Supongo que es lo normal permanecer un buen rato con la hoja en blanco delante, mirando inexpresivamente el papel, cuando uno se propone escribir algo sobre un amigo muerto inesperadamente.
-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.
-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.
En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.
Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.
Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.
Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.
Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.
Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.
Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.