Los mitos, como los cuentos y las leyendas, siempre han sido del agrado de los humanos. Ahora vivimos tiempos de desmitificación, quizá porque la ciencia progresa, y al avanzar nos va explicando el porqué de muchos de los sucesos que antes parecían mágicos, míticos, inexplicables.
Seguramente todo empezó por el amanecer. Para nuestros antepasados, la diaria salida del sol tuvo que ser un misterio lleno de belleza, como la que encierran tantos otros mitos. Después llegaron Copérnico, Galileo, Newton y otros, que nos explicaron científicamente el cómo y el porqué del fenómeno. Del carro del sol conducido por Apolo, pasamos a las fuerzas de la gravitación universal y al movimiento de rotación de la Tierra.
En la fisiología ocurrió algo parecido. Quizá fue el corazón una de las vísceras más desmitificadas. Considerada antaño cuna del amor, de los afectos y de las pasiones, ha pasado hoy día a desempeñar un prosaico papel de bomba inyectora, cuyos devaneos no influyen en los sentimientos, sino más bien en el electrocardiograma.
En el cerebro el asunto ha pasado a mayores. El entendimiento, la memoria, la confianza, etcétera, tienen sus áreas peculiares, sus circuitos preferentes, y su funcionamiento se desvela día a día. Una de las «potencias del alma» que decía San Agustín, la memoria, la tienen infinidad de aparatos electrónicos, y hasta muchos ascensores de las casas y asientos de los automóviles.
Incluso el amor, que parecía el último reducto del misterio, del mito y de la leyenda, está siendo minado por la ciencia. Sabemos que la serotonina influye en el sentimiento amoroso. Recientemente se ha visto que una hormona segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, pocas veces se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el contrario, son promiscuos, no forman parejas, o sólo con la madre cuando son jóvenes. Según ciertas investigaciones, los primeros tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo uterino y la expulsión de leche.
Otra sustancia que -como decíamos anteriormente- parece intervenir es la serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes afectados de trastorno obsesivo-compulsivo como en los enamorados recientes («amor de enamoramiento»). Al año se habían normalizado.
El conocimiento científico no es sino una progresiva desmitificación. Mi esperanza son las mareas. Ese silencioso fluir y refluir de la mar, que mueve millones de litros de agua, que facilita la vida en la costa, que muda continuamente nuestro paisaje. Ya sé que hay varias explicaciones científicas en las que interviene la atracción causada por el Sol y la Luna, pero -según creo- hay aún algunos detalles que permanecen oscuros. No todo se sabe en lo relativo a las mareas. Por eso me gusta ver la invasión de las aguas y su posterior retirada cada seis horas y cuarto. Puntualmente. Inexorablemente. Y celebro saber que no hay todavía explicación cabal, completa, absoluta; que aún nos queda una pizca de mito en el eterno devenir de las mareas. Benditas sean.
Publicado en "La Nueva España" el 19 de Marzo de 2008.
miércoles, 19 de marzo de 2008
domingo, 9 de marzo de 2008
Respeto a los tribunales
En el mundo en que vivimos parece que fuera obligado tener respeto innato y reverencial a los tribunales. Me refiero a los de justicia, que tanto dan que hablar. Yo supongo que los tribunales, como el resto de las personas e instituciones, tendrán que ganarse ese respeto. Una persona, para ser respetada por sus vecinos, tiene que comportarse dignamente, lo que suele incluir no hacer mal a nadie, mantener la palabra dada y cumplir con su deber. Supongo que, «mutatis mutandis», algo parecido ocurrirá con las instituciones.
Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.
Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.
El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.
Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.
Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.
Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.
Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.
Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.
El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.
Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.
Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.
Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.
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