domingo, 22 de julio de 2007

Otra pequeña historia: don Procopio

Don Procopio Villoslada Casado era natural de Portillo, en la provincia de Valladolid, que en la división por regiones de la época no estaba claro si correspondía a León o a Castilla la Vieja, en lo que hacía pareja con Palencia, aunque a mí me parece que los de Portillo, quizá por tener castillo propio, se sentían casi exclusivamente castellanos.

Los chavales de Portillo se llevaban mal con los de Arrabal de Portillo -que está a media legua escasa-, y viceversa. Cuando se encontraban en cualquier sitio, a distancia de oírse, empezaban con insultos y seguían con cantazos. En eso de cantear, fuese lanzando a sobaquillo o con la ayuda de la honda, el Procopito, como le llamaba su abuela, no lo hacía nada mal y llegó a descalabrar a alguno de Arrabal, lo que le dio cierto prestigio entre los chicos de Portillo.

Quizás esa fue la causa de que el Procopito se aficionase al tirachinas y a la honda, y le fuera cogiendo gusto a eso de lanzar proyectiles, al tiempo que se le iba haciendo el carácter más bien guerrero y hasta un poco ardoroso. Seguramente por eso, al poco de cumplir los diecisiete, le llevaron al frente del Guadarrama, donde podía disparar todo lo que quisiera y con balas de verdad, aunque no supiera muy bien ni por qué ni para qué combatía.

Allí se le quitaron casi de repente todas las ganas de tirar proyectiles. Allí lo que había era un frío que dejaba tiesas e inmóviles todas las extremidades, las superiores, las inferiores y la impar y media. Allí vio morir, a su misma vera, a varios amigos, a los que les brotaba la sangre por la herida igual que salía el mosto rojo del arcaduz de la bodega del tío Liborio, adonde, por echar una mano -o un pie, según se mire- iba a pisar la uva por San Cipriano, a finales de septiembre.

Así que, en cuanto pudo, se retiró del frente, y quizá por la vieja querencia al tirachinas y a la honda, se empezó a interesar por las piezas, mecanismos y funcionamiento de pistolas, fusiles y cañones, con lo que, a la primera oportunidad que tuvo, se metió de ayudante del maestro armero.

Terminó la guerra; Procopio estaba con los vencedores, así que fue ascendido y hasta le cayó alguna medalla por lo del Guadarrama. Como no sabía hacer otra cosa, se quedó en el Ejército hasta más ver. Allí se comía caliente, se dormía con manta y se cobraba puntual, y no estaba el país para muchas aventuras. Se llevaba bien con el maestro armero, un sabio que entendía incluso de automáticas alemanas, y así fue aprendiendo y ascendiendo en el escalafón hasta llegar a brigada, lo que le permitía vivir con desahogo, porque Procopio nunca había pensado en casarse, y vivió siempre solo. Muy hecho al lenguaje de las ordenanzas, a veces decía -sólo a los íntimos y con sigilo- que una visita esporádica al lupanar puede sustituir con ventaja al matrimonio.

Con los años, y quizá con la soledad, se fue haciendo reservado. Tenía varios amigos, unos entre la banda de música del cuartel, otros en la cocina y el taller mecánico, y no pocos entre los militares de carrera, pero casi todos se fueron casando y eso limitaba la amistad.

Procopio vivía en una pensión próxima a su cuartel desde el fin de la guerra, o sea, que estuvo allí cerca de cuarenta años. Cuando se murió la patrona, los hijos decidieron cerrar la pensión y vender la casa. El ahora ya maestro armero tenía más disgusto que los propios hijos. Y adónde voy yo ahora, se decía. Me jubilo el mes que viene, tengo ya todas las cuentas echadas y esto descabala mis planes...


Las vueltas que da la vida


Pero la vida da muchas vueltas, y salió, como tantas veces, por donde menos se piensa. Don Procopio, que era de natural tranquilo y servicial, solía ayudar a todo el que se lo pedía. No sólo en asuntos de armas, sino también en cuestiones prácticas militares, de las que sabía infinito, por llevar toda la vida en ese ambiente.

Unos años atrás había llegado al cuartel un joven abogado que había sacado las oposiciones al cuerpo jurídico militar, con lo que, tras unos cursos de formación castrense, había recibido las dos estrellas de teniente, aunque en lo referente al funcionamiento práctico de los organismos militares no estaba muy ducho.

Al poco de llegar, el abogado tuvo que presentarse al capitán general, como es preceptivo. Salía una mañana de la biblioteca del cuartel, muy elegante, con traje oscuro, camisa y corbata, cuando Procopio le vio y le dijo:

-Perdone, mi teniente, pero he leído en la orden del día que se presenta usted esta mañana al capitán general

-Así es. Hacia allí voy ahora mismo

-Disculpe de nuevo, mi teniente, pero es que a la presentación hay que ir con uniforme de gala y las armas correspondientes. Debería cambiarse. ¿Tiene usted pistola, sable y demás?

Al joven letrado, de nombre Bonifacio, casi le da un síncope. Quedó desconcertado. Cuando se repuso, preguntó:

-¿Podría usted prestarme algo de eso?

-Claro, no faltaría más. Venga conmigo a la armería

-¿Es necesario llevar esta espada tan larga?

-Es un sable, mi teniente, y tiene que cambiarlo de lado. Va a la izquierda, por si hubiera que sacarlo...

A Bonifacio se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en sacar de su vaina un cuchillo tan largo y afilado

Después de ese episodio, cada vez que Bonifacio necesitaba saber algo del protocolo militar, de las frases y expresiones de uso en el cuartel, de armas blancas o de fuego, y en general de cualquier cuestión castrense, recurría a Procopio. Así se hicieron buenos amigos, a pesar de la diferencia de edad.

Tres días después de la fatídica muerte de su patrona, Procopio le contó su terrible problema a Bonifacio, que para entonces ya era comandante.

-No te preocupes. Yo soy el director de un colegio mayor de unos cien estudiantes. Tenemos algunas habitaciones individuales. Te daremos una. Tienes garantizadas las tres comidas, lavado de ropa, calefacción, agua caliente y misa los domingos. Todo por dos mil pesetas al mes. Seguramente menos que la pensión. Está muy bien. Yo vivo allí muy a gusto.

Y para allá que se fue don Procopio. Al principio le molestaba algo el bullicio juvenil, pero pronto se acostumbró. Los estudiantes eran buena gente y en seguida se hizo amigo del cura, del subdirector, del administrador y del cocinero del colegio. Incluso charlaba con algunos colegiales. La jubilación le permitía una vida plácida en la que las mayores emociones eran las partidas de mus y los encuentros de Copa de Europa. Así estuvo largos años, más de veinte, mientras Bonifacio fue director. Después, la verdad, no sé qué fue de él. Lo más probable es que una mañana cualquiera las señoras de la limpieza se lo encontraran como un pajarito.
Al entierro no debió de ir casi nadie.

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Julio de 2007.

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