Vivía
feliz en un apartamento muy pequeño (25m) pero
acogedor y con unas vistas bonitas y amplias hacia el mar y el Sardinero, que
es un barrio de Santander con 3 playas urbanas y varios jardines frondosos unos
y llanos otros.
Por la mañana, después de desayunar, hacía
alguna compra (según lo que me apeteciera comer o cenar) y preparaba la comida,
que dejaba hecha antes de ir a la playa a caminar y a darme un baño de mar.
Aquella mañana de Octubre salió con sol
radiante. Daba gusto ver el Sardinero soleado. Preparé una ensalada de tomate,
cebolla y patata cocida, y la dejé en la cocina. Esperanzado e ilusionado, pensaba
comerla al mediodía, a la vuelta de la playa. Poco me imaginaba que jamás la probaría.
Puse el traje de baño y bajé a la playa. Dejé
el calzado y la camisa en la arena y comencé a caminar. Cuando iba yo algo
deprisa, andando ligero sobre la arena mojada, noté que mis piernas tropezaban
una contra otra y me caí al suelo de bruces. Me golpeé en la cara y comencé a
sangrar por la nariz. Me quedé en el suelo, con la cara llena de arena y de
sangre, por lo que pensé acercarme a la orilla, que estaba a 2 ó 3 metros, para
lavarme. Esa era mi comprensible obsesión, lavarme la cara y retirar arena y
sangre.
Pronto algunas gentes me rodearon. Oía que
decían que me había dado un ataque de algo, o un infarto o similar, y no me
dejaban que me acercara a la orilla, mientras hablaban de llamar a una
ambulancia. Yo estaba convencido de que si me dejaban lavarme, volvería solo a
casa, comería la ensalada, dormiría la siesta y me despertaría tan bien como
todos los días.
Pero nadie me escuchaba. Todos preguntaban que
con quién había ido y parecían disgustados al saber que había ido solo. Estaban
deseando “quitarse el muerto de encima” y descargarse del trabajo de pedir
ayuda.
Al fin entendí que una ambulancia estaba en
camino y eso pareció tranquilizarles, a todos menos a mí, que seguía con el
rostro enarenado y ensangrentado e incómodo.
Para que vieran que había sido un traspié y
que me encontraba bien, intenté levantarme, pero mi extremidad inferior
izquierda no me obedecía bien. Entonces empecé a pensar que quizá lo de la
ambulancia podía ser necesario. Llegó enseguida. Me subieron a una camilla y me
metieron en la ambulancia.
Yo me daba cuenta de todo. Incluso del camino
al Hospital, que era en el que yo había trabajado muchos años. Llegamos y me
trasladaron a una camilla con ruedas. Me llevaron a rayos y me hicieron un TAC.
Después oí algo referente a radiología intervencionista. El médico que lo
hacía, muy joven, era buen amigo y yo sabía que trabajaba muy bien, lo que me
tranquilizó.
Ahora me pincharán la femoral, pensaba yo sin
mucho temor, aunque sabía que era una aguja gruesa, pero esperaba del buen
hacer de mi colega una buena anestesia local, como así fue.
Efectivamente me pincharon la arteria femoral
izquierda e introdujeron por ella un catéter. Yo lo seguía todo mentalmente
pues yo mismo había hecho ese proceder varias veces. No me hicieron mucho daño.
Después, por deferencia del radiólogo amigo,
me pusieron de lado y pude ver la pantalla de televisión. Tal como explicaban,
se veía la arteria cerebral media, una de cuyas ramas más importante estaba
obstruida, y a partir de ahí, el hemisferio cerebral izquierdo no recibió
sangre.
Yo sabía que las células del cerebro no pueden
estar más de tres minutos así, sin oxigeno, porque se mueren, y empecé a
preocuparme. Cada minuto me parecía eterno. Pronto vi un catéter que avanzaba
hacia el lugar de la obstrucción y oí al médico decir que iba a aspirar el
trombo, lo que me dio gran alegría. Efectivamente el catéter llegó al trombo y
cuando se retiró la sangre volvió a fluir y a llenar la zona poco antes vacía.
Todos parecían contentos, incluso yo, que pensaba
que el cerebro apenas había estado 2 minutos sin sangre y que por tanto no
había sufrido mucho.
No tardaría en darme cuenta de lo equivocado
que estaba.
Poco después me llevaron a la UVI. Mis
pensamientos estaban en la zona que se había quedado sin riego, que ahora
estaría con un exceso de riego, lo que se suele llamar “perfusión de lujo”.
Sabía que eso era muy peligroso especialmente si médicos no muy duchos en el
asunto se empeñan en tratarlo. Es mejor dejar que evolucione solo. Entonces sí
tuve algo de miedo de que los médicos de la UVI se empeñaran en tratar mi
perfusión de lujo y mi probable edema cerebral. Sabía que eso suele terminar
mal para el paciente. Afortunadamente se abstuvieron de intentar buscar éxitos,
y dejaron actuar a la Naturaleza, que es muy sabia.
Yo lo oía todo y lo interpreté así, lo que me
tranquilizó.
Perdí toda noción del tiempo, pero recuerdo oír
la voz de mi hija, y de un médico que me preguntaba:
-
¿Sabes quién es?
-
Sí, mi hija
-
¿Cómo se llama?
-
Isabel
Después lo mismo con uno de mis hijos varones.
Sin duda deseaban saber mi grado de conciencia.
Mis recuerdos siguientes son ya de estar en
una cama en una habitación en los pisos altos del hospital. Estaban mis hijos,
algunos hermanos y Teresa, una amiga.
Empecé a darme cuenta de que no podía mover la
mitad izquierda de mi cuerpo, o sea, más técnicamente, que estaba hemipléjico.
Sentía ganas de orinar pero todos me decían que era una sonda que tenía en la
vejiga. Así empezó un calvario que no es para expresar con palabras, y que no ha
acabado hoy día, casi tres años después.
Estuve una semana en aquella habitación. Por
la mañana venía Teresa para acompañarme en el desayuno y me traía pastas. Eso
me gustaba mucho, las pastas y la compañía.
Después pasaban la visita los médicos. A pesar
de ser todos compañeros y algunos amigos, recuerdo sus maneras como distantes.
Especialmente las mujeres. Ni una sonrisa ni una palabra de ánimo. Más parecía
que querían demostrar que sabían mucho, que estar cerca del paciente. Me
exploraban someramente y en esas exploraciones vi que estaba hemipléjico y que
el asunto por desgracia, iba en serio. A los dos o tres días comencé la
rehabilitación, que – como yo bien sabía – era el único tratamiento que cabía
hacer y mi única esperanza de lograr alguna recuperación.
Sin embargo, me encontré con unas
fisioterapeutas autoritarias, distantes y duras, que me trataban como a un
párvulo díscolo. Me mantenían de pie y yo sufría lo indecible pues tenía la
clara sensación de que me iba a caer en cualquier momento y que me iba a matar.
Suspiraba por sentarme un momento, pero no me dejaban.
Creo que pocas veces en mi vida desee algo
como deseaba que se acabaran aquellas sesiones. Entraba una celadora con una
silla de ruedas y yo veía el cielo abierto. Me sentaba con insuperable placer
en la silla y ella me llevaba a la habitación. Allí me echaba sobre la cama y
me regocijaba pensando que ya no estaba de pie ni iba a estarlo en toda la
tarde.
Algún día llegaba mi hija Marta y me decía que
me levantase. Yo, naturalmente, me negaba. Ella contestaba con una frase que
todo el mundo repetía y que se me fue haciendo insoportable.
-
Es por tu bien
Se había erigido en la dueña del bien y del
mal. Yo pensaba: “Dios nos libre de los iluminados que saben dónde está el bien
y el mal”.
Después vi en el trasporte de la
rehabilitación que casi todos los que estábamos inválidos estábamos hartos de
la famosa frase “es por tu bien” y tras decir eso, te fastidiaban todo lo que
podían.
Así estuve una semana soñando por escaparme
siquiera un par de horas para ir a una terraza del Sardinero, comer algo
decente en una mesa y sentado, y tomar un vaso de vino viendo el mar. Lo de
comer en la cama no me agradaba, por lo que apenas comía.
Mis hijos seguían buscando algún lugar para
rehabilitarme, y descubrieron que en Oviedo había un hospital relativamente
especializado en esos asuntos. Pedimos plaza y tuvimos la buena suerte de que
fui admitido. Eso me abrió una puerta a la esperanza. Pocos días después
llegaba al Hospital Monte Naranco de Oviedo.
Enseguida vimos todos que las cosas habían
cambiado. Las enfermeras, auxiliares, médicos, celadores, etc. eran más
simpáticos que en Santander. En Rehabilitación, en cambio, era lo mismo o peor
y yo seguía sufriendo mucho. Tampoco comía casi nada.
Los que eran muy agradables eran los otros
enfermos compañeros de habitación y sus familiares, especialmente un
ferroviario llamado Ángel, verdaderamente simpático y amable. Cada vez que me
cruzaba con Ángel, lo que era frecuente pues compartíamos habitación, me miraba
con gesto amable y exclamaba: “¡Vaya papeleta que tenemos, compañeru!”. A mí me
hacía gracia y al poco tiempo ya se lo decía yo a él también. Verdaderamente
era una papeleta; un toro difícil de lidiar. Aún ahora me acuerdo de lo de la
papeleta, y de Ángel el ferroviario y me sonrío, pero ¡qué razón tenía!… ¡Vaya
papeleta que nos cayó!… En fin, paciencia y barajar…
Allí empecé a dar dos o tres pasos con la
ayuda de una muleta. Eso me animó, pues desplazarse tres o cuatro metros ya me
parecía un éxito y algún día incluso salí a la terraza a tomar el sol con
Teresa, que seguía visitándome en Oviedo.
No hace falta decir que no tenía proyectos. Mi
única ilusión era recuperarme lo más posible, aunque en rehabilitación seguía
sufriendo, pues yo creo que tenía un vértigo grave, secuelas del ictus, y a
pesar de ello me hacían permanecer de pie sin apoyo ni ayuda. Llegué a odiar la
tal rehabilitación, y con tal de no estar allí ya me sentía feliz.
Quizá por esto fue ilusionándome la
posibilidad de volver a mi casa del Sardinero y hacer la rehabilitación de
forma ambulatoria en Valdecilla, donde tenía amigos y compañeros. Mis hijos
arreglaron las cosas, de modo que alquilaron una casa y contrataron una
cuidadora, llamada Milagros, para que pudiera estar en mi casa y no dejara de
hacer rehabilitación. Así lo hicimos y para mí fue una resurrección.
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ResponderEliminarHola mi gran doctor! Siento mucho lo que le pasó. Nunca olvidaré cuando no podía apenas caminar y llegué a su consulta en el Centro Médico de Oviedo sin ganas de vivir, hinchada de tantas inyecciones de cortisona[parecía un monstruo] y me operó dos veces y me devolvió la esperanza que tenía perdida. Y cuando entraba en la habitación a darme los buenos días con aquella sonrisa suya que espero no la haya perdido. Le estaré agradecida lo que me quede de vida. Espero que se recupere pronto y que disfrute mucho de las terrazas del sardinero. Muchas gracias por todo y mucho ánimo. Un saludo
ResponderEliminarHola otra vez..no sé si lo leerá pero para mí su compañía fue una clase magistral ...una pena q sus discípulos no hayan aprendido la modestia...usted es un genio..y como usted dice lecciones a un profesor las justas...ojalá mejore y se tome un vino o lo q quiera como usted quiera..saludos desde Palencia y un abrazo enorme🤗
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