-Un poco grande. Quizá una talla menos.
Mi mujer contestará que no, que los prefiero grandes, aunque yo no haya abierto la boca. El dependiente volverá a considerarme un ser inanimado cuando, con una ligera presión de sus dedos, convierte el espacio virtual en real y hace ver de nuevo la holgura entre la cintura del pantalón y la mía propia, mientras menea la cabeza y arquea las cejas. Naturalmente, yo sigo sin existir. Soy, a lo más, un maniquí, un sujeto pasivo, como dicen en Hacienda, lo que me despierta una vaga sensación de que estoy sólo para pagar.
Regresamos a casa. Yo, agotado, me dejo caer en el sofá, casi jadeando. Por extraño que pueda parecer, a algunas mujeres, como Adela, salir de compras les da fuerza. Llegan con más energía de la que tenían al salir. Esta vez, sin embargo, hubiera sido mejor no haberla tenido. Adelita, nuestra hija mayor, 17 años, a punto de terminar en el Instituto el curso y el Bachillerato, ha dicho taxativamente que ella no viene de vacaciones. Que no se mueve de la ciudad. Su madre se ha puesto a mayores, y el poco oxígeno que quedaba en el enrarecido ambiente se gastó en discutir con vehemencia. Mientras madre e hija se acaloraban, yo me quedé pensativo. Nunca hasta ese momento había considerado esa posibilidad, quizá porque Adela y los dos pequeños adoran las vacaciones, la playa, el mar, las excursiones, el «dolce far niente»,... Se pasan el año esperando esos días y parece que lo disfrutan mucho.
Aunque sé que no lo haré, sigo pensando en ello: «Quedarse en la ciudad. Sería maravilloso. Podría seguir viéndote casi a diario, en la oficina, a ratos perdidos. Perdidos pero muy buscados y rara vez encontrados. Sentirte cerca, rozar levemente tus manos cuando me das un documento y me miras a los ojos. Recibir esas miradas que me dan la vida y me hacen enloquecer, pero que nunca me dejan tranquilo, ni siquiera cuando después nos sonreímos. Porque siempre querría más. Como cuando el azar hizo que -al fin de la pequeña fiesta de la oficina- quedáramos los últimos y bajásemos solos en el ascensor, y yo lo paré en medio del trayecto y sin decir palabra nos besamos suave pero apasionadamente, en un minuto eterno, pero con principio y con fin.
Esa esperanza de verte a diario, de oír tu voz, de que tú me veas y me escuches, es lo que me hace vivir y trabajar y seguir adelante. Pero ahora, al menos durante un mes, perderé esa dulce esperanza y también la más vehemente de encontrarte a solas un minuto, como en el ascensor. Así que estaré todo este tiempo desesperado.
Pasaré unas semanas en la playa, con mis hijos, a los que también adoro. Jugaré con la arena, con las olas y con lo que ellos quieran. Haré lo imposible para que se diviertan. Fingiré una razonable felicidad. Para ser un poco más auténtico, me acordaré de tus miradas, de tus manos, de tu sonrisa, del ascensor.
Trataré de llamarte en algún momento de soledad, forzosamente breve. Oír tu voz, aunque sea unos instantes, será tan bello como recuperar la salud perdida. Quizá me consuele pensar lo que decía algún poeta romántico, que el amor más acendrado y verdadero es el imposible.».
Unos gritos femeninos me sacaron de mi meditación. Adela discute ya abiertamente y a voces con nuestra hija:
-Tú no puedes quedarte aquí sola. No sabes cocinar, ni limpiar, ni siquiera poner la lavadora, y, además, una chica a tu edad no debe estar sola. Así que te vienes con nosotros, te guste o no. ¿Se puede saber por qué no quieres venir? Siempre te había gustado salir de vacaciones. ¿Es algún chico?
-Sí, es un chico, ¿qué pasa?, contestó, agresiva, Adelita.
-Pues pasa que vienes con todos nosotros, como siempre, y no se hable más del asunto. ¡Habrase visto, esta mocosa!
-Pues no voy, te guste o no. Antes me mato. Me tiro por la ventana o me ahorco. No sería la primera.
Pensé que entonces Adela recurriría a mi supuesta autoridad paterna para reforzar la suya, pero providencialmente sonó el teléfono y era para ella. Aproveché la ocasión para escabullirme. Le dije al pequeño, de 11 años:
-Gelín, ¿me acompañas a sacar al perro?
-Sí, papá.
Me llevo bien con Gelín, que también tiene toda la confianza de su hermana mayor. Cuando el perro se hubo aliviado, invité al chico a una Coca Cola.
-¿Qué diablos le pasa a tu hermana, Gelín? ¿De verdad anda con un chico?
-Están casi todo el día juntos, y cuando no pueden salir hablan por teléfono durante horas.
Yo palidecí de envidia, pero Gelín siguió muy serio:
-Dice que está muy enamorada.
De repente, sin saber por qué, empecé a preocuparme seriamente por la amenaza que acababa de lanzarle a su madre, pero que iba para todos. La imagen de Adelita estrellada en el suelo, cual otra Melibea, o colgando de la lámpara con un cinturón al cuello y la lengua fuera eran imágenes que no podía resistir. Las rechazaba de plano, pero volvían, recalcitrantes. «Los adolescentes son imprevisibles. Cualquiera sabe.». Me entró un pánico irracional e irreprimible.
-Termina la Coca Cola, Gelín, que volvemos.
Entré en casa sobrecogido, agarrotado, temeroso. Adela refunfuñaba. Yo estaba en ascuas.
-¿Dónde está Adelita?
-Se ha encerrado en su cuarto. Tienes que hablar con ella seriamente. Tienes que hacerla entrar en razón. Ya has oído lo que pretende.
Yo, la verdad, casi no escuchaba, aterrado como estaba por lo que pudiera estar sucediendo en el cuarto de mi hija. Quería llamar a la puerta, pero no me atrevía. Tenía un miedo atroz a que no hubiera respuesta. El temor me atenazaba.
-Gelín, llama a la puerta de tu hermana, haz el favor.
-¿Quién coño es?
Por una vez, el taco en boca de una jovencita no me molestó demasiado. Respiré tranquilo. La paz de saberla viva me hizo regresar a mis pensamientos normales y preguntarme una vez más por qué hablarán tan mal ahora las chicas. Ni a mi propia hija puedo educar en contra de la corriente.
Adelita había abierto la puerta a su hermano menor y le estaba diciendo con energía y decisión:
-No voy y no voy. Se pongan como se pongan. No pienso dejar a Ricardo un mes para estar con estos carrozas. ¿Qué coño sabrán ellos lo que es el amor?
Publicado en "La Nueva España" el 24 de Junio de 2007.
domingo, 24 de junio de 2007
sábado, 16 de junio de 2007
El Oeste en el Norte
Resulta incomprensible para muchos españoles que hemos querido y admirado el País Vasco lo que está sucediendo allí en los últimos tiempos. Aparentemente, el problema parece ser que una parte de la población vasca -no sabemos exactamente si minoritaria o no- desea la independencia y la anexión de parte de Navarra, mientras que la gran mayoría de los españoles, incluidos muchos vascos, no acepta esa posibilidad, que tampoco contempla la Constitución.
Éste puede ser uno de los problemas, pero no es el más importante. El verdaderamente trascendente, el fundamental y dramático, es que los medios que los separatistas vascos utilizan para convencer a los españoles de sus ideas son, sencillamente, execrables. Podemos discutir acerca de la independencia del País Vasco, de Navarra, de la autodeterminación y de otros muchos asuntos. Pueden hacerse consultas populares o no hacerse, pero lo que jamás nadie podrá admitir es que los medios para lograr un fin sean el asesinato, el chantaje, la extorsión y el terrorismo. Eso, simplemente, no sólo es inadmisible, sino vitando, odioso, execrable. Parece increíble que parte de un pueblo haya adoptado métodos tan mafiosos y gansteriles, y que lo haga frente a gentes que a lo largo de la historia han demostrado que no toleran la imposición de ideas ni de conductas, y menos si vienen de mafiosos canallas.
De ahí la sorpresa que -para muchos- constituye la política que se viene llevando a cabo en el País Vasco. ¿Se admiten como argumentos de diálogo el matar o el no-matar? ¿Se acepta la idea de que «si me ayudas, no te mato»? ¿Se puede cambiar la «paz» (¿se llama ahora así a la disminución de asesinatos?) por la tiranía o por la imposición de ideas? ¿No estamos cediendo gran parte de la soberanía del Estado? ¿Puede realmente decirse que España es un país soberano en el País Vasco? ¿Se cumple allí la ley? ¿Protege la ley a los ciudadanos que allí viven, especialmente a los que se sienten españoles? ¿No es un fracaso de los gobernantes tener que llevar escolta?
La política que se sigue es la del que para apaciguar a la fiera se deja devorar por ella, como decía Adenauer y suele citar García de Cortázar. Con más humor expresaba Oscar Wilde algo parecido: la mejor manera de eliminar la tentación es caer en ella. Claro que en el primer caso se pierde la vida y en el segundo la soberanía. La política reciente en Vascongadas es la de dejarse devorar o caer en la tentación de lo fácil. Por eso unos pierden la vida y todos estamos perdiendo la soberanía en esa parte de España.
La situación actual en el País Vasco se parece peligrosamente a las películas del Oeste norteamericano. Ésas en las que vemos que en un idílico valle aparecen unos individuos que quieren dominarlo. Compran un rancho y en seguida quieren quedarse con los terrenos vecinos, después con los pastos, más tarde con el agua. A quienes les plantan cara los eliminan. Llegan los asesinatos, los chantajes, la extorsión. Queman la imprenta donde se hace el periódico crítico. Colocan explosivos para matar al periodista que publica sus fechorías. Exigen ventas fáciles e impuestos ilegales a los granjeros ricos.
El «sheriff», junto a muchos ciudadanos de buena voluntad, trata de contemporizar y empieza a ceder, pero pronto comprueba que ése es un camino sin retorno. Ha permitido que la banda sea más fuerte que él y se ve en situación apurada. Las amenazas y la chulería de algunos de los asesinos son difíciles de asimilar, incluso por los amigos del «sheriff». Hay ciudadanos honrados que no entienden nada: ¿ceder a la imposición de unos asesinos? ¿Le pagamos el sueldo al «sheriff» para eso?
Por lo ocurrido en otros valles, se sabe que sólo hay una solución: acabar con los forajidos. Si tuviera valor el «sheriff», tal vez podría añadir una expresión que ha empleado en otras ocasiones: «Como sea». Si no lo tiene, habrá que llamar a John Wayne para que limpie el valle de canallas y vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser.
Publicado en "La Nueva España" el 16 de Junio de 2007.
Éste puede ser uno de los problemas, pero no es el más importante. El verdaderamente trascendente, el fundamental y dramático, es que los medios que los separatistas vascos utilizan para convencer a los españoles de sus ideas son, sencillamente, execrables. Podemos discutir acerca de la independencia del País Vasco, de Navarra, de la autodeterminación y de otros muchos asuntos. Pueden hacerse consultas populares o no hacerse, pero lo que jamás nadie podrá admitir es que los medios para lograr un fin sean el asesinato, el chantaje, la extorsión y el terrorismo. Eso, simplemente, no sólo es inadmisible, sino vitando, odioso, execrable. Parece increíble que parte de un pueblo haya adoptado métodos tan mafiosos y gansteriles, y que lo haga frente a gentes que a lo largo de la historia han demostrado que no toleran la imposición de ideas ni de conductas, y menos si vienen de mafiosos canallas.
De ahí la sorpresa que -para muchos- constituye la política que se viene llevando a cabo en el País Vasco. ¿Se admiten como argumentos de diálogo el matar o el no-matar? ¿Se acepta la idea de que «si me ayudas, no te mato»? ¿Se puede cambiar la «paz» (¿se llama ahora así a la disminución de asesinatos?) por la tiranía o por la imposición de ideas? ¿No estamos cediendo gran parte de la soberanía del Estado? ¿Puede realmente decirse que España es un país soberano en el País Vasco? ¿Se cumple allí la ley? ¿Protege la ley a los ciudadanos que allí viven, especialmente a los que se sienten españoles? ¿No es un fracaso de los gobernantes tener que llevar escolta?
La política que se sigue es la del que para apaciguar a la fiera se deja devorar por ella, como decía Adenauer y suele citar García de Cortázar. Con más humor expresaba Oscar Wilde algo parecido: la mejor manera de eliminar la tentación es caer en ella. Claro que en el primer caso se pierde la vida y en el segundo la soberanía. La política reciente en Vascongadas es la de dejarse devorar o caer en la tentación de lo fácil. Por eso unos pierden la vida y todos estamos perdiendo la soberanía en esa parte de España.
La situación actual en el País Vasco se parece peligrosamente a las películas del Oeste norteamericano. Ésas en las que vemos que en un idílico valle aparecen unos individuos que quieren dominarlo. Compran un rancho y en seguida quieren quedarse con los terrenos vecinos, después con los pastos, más tarde con el agua. A quienes les plantan cara los eliminan. Llegan los asesinatos, los chantajes, la extorsión. Queman la imprenta donde se hace el periódico crítico. Colocan explosivos para matar al periodista que publica sus fechorías. Exigen ventas fáciles e impuestos ilegales a los granjeros ricos.
El «sheriff», junto a muchos ciudadanos de buena voluntad, trata de contemporizar y empieza a ceder, pero pronto comprueba que ése es un camino sin retorno. Ha permitido que la banda sea más fuerte que él y se ve en situación apurada. Las amenazas y la chulería de algunos de los asesinos son difíciles de asimilar, incluso por los amigos del «sheriff». Hay ciudadanos honrados que no entienden nada: ¿ceder a la imposición de unos asesinos? ¿Le pagamos el sueldo al «sheriff» para eso?
Por lo ocurrido en otros valles, se sabe que sólo hay una solución: acabar con los forajidos. Si tuviera valor el «sheriff», tal vez podría añadir una expresión que ha empleado en otras ocasiones: «Como sea». Si no lo tiene, habrá que llamar a John Wayne para que limpie el valle de canallas y vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser.
Publicado en "La Nueva España" el 16 de Junio de 2007.
lunes, 4 de junio de 2007
Una pequeña historia
Desde niño le tengo miedo a lo que se suele llamar «la Justicia», y no sé si ese temor es una virtud o un defecto. Lo mismo, o parecido, me ocurría con lo del «temor de Dios», que todos lo consideraban una virtud, pero yo no lo tenía nada claro, pues pensaba en lo difícil que es amar a alguien y también tenerle miedo.
La historia que voy a contar sucedió cerca de aquí y es más o menos verdadera. Hay varios implicados, pero el que más sufrió se llamaba Telesforo, que era hijo de don Aniceto Poca Rodríguez y de doña Mercedes Cabeza Husillos. El chico, naturalmente, se llamaba Telesforo Poca Cabeza, aunque era de natural despierto y cumplía a satisfacción con todos los encargos, encomiendas y mandados que le pedían los mayores. Además, siempre estaba de buen humor. Tanto, que llevaba con toda dignidad y hasta con un poco de coña las chanzas que sus compañeros de colegio, incluidos profesores, hacían de sus apellidos. Telesforo solía seguir las bromas y hasta a veces apostillaba: «No soy el único de la familia. Mi tía Lola, casada con el hermano de mi madre, se apellida Fuertes. En las tarjetas tiene que poner: "Dolores Fuertes de Cabeza"». Esto hacía sonreír a los oyentes, que, al ver que Teles llevaba bien el asunto y no se picaba, enseguida cambiaban de tema.
Telesforo, en algún momento de su juventud, pensó en modificar ligeramente sus apellidos, pero no daba con la fórmula adecuada. Telesforo Pocaca Beza le sonaba muy mal, y apellidarse Po Cacabeza no le convencía. Algunas veces añadía una «ese» al final de uno de sus apellidos y, al deshacer la concordancia en singular, la cosa quedaba algo mejor.
Telesforo, como digo, salió despabilado, y enseguida aprendió el honroso y vetusto oficio de carnicero, para el que hay que tener buena mano y mejor tino.
«Ten cuidado no vayas a llevarte un dedo con esos cuchillos tan afilados», le decía a diario su madre.
Telesforo sonreía, agradecido por la cariñosa advertencia.
Poco después de volver de la «mili», Teles se casó con Teruca, una buena chica, limpia y hacendosa. Tuvieron dos hijos, a los que daba gloria ver crecer. Ahora era su mujer la que repetía: «Ten cuidado, Teles, con los machetes, no vayas a llevarte una mano». Y Teles volvía a sonreír complacido.
Pero la desgracia no vino por el acero, sino por donde menos se pensaba.
Un día el joven carnicero, que ya tendría sus treinta y siete años, recibió una citación del Juzgado. No le dio mucha importancia, pues tenía la certeza de no haber hecho nada malo, pero pronto el asunto pasó a mayores: un chiquito de once años, poco más que un niño, vecino del bloque en el que vivían Teles y Teruca, le había denunciado por abuso sexual. En realidad la denuncia la puso la madre, después de que se lo contara el chico. La señora era de armas tomar, por lo que puso toda la carne en el asador. Hubo una rueda de reconocimiento y el chico identificó al carnicero sin titubear.
Le cayeron doce años, año arriba o abajo, pero Teles no estaba dispuesto a ir a prisión, y nada más oír la sentencia, antes de ingresar, desapareció sin dejar rastro. Eso complicaba las cosas desde el punto de vista legal, y para la madre denunciadora era la prueba irrefutable de la culpa del joven carnicero.
Pasó algún tiempo. Dos o tres años. Teruca y sus hijos sufrieron lo indecible. El mayor, que ya era casi mozo, apretaba los dientes cuando veía a los denunciantes. Mucho por rabia, bastante por impotencia y algo por duda.
La señora de armas tomar estaba, en cambio, satisfecha, y preparaba con detalle la primera comunión del hermano pequeño del abusado. Al ser una familia muy religiosa, era obligado que todos comulgasen con el neófito, como así fue.
A los pocos meses, el párroco de la zona fue al Juzgado y pidió hablar con el juez que había conocido del caso. No dijo mucho. Simplemente le aseguró que Telesforo Poca Cabeza era inocente y que debían revisar el asunto. No le sacaron más.
Curiosamente le hicieron caso y volvieron a tomar declaración al chico y a su madre, en circunstancias distintas. Esta vez el joven cantó de plano. Todo venía de una mañana en la que el carnicero había reprendido al entonces niño y a alguno de sus amigos por querer robarle, torpemente, unos chorizos. Teles ni se acordaba de aquello, pero el chiquito se la había jurado.
Se aclaró el asunto, y Teles, que había estado en discreto contacto con la familia, pudo regresar de Brasil. Le recibieron como a un héroe, pero eso no le importaba mucho. Volvió a abrir la carnicería y cuando algún cliente le decía «más vale tarde que nunca», Telesforo contestaba arqueando las cejas: «Sí, claro, el que no se consuela es porque no quiere».
Publicado en "La Nueva España" el 4 de Junio de 2007.
La historia que voy a contar sucedió cerca de aquí y es más o menos verdadera. Hay varios implicados, pero el que más sufrió se llamaba Telesforo, que era hijo de don Aniceto Poca Rodríguez y de doña Mercedes Cabeza Husillos. El chico, naturalmente, se llamaba Telesforo Poca Cabeza, aunque era de natural despierto y cumplía a satisfacción con todos los encargos, encomiendas y mandados que le pedían los mayores. Además, siempre estaba de buen humor. Tanto, que llevaba con toda dignidad y hasta con un poco de coña las chanzas que sus compañeros de colegio, incluidos profesores, hacían de sus apellidos. Telesforo solía seguir las bromas y hasta a veces apostillaba: «No soy el único de la familia. Mi tía Lola, casada con el hermano de mi madre, se apellida Fuertes. En las tarjetas tiene que poner: "Dolores Fuertes de Cabeza"». Esto hacía sonreír a los oyentes, que, al ver que Teles llevaba bien el asunto y no se picaba, enseguida cambiaban de tema.
Telesforo, en algún momento de su juventud, pensó en modificar ligeramente sus apellidos, pero no daba con la fórmula adecuada. Telesforo Pocaca Beza le sonaba muy mal, y apellidarse Po Cacabeza no le convencía. Algunas veces añadía una «ese» al final de uno de sus apellidos y, al deshacer la concordancia en singular, la cosa quedaba algo mejor.
Telesforo, como digo, salió despabilado, y enseguida aprendió el honroso y vetusto oficio de carnicero, para el que hay que tener buena mano y mejor tino.
«Ten cuidado no vayas a llevarte un dedo con esos cuchillos tan afilados», le decía a diario su madre.
Telesforo sonreía, agradecido por la cariñosa advertencia.
Poco después de volver de la «mili», Teles se casó con Teruca, una buena chica, limpia y hacendosa. Tuvieron dos hijos, a los que daba gloria ver crecer. Ahora era su mujer la que repetía: «Ten cuidado, Teles, con los machetes, no vayas a llevarte una mano». Y Teles volvía a sonreír complacido.
Pero la desgracia no vino por el acero, sino por donde menos se pensaba.
Un día el joven carnicero, que ya tendría sus treinta y siete años, recibió una citación del Juzgado. No le dio mucha importancia, pues tenía la certeza de no haber hecho nada malo, pero pronto el asunto pasó a mayores: un chiquito de once años, poco más que un niño, vecino del bloque en el que vivían Teles y Teruca, le había denunciado por abuso sexual. En realidad la denuncia la puso la madre, después de que se lo contara el chico. La señora era de armas tomar, por lo que puso toda la carne en el asador. Hubo una rueda de reconocimiento y el chico identificó al carnicero sin titubear.
Le cayeron doce años, año arriba o abajo, pero Teles no estaba dispuesto a ir a prisión, y nada más oír la sentencia, antes de ingresar, desapareció sin dejar rastro. Eso complicaba las cosas desde el punto de vista legal, y para la madre denunciadora era la prueba irrefutable de la culpa del joven carnicero.
Pasó algún tiempo. Dos o tres años. Teruca y sus hijos sufrieron lo indecible. El mayor, que ya era casi mozo, apretaba los dientes cuando veía a los denunciantes. Mucho por rabia, bastante por impotencia y algo por duda.
La señora de armas tomar estaba, en cambio, satisfecha, y preparaba con detalle la primera comunión del hermano pequeño del abusado. Al ser una familia muy religiosa, era obligado que todos comulgasen con el neófito, como así fue.
A los pocos meses, el párroco de la zona fue al Juzgado y pidió hablar con el juez que había conocido del caso. No dijo mucho. Simplemente le aseguró que Telesforo Poca Cabeza era inocente y que debían revisar el asunto. No le sacaron más.
Curiosamente le hicieron caso y volvieron a tomar declaración al chico y a su madre, en circunstancias distintas. Esta vez el joven cantó de plano. Todo venía de una mañana en la que el carnicero había reprendido al entonces niño y a alguno de sus amigos por querer robarle, torpemente, unos chorizos. Teles ni se acordaba de aquello, pero el chiquito se la había jurado.
Se aclaró el asunto, y Teles, que había estado en discreto contacto con la familia, pudo regresar de Brasil. Le recibieron como a un héroe, pero eso no le importaba mucho. Volvió a abrir la carnicería y cuando algún cliente le decía «más vale tarde que nunca», Telesforo contestaba arqueando las cejas: «Sí, claro, el que no se consuela es porque no quiere».
Publicado en "La Nueva España" el 4 de Junio de 2007.
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