Desde niño le tengo miedo a lo que se suele llamar «la Justicia», y no sé si ese temor es una virtud o un defecto. Lo mismo, o parecido, me ocurría con lo del «temor de Dios», que todos lo consideraban una virtud, pero yo no lo tenía nada claro, pues pensaba en lo difícil que es amar a alguien y también tenerle miedo.
La historia que voy a contar sucedió cerca de aquí y es más o menos verdadera. Hay varios implicados, pero el que más sufrió se llamaba Telesforo, que era hijo de don Aniceto Poca Rodríguez y de doña Mercedes Cabeza Husillos. El chico, naturalmente, se llamaba Telesforo Poca Cabeza, aunque era de natural despierto y cumplía a satisfacción con todos los encargos, encomiendas y mandados que le pedían los mayores. Además, siempre estaba de buen humor. Tanto, que llevaba con toda dignidad y hasta con un poco de coña las chanzas que sus compañeros de colegio, incluidos profesores, hacían de sus apellidos. Telesforo solía seguir las bromas y hasta a veces apostillaba: «No soy el único de la familia. Mi tía Lola, casada con el hermano de mi madre, se apellida Fuertes. En las tarjetas tiene que poner: "Dolores Fuertes de Cabeza"». Esto hacía sonreír a los oyentes, que, al ver que Teles llevaba bien el asunto y no se picaba, enseguida cambiaban de tema.
Telesforo, en algún momento de su juventud, pensó en modificar ligeramente sus apellidos, pero no daba con la fórmula adecuada. Telesforo Pocaca Beza le sonaba muy mal, y apellidarse Po Cacabeza no le convencía. Algunas veces añadía una «ese» al final de uno de sus apellidos y, al deshacer la concordancia en singular, la cosa quedaba algo mejor.
Telesforo, como digo, salió despabilado, y enseguida aprendió el honroso y vetusto oficio de carnicero, para el que hay que tener buena mano y mejor tino.
«Ten cuidado no vayas a llevarte un dedo con esos cuchillos tan afilados», le decía a diario su madre.
Telesforo sonreía, agradecido por la cariñosa advertencia.
Poco después de volver de la «mili», Teles se casó con Teruca, una buena chica, limpia y hacendosa. Tuvieron dos hijos, a los que daba gloria ver crecer. Ahora era su mujer la que repetía: «Ten cuidado, Teles, con los machetes, no vayas a llevarte una mano». Y Teles volvía a sonreír complacido.
Pero la desgracia no vino por el acero, sino por donde menos se pensaba.
Un día el joven carnicero, que ya tendría sus treinta y siete años, recibió una citación del Juzgado. No le dio mucha importancia, pues tenía la certeza de no haber hecho nada malo, pero pronto el asunto pasó a mayores: un chiquito de once años, poco más que un niño, vecino del bloque en el que vivían Teles y Teruca, le había denunciado por abuso sexual. En realidad la denuncia la puso la madre, después de que se lo contara el chico. La señora era de armas tomar, por lo que puso toda la carne en el asador. Hubo una rueda de reconocimiento y el chico identificó al carnicero sin titubear.
Le cayeron doce años, año arriba o abajo, pero Teles no estaba dispuesto a ir a prisión, y nada más oír la sentencia, antes de ingresar, desapareció sin dejar rastro. Eso complicaba las cosas desde el punto de vista legal, y para la madre denunciadora era la prueba irrefutable de la culpa del joven carnicero.
Pasó algún tiempo. Dos o tres años. Teruca y sus hijos sufrieron lo indecible. El mayor, que ya era casi mozo, apretaba los dientes cuando veía a los denunciantes. Mucho por rabia, bastante por impotencia y algo por duda.
La señora de armas tomar estaba, en cambio, satisfecha, y preparaba con detalle la primera comunión del hermano pequeño del abusado. Al ser una familia muy religiosa, era obligado que todos comulgasen con el neófito, como así fue.
A los pocos meses, el párroco de la zona fue al Juzgado y pidió hablar con el juez que había conocido del caso. No dijo mucho. Simplemente le aseguró que Telesforo Poca Cabeza era inocente y que debían revisar el asunto. No le sacaron más.
Curiosamente le hicieron caso y volvieron a tomar declaración al chico y a su madre, en circunstancias distintas. Esta vez el joven cantó de plano. Todo venía de una mañana en la que el carnicero había reprendido al entonces niño y a alguno de sus amigos por querer robarle, torpemente, unos chorizos. Teles ni se acordaba de aquello, pero el chiquito se la había jurado.
Se aclaró el asunto, y Teles, que había estado en discreto contacto con la familia, pudo regresar de Brasil. Le recibieron como a un héroe, pero eso no le importaba mucho. Volvió a abrir la carnicería y cuando algún cliente le decía «más vale tarde que nunca», Telesforo contestaba arqueando las cejas: «Sí, claro, el que no se consuela es porque no quiere».
Publicado en "La Nueva España" el 4 de Junio de 2007.
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