Hace unos sesenta años Ernesto se ganaba la vida haciendo recados por Oviedo con su carrito ligero tirado por un burro. Lo mismo llevaba un par de lecheras grandes que un cajón de libros; o un sofá que iba al tapicero como un odre lleno de vino que venía de la taberna. Un día, siendo yo niño, mi madre se empeñó en llevar a arreglar un enorme reloj de pared, el doble de alto que yo, que había dejado de funcionar. Vino Ernesto y lo cargó con mi ayuda y la del portero de la finca, y cuando se disponía a marchar con el voluminoso reloj, yo, que me moría de ganas de subir al carro, le pregunté que si me dejaba ir con él. Ernesto, que era muy mirado, le preguntó antes a mi madre, que autorizó el pequeño viaje urbano, con lo que -encantado de la vida- me subí al carro, al lado de Ernesto, sin dejar de preguntar todo lo que se me ocurría, que era mucho.
Yo había leído algunas historias de carreteros que blasfemaban y pegaban mucho a las caballerías y quería saber si era cierto, pero como no me atrevía a preguntarle a Ernesto si blasfemaba y castigaba al animal, dije prudentemente:
-¿Hay que pegarle mucho a este burro para que ande?
-¿Pegarle? No, a «Blas» no hay que pegarle. Le dices lo que hay que hacer y lo hace.
-¿Se llama «Blas»?
-Sí, atiende por «Blas». Es muy inteligente.
-¿Pero no es un burro?
-Sí, pero un burro listo. O sea, un asno, un pollino, dijo todo serio Ernesto. Mira, a ver qué te parece lo que vas a ver.
Bajábamos por la calle Gil de Jaz, a punto de entrar en Uría y teníamos que ir a Doctor Casal. Ernesto soltó las riendas y un poco después dijo enérgicamente en alta voz: «¡A la derecha!», y «Blas», obediente, giró hacia ese lado. Ya enfilaba Uría adelante, cuando el transportista dijo con grito estentóreo: «¡A la izquierda!». Y el jumento tomó hacia abajo por Doctor Casal. Naturalmente yo estaba asombrado y pregunté si también me obedecería a mí. Ernesto, cauto, dijo: «No sé, este "Blas" es muy suyo, a lo mejor extraña la voz, pero prueba a ver».
Pasamos Melquíades Álvarez y en el siguiente cruce de nuestro trayecto teníamos que girar de nuevo a la izquierda, para entrar por Campoamor. Las riendas estaban sueltas, colgando dentro del carro, y yo dije con mi vocecita infantil: «¡A la izquierda!». «Blas» pareció desconcertado. Ernesto me dijo por lo bajo: «Repítelo más fuerte, grítale con ganas». Así lo hice y esta vez «Blas» hizo el giro ordenado con toda naturalidad.
Yo hubiera repetido las órdenes con gusto, y varias veces más, pero Ernesto, otra vez muy serio, dijo: «Voy a coger las riendas. No se debe abusar de la inteligencia de los demás...».
Publicado en "La Nueva España" el 22 de Diciembre de 2008.
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