viernes, 18 de abril de 2008

Deportistas pasivos

Cada día hay más y cada vez más variados. Ahora, en primavera y verano, los ciclistas empiezan a alcanzar a futbolistas y baloncestistas, llegando incluso a igualarlos y sobrepasarlos. Ha aumentado exponencialmente el número de los pilotos de Fórmula 1, y siguen creciendo los golfistas.

El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.

El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.

Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.

Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.

Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.

En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»

Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.

Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».

La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.

Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.

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