Esta es una pequeña narración, por entregas, de un ictus que vino para
quedarse y de cómo tuve que aprender a convivir con tan desagradable compañero.
domingo, 20 de septiembre de 2015
El Ictus I: Introducción
La palabra
Ictus hasta hace poco solo se oía en los ambientes neurológicos aplicable a
cualquier alteración neurológica que sobrevenía de improviso, súbitamente y
dejaba secuelas graves.
En puridad, cualquier afección neurológica de comienzo
brusco, inesperado, es un ictus. Por eso incluso se aplicaba a las crisis
epilépticas el llamado “ictus epiléptico” que, aunque no deja secuelas graves,
es de comienzo repentino, “ictal”. Sin embargo, lo más corriente era aplicar el
término a las enfermedades que dejan grandes secuelas, principalmente la
hemorragia o el infarto cerebral. Estas son las tres grandes causas de ictus.
En realidad, “ictus” es prácticamente sinónimo
de lo que clásicamente se llamaba “accidente cerebrovascular agudo” (ACVA), ya
que la epilepsia es algo distinto y nunca hizo fortuna el término de ictus
epiléptico. Para describir un ictus epiléptico se suelen usar los términos de “ataque”
o “crisis” epiléptica.
Las causas del ictus son las mencionadas:
hemorragia cerebral o infarto cerebral. El infarto puede ser por una embolia o
por una trombosis. En general se trata de una zona del cerebro que se queda sin
riego sanguíneo, y por tanto sin oxígeno. Las células cerebrales solo aguantan
3 minutos sin oxígeno, al cabo de las cuales mueren o quedan muy lesionadas. De
ahí todos los esfuerzos que se hacen para instaurar un tratamiento precoz,
aunque ni siquiera con este tratamiento precoz se consigue eliminar las
secuelas. Las cifras son muy elocuentes. Hay miles de ictus al año, y es la
causa de muerte más frecuente en mujeres.
Sin duda alguna, Lo mejor es prevenirlo y
evitarlo. Para conseguir alejarlo, lo mejor es mantenerse delgado, o – al menos
– sin sobrepeso, con cifras de tensión normales y, a ser posible, con el
colesterol y los triglicéridos en cifras igualmente normales. Con eso, es
difícil que sobrevenga un ictus, aunque – como siempre en Medicina – no se
puede asegurar al 100% que no ocurrirá.
Como dice el segundo título de esta obra “La
enfermedad no avisa” y eso es particularmente cierto con el ictus, aunque hay
varios factores de riesgo, que pueden ser premonitorios.
Es muy cierto también el tercer título, de
cómo hay que aprender a convivir con él. En realidad hay que volver a
aprenderlo todo: a vestirse, a caminar, a andar, a correr, a manejar los cubiertos
para comer, a escribir, a conducir. Eso lleva a la desesperación, pues además
ya no se tiene la agilidad de la infancia o juventud, ni la capacidad de
aprendizaje. El sufrimiento es sencillamente atroz. Se deja de disfrutar de la
vida y se desea sinceramente la muerte.
Con frecuencia se imbrican otras enfermedades
propias de las personas mayores, como prostatismo, bronquitis, EPOC, etc. que
son aún más penosas que en los sujetos neurológicamente intactos. La vida
pierde casi todo su atractivo y el paciente se conforma con sobrevivir en el
día a día, y poco más.
El Ictus II: La enfermedad no avisa
Pues yo, señores, ahora soy un pobre viejo
paralítico prostático y anémico, pero hace solo dos años era un brillante
cirujano, catedrático de Cirugía, ágil, viajero y buen cocinero y cirujano al
decir de los que probaban los condumios que salían de mi pequeña cocina, y de
los que me veían operar.
Vivía
feliz en un apartamento muy pequeño (25m) pero
acogedor y con unas vistas bonitas y amplias hacia el mar y el Sardinero, que
es un barrio de Santander con 3 playas urbanas y varios jardines frondosos unos
y llanos otros.
Por la mañana, después de desayunar, hacía
alguna compra (según lo que me apeteciera comer o cenar) y preparaba la comida,
que dejaba hecha antes de ir a la playa a caminar y a darme un baño de mar.
Aquella mañana de Octubre salió con sol
radiante. Daba gusto ver el Sardinero soleado. Preparé una ensalada de tomate,
cebolla y patata cocida, y la dejé en la cocina. Esperanzado e ilusionado, pensaba
comerla al mediodía, a la vuelta de la playa. Poco me imaginaba que jamás la probaría.
Puse el traje de baño y bajé a la playa. Dejé
el calzado y la camisa en la arena y comencé a caminar. Cuando iba yo algo
deprisa, andando ligero sobre la arena mojada, noté que mis piernas tropezaban
una contra otra y me caí al suelo de bruces. Me golpeé en la cara y comencé a
sangrar por la nariz. Me quedé en el suelo, con la cara llena de arena y de
sangre, por lo que pensé acercarme a la orilla, que estaba a 2 ó 3 metros, para
lavarme. Esa era mi comprensible obsesión, lavarme la cara y retirar arena y
sangre.
Pronto algunas gentes me rodearon. Oía que
decían que me había dado un ataque de algo, o un infarto o similar, y no me
dejaban que me acercara a la orilla, mientras hablaban de llamar a una
ambulancia. Yo estaba convencido de que si me dejaban lavarme, volvería solo a
casa, comería la ensalada, dormiría la siesta y me despertaría tan bien como
todos los días.
Pero nadie me escuchaba. Todos preguntaban que
con quién había ido y parecían disgustados al saber que había ido solo. Estaban
deseando “quitarse el muerto de encima” y descargarse del trabajo de pedir
ayuda.
Al fin entendí que una ambulancia estaba en
camino y eso pareció tranquilizarles, a todos menos a mí, que seguía con el
rostro enarenado y ensangrentado e incómodo.
Para que vieran que había sido un traspié y
que me encontraba bien, intenté levantarme, pero mi extremidad inferior
izquierda no me obedecía bien. Entonces empecé a pensar que quizá lo de la
ambulancia podía ser necesario. Llegó enseguida. Me subieron a una camilla y me
metieron en la ambulancia.
Yo me daba cuenta de todo. Incluso del camino
al Hospital, que era en el que yo había trabajado muchos años. Llegamos y me
trasladaron a una camilla con ruedas. Me llevaron a rayos y me hicieron un TAC.
Después oí algo referente a radiología intervencionista. El médico que lo
hacía, muy joven, era buen amigo y yo sabía que trabajaba muy bien, lo que me
tranquilizó.
Ahora me pincharán la femoral, pensaba yo sin
mucho temor, aunque sabía que era una aguja gruesa, pero esperaba del buen
hacer de mi colega una buena anestesia local, como así fue.
Efectivamente me pincharon la arteria femoral
izquierda e introdujeron por ella un catéter. Yo lo seguía todo mentalmente
pues yo mismo había hecho ese proceder varias veces. No me hicieron mucho daño.
Después, por deferencia del radiólogo amigo,
me pusieron de lado y pude ver la pantalla de televisión. Tal como explicaban,
se veía la arteria cerebral media, una de cuyas ramas más importante estaba
obstruida, y a partir de ahí, el hemisferio cerebral izquierdo no recibió
sangre.
Yo sabía que las células del cerebro no pueden
estar más de tres minutos así, sin oxigeno, porque se mueren, y empecé a
preocuparme. Cada minuto me parecía eterno. Pronto vi un catéter que avanzaba
hacia el lugar de la obstrucción y oí al médico decir que iba a aspirar el
trombo, lo que me dio gran alegría. Efectivamente el catéter llegó al trombo y
cuando se retiró la sangre volvió a fluir y a llenar la zona poco antes vacía.
Todos parecían contentos, incluso yo, que pensaba
que el cerebro apenas había estado 2 minutos sin sangre y que por tanto no
había sufrido mucho.
No tardaría en darme cuenta de lo equivocado
que estaba.
Poco después me llevaron a la UVI. Mis
pensamientos estaban en la zona que se había quedado sin riego, que ahora
estaría con un exceso de riego, lo que se suele llamar “perfusión de lujo”.
Sabía que eso era muy peligroso especialmente si médicos no muy duchos en el
asunto se empeñan en tratarlo. Es mejor dejar que evolucione solo. Entonces sí
tuve algo de miedo de que los médicos de la UVI se empeñaran en tratar mi
perfusión de lujo y mi probable edema cerebral. Sabía que eso suele terminar
mal para el paciente. Afortunadamente se abstuvieron de intentar buscar éxitos,
y dejaron actuar a la Naturaleza, que es muy sabia.
Yo lo oía todo y lo interpreté así, lo que me
tranquilizó.
Perdí toda noción del tiempo, pero recuerdo oír
la voz de mi hija, y de un médico que me preguntaba:
-
¿Sabes quién es?
-
Sí, mi hija
-
¿Cómo se llama?
-
Isabel
Después lo mismo con uno de mis hijos varones.
Sin duda deseaban saber mi grado de conciencia.
Mis recuerdos siguientes son ya de estar en
una cama en una habitación en los pisos altos del hospital. Estaban mis hijos,
algunos hermanos y Teresa, una amiga.
Empecé a darme cuenta de que no podía mover la
mitad izquierda de mi cuerpo, o sea, más técnicamente, que estaba hemipléjico.
Sentía ganas de orinar pero todos me decían que era una sonda que tenía en la
vejiga. Así empezó un calvario que no es para expresar con palabras, y que no ha
acabado hoy día, casi tres años después.
Estuve una semana en aquella habitación. Por
la mañana venía Teresa para acompañarme en el desayuno y me traía pastas. Eso
me gustaba mucho, las pastas y la compañía.
Después pasaban la visita los médicos. A pesar
de ser todos compañeros y algunos amigos, recuerdo sus maneras como distantes.
Especialmente las mujeres. Ni una sonrisa ni una palabra de ánimo. Más parecía
que querían demostrar que sabían mucho, que estar cerca del paciente. Me
exploraban someramente y en esas exploraciones vi que estaba hemipléjico y que
el asunto por desgracia, iba en serio. A los dos o tres días comencé la
rehabilitación, que – como yo bien sabía – era el único tratamiento que cabía
hacer y mi única esperanza de lograr alguna recuperación.
Sin embargo, me encontré con unas
fisioterapeutas autoritarias, distantes y duras, que me trataban como a un
párvulo díscolo. Me mantenían de pie y yo sufría lo indecible pues tenía la
clara sensación de que me iba a caer en cualquier momento y que me iba a matar.
Suspiraba por sentarme un momento, pero no me dejaban.
Creo que pocas veces en mi vida desee algo
como deseaba que se acabaran aquellas sesiones. Entraba una celadora con una
silla de ruedas y yo veía el cielo abierto. Me sentaba con insuperable placer
en la silla y ella me llevaba a la habitación. Allí me echaba sobre la cama y
me regocijaba pensando que ya no estaba de pie ni iba a estarlo en toda la
tarde.
Algún día llegaba mi hija Marta y me decía que
me levantase. Yo, naturalmente, me negaba. Ella contestaba con una frase que
todo el mundo repetía y que se me fue haciendo insoportable.
-
Es por tu bien
Se había erigido en la dueña del bien y del
mal. Yo pensaba: “Dios nos libre de los iluminados que saben dónde está el bien
y el mal”.
Después vi en el trasporte de la
rehabilitación que casi todos los que estábamos inválidos estábamos hartos de
la famosa frase “es por tu bien” y tras decir eso, te fastidiaban todo lo que
podían.
Así estuve una semana soñando por escaparme
siquiera un par de horas para ir a una terraza del Sardinero, comer algo
decente en una mesa y sentado, y tomar un vaso de vino viendo el mar. Lo de
comer en la cama no me agradaba, por lo que apenas comía.
Mis hijos seguían buscando algún lugar para
rehabilitarme, y descubrieron que en Oviedo había un hospital relativamente
especializado en esos asuntos. Pedimos plaza y tuvimos la buena suerte de que
fui admitido. Eso me abrió una puerta a la esperanza. Pocos días después
llegaba al Hospital Monte Naranco de Oviedo.
Enseguida vimos todos que las cosas habían
cambiado. Las enfermeras, auxiliares, médicos, celadores, etc. eran más
simpáticos que en Santander. En Rehabilitación, en cambio, era lo mismo o peor
y yo seguía sufriendo mucho. Tampoco comía casi nada.
Los que eran muy agradables eran los otros
enfermos compañeros de habitación y sus familiares, especialmente un
ferroviario llamado Ángel, verdaderamente simpático y amable. Cada vez que me
cruzaba con Ángel, lo que era frecuente pues compartíamos habitación, me miraba
con gesto amable y exclamaba: “¡Vaya papeleta que tenemos, compañeru!”. A mí me
hacía gracia y al poco tiempo ya se lo decía yo a él también. Verdaderamente
era una papeleta; un toro difícil de lidiar. Aún ahora me acuerdo de lo de la
papeleta, y de Ángel el ferroviario y me sonrío, pero ¡qué razón tenía!… ¡Vaya
papeleta que nos cayó!… En fin, paciencia y barajar…
Allí empecé a dar dos o tres pasos con la
ayuda de una muleta. Eso me animó, pues desplazarse tres o cuatro metros ya me
parecía un éxito y algún día incluso salí a la terraza a tomar el sol con
Teresa, que seguía visitándome en Oviedo.
No hace falta decir que no tenía proyectos. Mi
única ilusión era recuperarme lo más posible, aunque en rehabilitación seguía
sufriendo, pues yo creo que tenía un vértigo grave, secuelas del ictus, y a
pesar de ello me hacían permanecer de pie sin apoyo ni ayuda. Llegué a odiar la
tal rehabilitación, y con tal de no estar allí ya me sentía feliz.
Quizá por esto fue ilusionándome la
posibilidad de volver a mi casa del Sardinero y hacer la rehabilitación de
forma ambulatoria en Valdecilla, donde tenía amigos y compañeros. Mis hijos
arreglaron las cosas, de modo que alquilaron una casa y contrataron una
cuidadora, llamada Milagros, para que pudiera estar en mi casa y no dejara de
hacer rehabilitación. Así lo hicimos y para mí fue una resurrección.
El Ictus III: La ambulancia
Ahora ya en mi casa, en una mesa, sentado,
rodeado de Milagros y de la familia, viendo el mar y con una copita de vino,
enseguida empecé a comer bien. Eso me animó y me dio ganas de vivir. También
dormía mejor. Si la vejiga me llamaba impertinentemente, llamaba a Milagros que
me acercaba un recipiente en el que podía exonerar la vejiga y seguir
durmiendo.
Además, salía a dar algún paseo al borde de la
playa con mi muleta, acompañado por Teresa, mi hermana o alguno de mis hijos. Así
pasé un mes.
Todas las mañanas a eso de las diez venían a
buscarme para ir a rehabilitación. Venía una ambulancia en la que cabíamos diez
o doce pacientes. Pronto éramos todos amigos. Recuerdo con especial placer a
los conductores de las ambulancias, muy amables con los enfermos, muy
simpáticos y buenos conductores. Había uno que cuando me ponía el cinturón, se
arrancaba con una canción montañesa.
-
La tonada más bonita… dicen que la
canto yo…
Yo seguía, tratando de imitar su vozarrón
-
No será mucho milagro… siendo de
Molledo yo…
Y ya metido en harina continuaba:
Cuando paso por tu casa…
Cojo
pan y voy comiendo…
Porque
no diga tu madre…
Que de verte me
mantengo…
Al
salir el sol… etc.
Entonces los pasajeros y el conductor se reían
o sonreían. Alguno aplaudía y el concierto se acababa. En el trayecto nos
íbamos haciendo amigos.
Había de todo: hombres y mujeres, aunque todos
éramos viejos inválidos. Tema frecuente era la irritación de algunas frases que
a todos nos repetían cientos de veces al día. Una señora decía:
-
Paciencia… y un vecino respondía:
-
Poco a poco… yo apostillaba:
-
Es por tu bien… Y se sonreían
Una señora mayor y bondadosa nos sorprendió a
todos:
-
Al próximo que me lo repita en
casa le rompo la muleta en la cabeza.
Así pasábamos el pequeño trayecto del
Sardinero a Valdecilla, en sonrisa perpetua.
A mitad del camino había que recoger a
Braulio, al que todos estimábamos mucho, especialmente yo, pues nos unía un
común amor a la poesía. Además Braulio se había enamorado de su fisioterapeuta
y yo de la mía. Aunque él lo decía abiertamente y yo era más vergonzoso, pero
yo creo que ambos sabíamos e intuíamos lo que pasaba.
A mí me parecía de lo más natural. Unas chicas
jóvenes y guapas que – por razón de oficio – se ocupaban una hora al día de
viejos a quienes ya nadie hacía caso. Lo normal era que eso sucediera, claro
que siempre era en dirección viejo –> fisio, y nunca, supongo, en la
contraria.
A la vuelta yo solía recitar alguna poesía, lo
que era muy celebrado, especialmente por Braulio y sus hijos a quienes agradaba
la literatura. “La casada infiel” era de lo más celebrado, aunque yo para
quitar romanticismo a las reuniones, echaba mano de la cena jocosa, y solía
empezar:
Tres cosas me tienen preso
de amores el corazón
La bella Inés, el jamón
y berenjenas con queso.
Alega Inés su beldad
El jamón que es de Aracena,
El queso y las berenjenas
Su andaluza antigüedad.
Yo veía, por propia experiencia, que todos
nuestros amores estaban condenados al más estrepitoso fracaso (éramos viejos
inválidos) y creía que había que cambiar de ilusión e ir hacia un epicureísmo
que podía tener mucho más futuro y resultar más ilusionante. Yo mismo trataba
de eliminar mi ilusión por mi fisio, y cambiarla por la buena mesa y la buena
vida, que también me ilusionaban. Dudo que Braulio – mucho más espiritual que
yo y quizá más reumático – me siguiera en ese camino. Yo persistí y logré algún
éxito.
Veía claramente que los amores de un viejo
enfermo con una joven y ya comprometida solo iban a ser una fuente de
desdichas, preocupaciones, sinsabores y disgustos para todos. En cambio, un
epicureísmo bien llevado, si conseguía mantener la poca salud que me quedaba,
podía ser un manantial de satisfacciones y una ayuda en la recuperación. Verdaderamente,
eso del amor es muy complicado. Yo tengo ideas particulares al respecto. Hace
tiempo que estoy convencido que es una cuestión de bioquímica, alguna sustancia
relacionada con las endorfinas y quizá con la serotonina que se produce en el
cerebro.
Recientemente se ha visto que una hormona
segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en
este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de
individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la
cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las
crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede
decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, rara
vez se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el
contrario, son promiscuos, no forman parejas o sólo con la madre cuando son
jóvenes.
Según ciertas investigaciones, los primeros
tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la
variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más
facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la
oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades
tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la
neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el
parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo
uterino y la expulsión de leche.
Otra sustancia que parece intervenir es la
serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que
observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes
afectos de trastorno obsesivo-compulsivo, como en los enamorados recientes
(“amor de enamoramiento”). Al año se habían normalizado.
Como quiera que la serotonina es, en general,
sustancia inhibidora, en cierto modo “calmante”, podríamos decir, al estar
descendida puede explicar los comportamientos de “locura de amor” o los
comportamientos de desinhibición que frecuentemente provoca el enamoramiento.
Uno de los
viejos enamorados de la tertulia Alfonso, -que estaba loco por Julita- debía de
andar escaso de serotonina porque un día nos sorprendió a todos diciendo:
-
He
decidido matar a Juan, el marido de Julita. Eso me daría opciones a vivir con ella.
Estoy convencido de que esa chica no es feliz porque no tienen un duro y si él
desapareciera se sentiría inclinada a vivir en la abundancia conmigo.
Todos lo tomamos
a broma, pero la cosa cambió cuando Felipe, el conductor de la ambulancia, que
no hablaba por hablar nos dijo que sabía de buena tinta que Alfonso había
estado en tratos con un grupo de sicarios extranjeros que, por bastante dinero,
eliminan a cualquiera. Entonces empezamos a intentar convencerle de que no
debería hacer eso. Braulio le dijo:
-
¿Te
daría igual que te quisiera por tu dinero?
-
Absolutamente
igual.
-
Ella
me quiere por mi dinero y yo por sus curvas y su pelo. Viene a ser lo mismo.
Braulio siguió:
-
No
estaría contigo si no tuvieras dinero.
-
Ni
yo con ella si no tuviera belleza, juventud, alegría y sonrisa atractiva. Cada
uno explota lo que tiene.
Yo ataqué por
otro frente:
-
Quizá
no quisiera estar con el asesino del padre de sus hijos.
-
Es
posible; eso ya iríamos viéndolo.
Los demás viejos
enamorados abundaron sobre el tema, pero Alfonso parecía irreductible
-
Me
ha costado mucho tomar la decisión, pero ahora que está tomada no pienso cambiarla.
Si vosotros sintierais por una mujer lo que yo siento por Julita, lo entenderíais.
-
Aquí
todos estamos aproximadamente igual, dijo Braulio, y algunos antes que tú. Pero
el amor ha de ser fuente de vida y de felicidad y no de muerte y venganza.
Yo volví por
otro frente:
-
Alfonso,
tu piensas que aquí, con tu parálisis estás mal, pero te ayudan a todo. Si la
carne está dura, ¿Qué sucede?
-
Alguien
me la corta, sea un familiar o una auxiliar de enfermera.
-
Y
más o menos lo mismo sucede para cualquier necesidad, o para una ducha, ¿no?
-
Sí,
así es.
-
¿Qué
crees tu que sucedería en la cárcel?
-
A
levantarse a las seis, sin ayuda. Después a unos lavabos y duchas comunes, sin
tiempo para nada. Lo mismo en las comidas. Nada que ver con lo que tienes
ahora.
-
Tienes
razón. No podría soportarlo. Me suicidaría antes de una semana. Creo que iré
olvidando lo de Juan. Que viva largos años… y yo también.
La ambulancia, entonces se llenó de paz. Nos
miramos los viejos sonriendo unos a los otros. Un rayo de sol ayudó a sentir la
paz en el corazón y la esperanza en el cerebro. Yo aliento mi epicureísmo, en
lo que puedo, que no es mucho, pero ayuda.
En eso sigo, ahora, al cabo de dos años; la
fisio de Valdecilla es ya solo un recuerdo en vías de extinción, y en cambio
disfruto mucho de la buena vida que puedo darme, que no es mucha, pero sí
alguna. La suficiente para mantenerme vivo y a veces ilusionado con una
recuperación casi completa.
Pero la realidad es mucho más dura: veo que
avanzo poco en mi recuperación. Algo sí, pero lenta y dificultosamente. Ya
estoy resignado. Que sea lo que Dios quiera, que nunca será algo malo, supongo.
Sigo luchando con los iluminados que disponen
todos los actos de mi vida, hasta los más nimios, apoyándose en lo de: “es por
tu bien”.
La vida carece de atractivos, pues no puedo
disfrutar de casi ninguno. Solo la comida y la bebida representan algún placer.
Con todo, tampoco me dejan seguir mis inclinaciones en esos campos y me dicen
lo que tengo que comer y beber cada día.
Ahora veo que lo único divertido en los
últimos 20 meses fue la ambulancia, donde se creó un cierto ambiente de
amistad. Después de la rehabilitación, mientras esperábamos subir a la
ambulancia para regresar a casa, se formaban algunas pequeñas tertulias
interesantes, e incluso instructivas, pues todos pasábamos de los 70 años y
algo habíamos aprendido en ese tiempo.
Algunos, que veían mi afición por la poesía,
me pidieron que compusiera una acerca del amor del viejo. No lo eché en saco
roto, pero hasta ahora no se me ha ocurrido nada interesante. Pero no desespero
de hacerlo algún día. Trato de inspirarme recordando a aquellos compañeros, con
la misma papeleta que Ángel y que yo. Allí estábamos siete u ocho viejos,
enamorados como colegiales; sin esperanza alguna, creo yo. Sin embargo, eso no
parecía hacer desistir a ninguno de su ilusión. Quizás excepto a mí, que ya
sufría bastante con la enfermedad y no quería sufrir aun más con el amor no
comprendido ni correspondido. Recordaba que Machado decía que sólo es verdadero
amor el imposible. Quizá, en ese caso nuestros amores de viejos eran muy verdaderos,
a falta de otras virtudes, claro que eso no consolaba a nadie, ni siquiera a mí,
que tenía y tengo a Machado por un Dios.
Aquellas reuniones de “viejos enamorados” me
han dado mucho que pensar. Era nuestro amor verdadero útil para la evolución de
la enfermedad, o más bien ¿otra fuente de sinsabores? Más bien me inclino por
lo último. Quizás el amor fuera un estímulo para esforzarnos en alcanzar la recuperación.
No lo sé, pero en muchos casos, como el mío, más bien era origen de
desesperanza.
Lo consulté con una fisio que solo me dijo dos
tópicos que no me aclararon nada:
-
Es bueno mientras no se convierta
en una obsesión.
Pero ¿Qué amor es
ese que no se convierte en obsesión?, pensaba yo. Ciertamente los viejos enamorados
de la tertulia estábamos todos profundamente obsesionados. Ángel diría:
-
Como debe ser
Nunca lograré interesar a una chica, pensaba yo
continuamente. Es natural, seguía pensando, soy un viejo paralítico e inútil. Antes
que solucionar problemas, los creo simplemente con mi presencia. El amor,
incluso en el viejo hace que el pensamiento se dirija compulsivamente hacia la
persona amada. A mí eso me fastidiaba, aunque me pareció que a Braulio no le importaba.
Quizá sean solo suposiciones mías, sin fundamento alguno.
La idea de desaparecer era la que más me
seducía. Y si no la puse en práctica fue exclusivamente para no dar un disgusto
a mis hijos y a Milagros. Un día, en esa tertulia, un joven me habló del
suicidio. Él quería tirarse de una gran altura, pero me confesó que no se
atrevía a dar el paso. Hace falta valor, me decía apesadumbrado. Pero este
mismo joven me dijo días después que había tomado una Viagra y que había estado
dos días en la cama con una chica. Se le quitaron las ganas de suicidarse y me
recomendó que siguiera su ejemplo, pero yo no tenía con quien probar tan eficaz
terapéutica, por lo que el consejo no me sirvió de nada.
La Sociedad no se preocupa de hacer o buscar
centros adecuados para estas personas inválidas, que precisan de programas de
Rehabilitación prolongados y ayuda psicológica, incluso. Pero tampoco nos
facilita la desaparición. Quiero decir que –en general– pone trabas al
suicidio, empezando por criticarlo. Yo creo que debería facilitar la
desaparición del que quisiera.
Braulio y otros, en cambio, parecían
indestructibles. Creo que tenían un amor más firme que la mayoría de los
jóvenes, que pensaban demasiado en el sexo. Lo nuestro era ciertamente más
espiritual. Quizá a la fuerza, pero así era. Todos nos conformábamos con una
sonrisa de nuestra amada y, si por casualidad caía una breve y fugaz caricia,
ya nos parecía entrar en el séptimo cielo y teníamos felicidad para una semana.
Repetíamos los versos de Bécquer:
Por una mirada un mundo
Por una sonrisa un cielo,
Por un beso…..
Yo no sé lo que daría por un beso…..
Yo procuraba quitar romanticismo a las
reuniones y llevar el tema hacia el epicureísmo, pero no tenía éxito. Parece
que Machado tenía razón y en los viejos, el amor, quizá por imposible, es muy
verdadero.
En la ambulancia y en las tertulias solía
criticarse la falta de rehabilitación, ya que en cuanto un paciente llevaba un
mes ya era dado de alta, aunque aún no estuviera ni medianamente recuperado.
Yo ya sabía que la demanda de rehabilitación
es casi infinita, y la oferta bastante limitada, así que “velahí” que dicen en
Valladolid. Por eso no me molestó demasiado que me dieran el alta con el brazo
aún totalmente paralítico, y las piernas casi igual que cuando había empezado
el tratamiento. Es decir que apenas había mejorado. Quizá algo los andares,
pero aún me faltaba mucho para soltar definitivamente la muleta y la silla de
ruedas.
Ahora me apetecería mucho volver a ver a
Braulio y saber qué tal van sus amores y su recuperación. Supongo que por su
parte bien, pero dudo que haya avanzado en la correspondencia por parte de su
enamorada. Aunque Braulio es un hombre inteligente, agradable y sabe muchas
cosas, comprendo que a los 75 años ya no es un Apolo, y lo que suele inspirar
el amor es la belleza del cuerpo. Con todos los matices que se quiera, pero esa
es la base. Otra cosa es la admiración y el afecto, que también influyen, pero
en el despertar del amor entre hombre y mujer, creo que la belleza del cuerpo
es el factor fundamental. Ya se ha dicho muchas veces, aunque ahora no me
acuerdo de las citas.
Yo creo que allí, en aquellas tertulias de
viejos enamorados había más sinceridad, ilusión, amor y creo que hasta pasión,
que en las que teníamos en el Colegio Mayor en el que me alojé de estudiante
universitario, a los 20 años más o menos.
El viejo también es capaz de amar, y de esa
capacidad se pierde poco, aunque no sé si eso es una suerte o una desgracia. Me
gustaría saber lo que piensa Braulio, que me pareció un amante incombustible;
platónico, pero incombustible.
Con ello, a la tortura física se sumó la
espiritual. Sentía un amor mayor que el que hubiera sentido nunca, pero era
totalmente consciente de que no había esperanza alguna. Todo ello me parecía
injusto. No tenía sensación de haber hecho nada malo como para sufrir una
penitencia tan grande.
Menos mal que Milagros me cuidaba bien, me
atendía y se adelantaba a mis deseos y necesidades. Afortunadamente tenía y
tiene las cualidades básicas que creo se requieren para cuidar pacientes
crónicos: flexibilidad, vocación, paciencia y cariño. No es fácil encontrar
quien las tenga todas. En eso yo sí tuve mucha suerte. Recuerdo que mi tía
Josefina solía decir que Dios aprieta pero no ahoga. Quizá tenga razón.
Trataba de convencerme de que “la vida sigue”,
aunque casi de inmediato pensaba que para mí, aquello no era vida, y no tenía
pinta de mejorar a corto ni medio plazo. En la rehabilitación progresaba algo,
pero tampoco mucho. Era incapaz de vestirme por mi mismo, y pasaba apuros para
ir a orinar o a cualquier necesidad en el cuarto de baño. A todo se sumaba el
prostatismo, que me hacía sentir ganas imperiosas de orinar cada 15 o 20
minutos. Ya se comprende que eso me impedía dormir bien.
También me echaba para atrás si consideraba
algún viaje. Incluso en una ocasión tuve el temor de orinarme en el coche de un
amigo, lo que me atormentaba. A todos mis males se sumaba cierta estrechez
económica. No mucha porque tenía algunos ahorros, pero al no poder trabajar,
apenas tenía ingresos, y mi pensión de jubilado, como es frecuente en España
era y es escasa. Insuficiente para que una familia viva desahogadamente. No
recibí ninguna ayuda del estado ni de la comunidad y eso tras mil papeleos que
resultaron inútiles.
Por esta última razón decidimos que me fuera a
vivir al pueblo (Ribalmar) donde tengo un piso en propiedad. Eso me permitiría
ahorrar el alquiler que pagaba en el Sardinero. Así lo hice.
En Ribalmar la vida es tranquila y – dentro de
mis males – relativamente agradable. Por suerte, Milagros se hizo fácilmente a
la vida del pueblo y apenas echa en falta la ciudad. Alguna vez tenemos que ir
a la ciudad para mis consultas médicas, pero lo hacemos casi siempre en el día
o como mucho de un día para otro.
Pero sentirse inválido y necesitar a otra
persona para todo, es un tormento verdaderamente atroz.
A todo esto se ha sumado un cuadro depresivo,
que me mantiene triste casi todo el día. Sólo el salir a tomar una copa de vino
o a comer me distrae algo. No sé si tratar la depresión. Los psicofármacos
tienen tantas contraindicaciones y efectos secundarios que creo que no tomaré
más medicación; ya tomo mucha… para la tensión, el colesterol, los
triglicéridos, vitaminas, etc. Así que aguantaré y veré si voy saliendo de la “depre
“por mí mismo. Veremos…
A veces me consuela pensar que hubo personas
que se recuperaron casi por completo, aunque bien sé que no todas las lesiones
son iguales y recordaba que el infarto que yo había tenido era masivo,
verdaderamente brutal y extensísimo. En lo que yo lo recordaba, casi sin
esperanza.
El Ictus IV: Epílogo
Ahora han pasado más de dos años desde el
ictus, y la verdad es que sigo bastante mal. He recuperado algo de movilidad en
las piernas, pero mi brazo izquierdo sigue paralítico, con lo que sigo con
dificultades para la vida diaria e imposibilitado para trabajar. Con todo, voy
disfrutando algo de la vida, tampoco mucho, a pesar de los esfuerzos de mis
hijos, de Milagros y de Teresa.
El primer cuidado que tiene que tener el que
ha sufrido un ictus es el de evitar que se repita. Para ello, como dije antes,
hay que vigilar el peso, la tensión arterial, el colesterol y los
triglicéridos. Con eso, sería raro que se presentara. Yo me he arrepentido
miles de veces de no haber hecho esas previsiones. Es mil veces preferible
sacrificarse un poco y no tomar una apetitosa carne grasa, o ingerir una
pastilla para la tensión, que pasar meses o años con una invalidez. Esta es una
curiosa batalla en la que el que huye es el vencedor. La factura es excesiva.
Si hay que convivir con el mal, debemos buscar
un buen cuidador o cuidadora. Eso es lo esencial para no desesperarse y para
tener algo de calidad de vida. Con esa persona tenemos que perder toda
vergüenza o pudor, pues eso sería un grave inconveniente y un obstáculo para
conseguir la poca dicha que se puede tener después de un ictus. Todo lo que sea
actividad o movimiento, sea físico o psíquico es favorable, al igual que el
descanso y el sueño. La compañía de amigos y familiares creo que es el mejor
tratamiento, además del médico.
Respecto al amor no sé qué decir. Braulio diría
que sí, pero yo mas bien aconsejo que no. Un bien llevado hedonismo puede ser
más práctico.
A veces me he preguntado: ¿Tendrá alguna
finalidad esta enfermedad tan mala? No lo creo. No creo que ninguna enfermedad
la tenga. La interpretación punitiva de la enfermedad, interpretada como castigo
divino, yo creo que ya no convence a nadie, aunque docenas de veces he oído en
el hospital la frase: ¿Qué habré hecho yo, Dios mío, para merecer esto? Frase
que siempre me pareció ingenua, pero que yo mismo dije para mí alguna vez
cuando sufría tanto con el Ictus. Hay que recurrir a la sabia frase:
“Ignoramus, ignorabimus”. Al fin, sólo queda la frase preferida de Ángel:
-
Vaya papeleta que tenemos,
compañeru…
A la que yo solía responder:
-
A ver cómo vamos saliendo de esta…
Ángel, optimista contestaba:
-
De otras peores hemos salido.
Yo asentía y la esperanza, que todo lo
suaviza, nos inundaba y hasta sonreíamos.
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