En una de las pequeñas historias que preceden a la que cuenta las aventuras de «Don Camilo», Giovanni Guareschi dice: «Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre, pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo».
Cuento esto porque hace unos días me vino el párrafo a la cabeza cuando vi a unos niños, de 10 años más o menos, jugando animadamente al fútbol. Lo hacían en un campo bien marcado, con porterías de madera y hasta algo de yerba en el suelo. Iban bien equipados: botas con tacos, medias, camisetas del mismo color en cada equipo y pantalones a juego. Cada «porterín» usaba guantes y rodilleras. Había un entrenador por bando, árbitro vestido de negro y muchos padres en los márgenes del campo animando a sus chicos. El balón, de reglamento.
Nosotros, cuando salíamos del Instituto Alfonso II, cogíamos una piedra pequeña y plana que hacía de balón, buscábamos dos alcantarillas opuestas en la calle de Santa Susana (pues la de este periódico, Calvo Sotelo, estaba entonces sin asfaltar y no tenía alcantarillas) y allí echábamos grandes partidos. Cuando empezó a haber demasiados coches y nos veíamos forzados a interrumpir el juego con frecuencia, jugábamos en el Bombé, cambiamos las alcantarillas por bancos enfrentados, y con una pequeña pelota de goma disfrutábamos como verderones. También jugábamos en la Herradura, aunque ahí no había «porterías naturales» y las marcábamos con pequeños montones de carteras de libros, gabardinas o ambos. Algún árbol ayudaba. Por supuesto que usábamos zapatos o botas de calle y la misma ropa de siempre. La carencia de árbitro favorecía las discusiones, los insultos y hasta las pequeñas peleas.
Con todo, sea de la precaria forma de antaño o de la lujosa de hogaño, estoy muy a favor de que los muchachos jueguen al fútbol (o a deportes semejantes) y voy a explicar por qué.
En primer lugar, el fútbol va creando en los chicos la idea de que hay unas normas que es preciso respetar, y que si no las respetan, el resultado de la acción -aunque fuera aparentemente bueno- no sirve de nada porque es anulado, e incluso puede ocurrir que el que hace dicha acción no reglamentaria sea castigado.
Sencillo es tomar el balón con la mano y meterlo en la portería contraria, pero de nada sirve. La trampa es inútil y, con toda probabilidad, tendrá su castigo. Las normas que nos hemos dado, y hemos aceptado (al menos por mayoría) hay que cumplirlas, tal como sucede en la vida real.
En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, el fútbol hace ver a los muchachos que hay una autoridad que es preciso respetar: la del árbitro en este caso, que tiene potestad incluso para expulsarnos del campo sin apelación posible ni argucia dilatoria. Esto creo que es importante en esta época, en la que la autoridad de los padres está perdida o no se ejerce, y la de los educadores está limitada precisamente por no existir la parental. Más autoridad tiene un árbitro para expulsar a un jugador del campo que un profesor para echar a un gamberro de la clase.
Otra idea que intenta transmitir este deporte es que el exceso puede ser nocivo. Bien está que un jugador busque la victoria de su equipo y se emplee a fondo, pero si se pasa en ardor y usa la violencia, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, con lo que causará un grave perjuicio al equipo que quería que fuese vencedor a toda costa. No es mala enseñanza ésta de que la moderación es superior al exceso, y lo justo a lo demasiado.
Por último, entiendo que el fútbol, al ser jugado por once personas, favorece la noción de trabajo en equipo. No es tan importante hacer una buena jugada individual como triunfar y llevarse la victoria y los puntos. Esto es interesante y puede ser hasta formativo en un país tan individualista como el nuestro. Quizá no sea casualidad que -hasta hace poco- hayamos destacado más en deportes practicados por una sola persona (ciclismo, tenis, piragüismo, atletismo, etcétera) que en los de equipo. Esto, afortunadamente, está cambiando con las nuevas generaciones.
Por todo lo expuesto, creo que el fútbol no es sólo pasión, patadas y griterío, o al menos no tendría que serlo. Hay también, como en la mayoría de los deportes, un aspecto educativo, que quizá -entre todos- debamos favorecer. No es malo que los chicos jueguen al fútbol y a deportes similares, y me alegro mucho de que ahora lo puedan hacer con portería y balón «de verdad», y no con la penuria de la piedra y las alcantarillas.
Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2009.