Quizá habría que partir de algunos hechos ciertos, o al menos admitidos por la mayoría de los entendidos:
1º.- Por el color, actualmente los vinos de mesa suelen dividirse en tintos, rosados y blancos.
2º.- El tinto es tinto porque fermenta con el hollejo, no por el color de las uvas de las que nace. El hollejo es el que tiene la mayor parte de los taninos, polifenoles, levaduras, etc.
3º.- El rosado y el blanco fermentan sin el hollejo; sólo el mosto o con muy poco hollejo.
¿Dónde queda pues el clarete? ¿Qué es en realidad este tipo de vino? La respuesta no es única, sino al menos doble y quizá por esta indefinición o doble significado se está perdiendo su uso, ya que su significado no es unívoco.
Etimológicamente el vocablo viene del francés “clairet” y se comenzó a aplicar hace unos cuatro o cinco siglos a algunos caldos de Burdeos ligeros, que salían con un color menos oscuro que la mayoría de los tintos de la zona. También eran más claros que los de Borgoña o los Beaujolais franceses, y que los Ribera o Toro españoles. Ese tipo de Burdeos, casi transparente, gustó mucho en Gran Bretaña (y después en Estados Unidos) donde se le llamó “claret”, probablemente a partir la palabra francesa “clairet” que los designaba. Su color se acerca al de la cereza en sazón, es decir que es algo más claro que el de la picota madura, que tira más al negro. El nombre se difundió y puede verse en las etiquetas de algunas botellas de Burdeos, especialmente en las que se exportaban y se exportan al Reino Unido y USA. También se lee en el marbete de algún Rioja, en donde el proceso fue parecido, y se llamaban y aún se llaman “claretes” a tintos menos subidos de color, pero que –como los Burdeos- fermentan con el hollejo, es decir que son tintos por su génesis.
Por otra parte, –y aquí nace el doble significado-, en Castilla, se llama “claro” al vino que en otros muchos lugares llaman rosado. Como quiera que “claro” y “clarete” parecen vocablos relacionados, no son pocos los que en Castilla y en otros pagos llaman “clarete” al rosado, es decir a un vino de color fresa joven o rosa poco subido, que fermenta sin el hollejo, es decir que es un rosado auténtico, tanto por su aspecto como por su génesis.
Y ahí está la dificultad, pues en tanto que en gran parte de Europa el “claret” es un tinto de bajo color (como en Francia y en Gran Bretaña), en muchas partes de España el clarete se identifica con el rosado.
Mi abuela doña Luz, -que era devota del Burdeos y del Rioja-, decía que a ella le gustaba el “clarete”, refiriéndose siempre al vino tinto ligero, de color cereza en sazón, que fermenta con el hollejo, tiene “bouquet”, gana en barrica, se afina en botella y se sirve “chambré”, o sea a la temperatura de la habitación en la que se bebe; es decir, como todos los tintos. A mí me gusta también el “clarete”, pero –al contrario que mi abuela- me refiero al “claro”, ese vino rosa pálido que fermenta sin el hollejo, apenas tiene “bouquet”, gana poco en barrica, casi no se afina en botella y se bebe joven y fresco, a siete u ocho grados más o menos. O sea el que ahora casi todos llaman “rosado”.
Quizá por esta ambivalencia en el significado, el vocablo se está perdiendo. De hecho, cuando pido vino clarete en el restaurante, casi siempre me preguntan ¿rosado, verdad? Yo digo que sí, que rosado, pero mi abuela, si viviera, se quedaría desconcertada.
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