La tarde era plomiza, de cielo encapotado y amenazante de orvallu, o sea rabiosamente asturiana. Íbamos llegando al cementerio de Llanes para despedir a Julio. Nos saludábamos cuando enseguida habló Miguel, uno de los hijos de Julio. Recordó que a su padre le gustaba la gaita, pero no como la tocan ahora, en grupo más o menos atronador, sino la que él llamaba gaita anarco-solitaria, o sea la que suena sola, lejana, con un llanto que viene de la quintana o del pequeño valle entre dos cuetos. Me encuentro con gentes sencillas, amigos, como Pepín “el de Nicasio”, Rosa Peña, y con su viuda, Inés. También están próceres del socialismo, como Pedro de Silva, Antonio Trevín o María Izquierdo. Escuchamos en silencio a Miguel Gavito, que habla bien, con palabras enteras, sin asomo de cursilería ni sensiblería, como a Julio le hubiera gustado.
De improviso sonó una gaita de las de “por libre”, rural, lejana. Sufro de improviso un brusco respingo emotivo que me produce un involuntario gemido que es perfectamente audible en el silencio del cementerio. La gente me mira, aunque pronto las miradas se diversifican pues no he sido el único. Recuerdo la asturianía de Julio, nacida y mecida en Aller y en las cuencas; desarrollada en Oviedo y perfilada en Llanes.
Mina, mar y cultura como le gustaba a nuestro gran ingeniero, gran hombre y gran amigo. Se van formando pequeños corros de despedida. En todos nos preguntamos si el Nordeste aguantará el orvallu y los paraguas seguirán cerrados. Cuando el llanto de la gaita se difumina y se ahoga en el “ronquín” el recuerdo de Julio, lejano y próximo, como la gaita también nos ahoga.