Delfina Quidiello Piñeres era una mujer de aldea, que contaba más de setenta años pero que mantenía el ánimo vivo, la cabeza despejada y el reuma a la mayor distancia posible. El mote le venía por parte de marido. Su llorado Antón (q. e. p. d.) tenía la costumbre, la paciencia y la habilidad de hacer garduñes de gran calidad, que lo mismo apresaban un mirlo que un palomo, siempre con mucha eficacia y seguridad, por lo que eran apreciadas en toda la comarca, mayormente en la cuenca alta del río Braña, en el concejo de Aller. Delfina, algunos días, bajaba a venderlas al mercado, y de ahí salió el apodo y también algunos duros que le servían para comprar el vino y los pocos alimentos que no tenían en la aldea.
Cuando finó Antón, Delfina siguió con la casería, pero pronto vio que era mucho para ella sola. También vio que con la pensión de viuda y trabajando un poco en la huerta podía vivir sin agobios, con lo que cambió las vacas por una lucida cartilla de ahorros, que es más fácil de ordeñar, no da olor y no se queda preñada.
Delfina tenía dos pequeñas pasiones: el pote de berzas con abundante gochu y las fiestas de San Mateo con abundante sidra. La primera le había reportado un sobrepeso de más de veinte kilos, que llevaba con resignación y sorprendente agilidad, y la segunda algunas amistades en la capital, que venían ya de su época de casada. Después, cuando enviudó, mantuvo la sana costumbre de festejar a San Mateo en Oviedo al menos durante media semana. Disfrutaba paseando por la ciudad, reviviendo amistades, viendo escaparates y comiendo finezas en la sidrería en la que se alojaba todos los años, ya desde antiguo. Para que su estancia no fuera sólo lúdica, hacía una respetuosa visita a la catedral y oía misa con mantilla el día del santo. Lo tenía todo como una honrosa tradición, a la que no quería ser infiel por nada del mundo.
El año pasado, como de costumbre, Delfina, cogió su bolso de mano y un pequeño maletín, cerró su caserío y bajó andando al pueblo. Fue derecha a la sucursal de la Caja de Ahorros, le dio un buen meneo a la cartilla y, con los euros frescos, se subió al autobús. Ya en la capital, se dirigió a la sidrería de la parte antigua, donde siempre se alojaba. Allí empezó su particular fiesta, con unos culinos y una buena merluza, de las que escaseaban en la aldea.
Todo iba bien hasta que una mañana, paseando por una calle poco concurrida próxima a la Catedral, se le acercaron dos mozalbetes y le preguntaron si sabía dónde quedaba la Estación del Norte. Delfina, con algunos apuros, trató de explicárselo, y cuando estaba descuidada intentando hacerse entender, uno de ellos le sacó el bolso del antebrazo mediante un hábil y brusco tirón y salió corriendo, seguido de su compinche.
Imposible describir cómo se quedó Delfina. Primeramente asustada y desconcertada. Inmediatamente después, muy deseosa de perseguir a los ladrones, aun sabiendo que sería inútil. Más tarde, indignada y rabiosa. Finalmente, llena de angustia y temerosa de lo que se le avecinaba.
En unos segundos se había quedado sin dinero, sin documentación, sin las llaves de su casa, sin su cartilla de ahorros… No tenía ni para pagar la pensión, ni siquiera para volver a su aldea. Sintió unas irreprimibles ganas de llorar, y las lágrimas brotaron silenciosas y abundantes.
A Delfina, en un momento, se le acabó la fiesta y se le presentó un calvario. No tenía muy claro qué hacer. De momento, pediría ayuda y consejo a sus amigos de la sidrería-pensión en la que se hospedaba. Después tendría que ir rehaciendo los documentos robados, lo que implicaba viajes, esperas, trámites, peticiones, etcétera.
Estaba desolada. Llorosa, caminaba sin rumbo. Le apetecía mucho un café, pero no podía pagarlo. Llegó así a la plaza Mayor, donde había un gran gentío escuchando, en relativo silencio, a alguien que hablaba desde el balcón del Ayuntamiento. Delfina no prestaba atención y caminaba desconsolada con la mirada perdida cuando vio, a pocos metros, a los dos jóvenes que le habían robado el bolso apenas una hora antes. Escuchaban tan tranquilos al orador del balcón. Delfina se dirigió a ellos y comenzó a gritar, a exigir que le devolvieran el bolso y a llamarlos ladrones, canallas y sinvergüenzas. Pero los mozalbetes no se movieron y dijeron cínicamente:
-Señora, cállese, que no nos deja oír. Nosotros no la conocemos de nada
Delfina seguía gritando, y como la gente pedía silencio, se acercaron dos de los muchos guardias que por allí estaban, lo que aprovechó Delfina para decirles:
-Esos dos sinvergüenzas me acaban de robar mi bolso, con todo lo que tenía
-Esta señora está loca. No la hemos visto jamás -dijeron los jóvenes.
Los guardias no sabían qué hacer, pero como los muchachos estaban quietos y callados, y la que daba gritos, no dejaba oír y formaba el tumulto era Delfina, la cogieron entre dos y la apartaron de allí, llevándola a un portal próximo para que no molestase a los que escuchaban.
Delfina, que era fuerte y voluminosa, a toda costa quería ir a recuperar su bolso, y forcejeaba con los guardias, que apenas podían sujetarla. Uno de ellos dijo:
-Señora, o se está quieta o la llevamos detenida.
Pero la pobre «garduñera» veía claro que la única posibilidad de recuperar su dinero, sus documentos, las llaves de su casa, etcétera, pasaba por trincar a los ladrones, y por ello seguía gritando e intentando escapar. Los guardias, entonces, no sin dificultad, lograron esposarla. A Delfina, cuando se vio así tratada, se le cayó el mundo encima. No entendía nada. Dejó de gritar y entró en una súbita depresión. Resignada, se quedó en silencio. Un silencio desesperado.
Así la llevaron al cuartelillo. Allí uno de los jefes escuchó su relato y le pareció verosímil. Pensó que la pobre señora decía la verdad. Le retiró las esposas y le pidió que describiera a los asaltantes de la manera más exacta posible.
Delfina le miró como se mira a un tonto:
-¿Usted cree que servirá de algo que le dé ahora la descripción, cuando hace pocos minutos estos guardias los han tenido delante y no hicieron nada para detenerlos?
El comisario no supo qué contestar. Delfina, con gesto escéptico, firmó la denuncia, se dio media vuelta y, decepcionada, abandonó la ciudad con sus fiestas para no volver jamás.
Publicado en "La Nueva España" el 7 de Octubre de 2007.
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