viernes, 31 de octubre de 2014

La piedra de fuego

Pachín de Vega trabajaba toda la semana en el astillero de su pueblo (en realidad una carpintería de ribera) y los domingos salía a la mar en compañía de su padre y de otros amigos a pescar algo y sobre todo a charlar y a tomar un buen aperitivo, todos juntos.
Se juntaban en el muelle a eso de las nueve y salían ya caceando, con los anzuelos a remolque, por si picaba algo. Pachín tomaba notas para escribir después la crónica, generalmente en forma de cuento o narración:
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Solíamos ir varios, el más aficionado era don Manuel, el mejicano y dueño de la embarcación. Con él iban dos jóvenes hermanos que apenas se parecían entre sí: Fabila, que era moreno, no muy alto y ancho de espaldas, y Luis, que era alto, delgado y rubio. Estos hermanos se encargaban del motor de la embarcación, especialmente Luis, que sabía algo de mecánica.
Fabila se ocupaba de las artes de pesca, la carnada, las mareas, y de todo lo relacionado con la captura de peces. Don Manuel llevaba unos bocadillos y la bota llena de vino para el tentempié de las once. Francisco Vega padre, echaba una mano al casco, si es que hacía falta.
Iba también un viejo marino, uno de los más viejos y expertos de Amara, que se llamaba Modesto, que tenía todo el aspecto y la sabiduría de un viejo lobo de mar. También venía don Ramón, un empresario de la zona.
Modesto tenía la cara, las manos y el cuerpo lleno de arrugas, posiblemente por los muchos años saliendo a la mar y recibiendo el sol y el viento en su piel que se había ido curtiendo sin la menor protección.
Los domingos, al encontrarse, los amigos y compañeros de pesca se preguntaban por los distintos cometidos.
  • El motor está dispuesto, decía Luis mostrando un bidón de gasolina que sacaba del maletero de su coche.
  • Y aquí están las caceas y la carnada, añadía Fabila.
Don Manuel entonces mostraba una cesta de mimbre cubierta por una servilleta que colgaba de su brazo y adelantaba la bota que pendía de su hombro, haciendo ver que la provisiones estaban listas.
Modesto entonces desamarraba uno de los cabos atados a la motora, lo soltaba del noray y, tirando de él, acercaba la embarcación a una de las escaleras del muelle. Allí saltaban al interior todos, de uno en uno, salpicando la conversación con opiniones sobre el tiempo atmosférico.
Acto seguido nos íbamos sentando en la popa y la tertulia comenzaba.
Entonces Luis se acercaba al motor, daba unas vueltas de manivela y enseguida el ruido del motor nos acompañaba.
Don Manuel o Modesto al timón nos iban sacando del puerto. Fabila nos daba una cacea a cada uno y las íbamos largando por popa, manteniendo el bramante en la mano para notar la picada si se producía.
Yo le pregunté a Modesto si sabía algo o había oído hablar en sus muchos viajes e innumerables singladuras de la “Piedra de fuego”, también llamada “El oro luminoso”.
  • Pues claro que lo sé, muchacho, me dijo Modesto. No hay marinero que se precie que no haya oído algo de eso.
Esa piedra se la quería dar Neptuno a Hércules en pago por librarle del calamar gigante que asolaba su palacio, y es una piedra brillante como el oro pulido, de la que se dice que proporciona la felicidad completa de quien la posee, y por eso los marinos de todos los mares quieren hacerse con ella. El problema es que antes de que la cogiese Hércules, un tiburón hambriento se la tragó, y está por tanto en el vientre de uno de los muchos tiburones que pueblan los mares. Ya se comprende que resulta difícil hacerse con ella.
Don Ramón preguntó:
  • ¿Pero qué clase de felicidad proporciona esa piedra?
  • Pues la que quieras, dijo Modesto; para unos puede ser pescar mucho, para otros, dinero, y para otros, amor. Cualquiera sabe. Hay gente para todo.
  • Para usted ¿Qué sería?
  • Para mí sería disponer para siempre de tranquilidad y buenos alimentos, así como ausencia absoluta de problemas, lo que ya va con la tranquilidad.
¿Y para usted, Modesto?, preguntó a su vez don Ramón.
  • Pues, salud para mis hijos, para mí y toda mi familia, así como un buen pasar, o sea buena pesca a diario.
Usted, Don Manuel, ¿Que le pediría a la piedra?
  • Pues yo, la verdad, dinero, mucho dinero, suele ser lo que me da más preocupaciones.
¿Y tú, chico?, me dijo Modesto.
  • Yo estoy enamorado de una chica y pediría que ella se enamorase de mí. Esa sería mi felicidad.
Así estuvimos un buen rato, soñando despiertos con la felicidad que nos daría la piedra si es que lográramos dar con ella.
Fabila y Luis eran los menos soñadores.
  • La verdad es que no necesitamos gran cosa, tenemos salud y trabajo. Incluso nos divertimos los domingos por la mañana y hasta volvemos a casa con pescado para la semana.
Don Manuel se puso de pie y empezó a cobrar su cacea. La emoción de la pesca la extendió y alcanzó a todos los contertulios que se pusieron de pie al tiempo.
Era un bello espectáculo ver luchar al pez contra el anzuelo y el arrastre de la embarcación. Saltaba a unos quince metros detrás de la popa, y en cada salto, su vientre plateado relampagueaba reflejando el sol de la mañana, que ya tenía algo de fuerza.
Las opiniones se dispararon:
  • Parece una roballiza.
  • Yo creo que es una xarda.
  • Quizá un chicharro. Están saliendo muchos estos días.
Al final resultó una xarda o caballa, lo que decepcionó algo a don Manuel que hubiera preferido una lubina, en general más apreciada.
Fabila se hizo con la xarda, que agarró con su mano izquierda; con la derecha hábilmente le quitó el anzuelo y la dejó en la cesta volviendo a encarnar el anzuelo y arrojando de nuevo al mar la cacea.
Yo seguía dándole vueltas a lo de la piedra y pregunté:
  • ¿Podemos pescar un tiburón por aquí?
Modesto dijo:
  • Sería muy raro pero no imposible. Hay algunos pequeños que llaman “marraxos” y cuando el agua sube de temperatura se acercan algunos grandes, pero hay pocos y rara vez pican.
Don Manuel, que era mejicano me dijo:
  • Si quieres ver tiburones puedes ir a Méjico. En la costa del Pacífico abundan. Hay pueblos enteros que viven de ellos.
De nuevo se alzó la expectación porque don Ramón aseguró que había picado un pez en su cacea y que traía algo. Todos nos pusimos de pie para ver y opinar sobre el pez que relampagueaba al extremo de la cacea.
Don Ramón, emocionado, iba cobrando la línea mientras Modesto, como mayor y más experto aconsejaba:
  • Despacio, con calma, sin prisa; ese está bien aferrado y ya no se escapa.
Se repitió la operación. El pez subió a bordo. Fabila le quitó el anzuelo, lo echó a la cesta, encarnó de nuevo y arrojó la línea a la mar. Don Ramón estaba satisfecho; le encantaba pescar y haber cobrado la pieza sin problemas, pues no era excepcional que al izarla a bordo se soltase del anzuelo y volviera al mar.
La conversación volvió a recaer sobre la piedra de fuego y la felicidad que proporcionaba, aunque un ambiente escéptico parecía inundar la embarcación.
Don Manuel echó un buen trago de la bota, abrió la cesta del condumio y dijo:
  • Hasta que nos llegue la gran felicidad de la piedra, disfrutemos de la pequeña felicidad de un bocadillo y un trago a media mañana.
Repartió unos pequeños bocadillos de jamón y chorizo y alargó la bota.
Todos habíamos madrugado por lo que estábamos hambrientos y recibimos el refrigerio con mal contenida alegría.
Luis dijo:
  • Dejaos de piedras y atacad el bocata. Más vale pájaro en mano…
Todos asentimos y marcamos nuestro bocado en el pan al tiempo que dábamos buenos tientos a la bota, dignos de Sancho Panza.
Todo cambió cuando Modesto -habitualmente serio, hermético y lacónico- exclamó un “¡caramba!” que sonó raro en su boca, lo que hizo pensar que algo extraordinario sucedía.
Se levantó, fue a popa y empezó a cobrar su cacea con visible esfuerzo, Fabila y Luis se aprestaron a ayudarle, así como don Manuel, que empuñó el truel, pues  ya se veía que el pez era grande y que íbamos a necesitar el retel para izarlo.
Enseguida se oyeron las opiniones:
  • Salta como un bonito.
  • Con esta carnada no creo, dijo Luis. Puede ser un congrio, lucha como un tigre.
  • Quizá un marraxo grande o un tiburón pequeño...
Modesto cobró el enorme pez hasta que estuvo al lado del casco. Don Manuel puso el truel debajo y el pez cayó en la red, lo que aprovechó para izarlo.
Fue efectivamente un tiburón de mediano tamaño.
Modesto cogió un cuchillo y abrió la tripa de abajo a arriba de modo que vimos todas las vísceras del animal. Con gran habilidad Modesto palpó el estómago y notando algo duro dentro, dijo triunfante.
  • ¡La piedra de la felicidad!
Abrió entonces el estómago y extrajo algo brillante y duro, de forma más o menos cuadrada o rectangular.
  • No es una piedra, pero brilla como el oro, dijo mientras alargaba el objeto a don Manuel.
  • Es que es oro, y bueno y pulido.
Don Manuel tomó el objeto, lo observó y se lo dio a don Ramón que lo examinó y dijo:
  • ¿Qué hace un mechero Du Pont en el estómago de un tiburón?
La pregunta quedó en el aire. El empresario para asegurarse encendió el mechero. El pequeño resplandor de la chispa hizo decir a Modesto:
  • El oro luminoso, es el objeto que da la felicidad, y continuó: Don Manuel, es suyo; usted es el dueño de la embarcación.
  • Ni hablar Modesto: Tú lo pescaste y lo sacaste. Además yo ya tengo una razonable felicidad.
  • Gracias don Manuel, pero yo también. Además este mechero no vale para la mar. A mí me funciona muy bien el que tengo de contraviento my marea, una mecha y una chispa.
  • Toma Luis, quédate tú con él.
  • No gracias, dijo secamente Luis: yo no fumo.
  • Yo, tampoco, dijo Fabila.
Modesto entonces arrojó por la borda las vísceras del tiburón por lo que muchos otros se acercaron a comerlas.
  • Bueno, parece que nadie quiere la felicidad, dijo don Ramón cogiendo el mechero. 
  • Toma Pachín, quédate con él, a lo mejor te ayuda en tus amores.
Cogí el objeto con cierta esperanza, pero cuando lo tenía en la mano, la saqué inadvertidamente por afuera de la borda.
En el agua estaban docenas de tiburones que se habían acercado a comer las vísceras del que había pescado Modesto. Uno de ellos dio un salto y de un mordisco se llevó mi mano con el mechero dentro; la piedra, fuera o no eficaz volvió al estómago de un tiburón y yo me quedé sin piedras y sin mano, con un muñón sangrante, al que Modesto y don Manuel, con mejor voluntad que competencia trataban de aplicar un torniquete para evitar que me desangrase.
Viramos en redondo. Don Manuel me dio otro bocadillo y me instó a beber más vino.
  • Te hará bien hasta que lleguemos a l hospital.
El torniquete cumplió su misión. Llegamos al puerto y don Manuel me llevó en su automóvil al hospital de la ciudad más cercana, donde me curaron la tremenda herida.
No sé lo que hubiera ocurrido si la piedra no la hubiera llevado el pez, pero la chica de mis amores siguió sin hacerme el menor caso.
Modesto siempre filosófico y sentencioso dijo:
  • Es que la felicidad hay que buscarla dentro de uno mismo. Si esperas que venga de fuera nunca llegará, y si llega no te aprovechará.
  • Ya ves el pobre Pachín, dijo don Manuel, ni enamorada ni mano derecha. Y si no andamos listos hubiera perdido la vida por una quimera.
Las maniobras de atraque centraron ya nuestra atención.
Fabila saltó a tierra, recogió el cabo que le tiró don Manuel desde la barca, y fue aproximando la barca a la escalera.
Pronto estábamos todos en tierra habiendo tenido la piedra de la felicidad en la mano.

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