Don René paseaba siempre cabizbajo por las calles de Oviedo. Caminaba despacio, mirando para el suelo, como si le costase mucho trabajo andar, como si fuera siempre subiendo una empinada cuesta.
Sin embargo, no era viejo; andaría por los 60 largos, y gastaba sombrero, bastón y un gran bigote rubio que podía hacer sospechar su origen extranjero. En efecto, don René había nacido en Francia y había sido empleado de oficina y concejal de su pueblo, allá por la Borgoña, una tierra excepcionalmente rica en viñedos, cereales y vacas. En la II Guerra Mundial, cuando la ocupación alemana, René, que no era hombre luchador, sino más bien acomodaticio, se fue plegando progresivamente, y casi sin darse cuenta, a las sutiles pero firmes exigencias nazis, con lo que al poco tiempo se encontró ocupando el lujoso sillón de alcalde del pueblo, obviamente gracias al apoyo de los invasores, que eran los que mandaban. Aunque procuró ayudar a sus vecinos y hacer más llevadera la ocupación templando gaitas, para la resistencia no era sino un colaboracionista traidor al que habría que ajustar las cuentas a su debido tiempo. Ese momento llegó poco después, con la victoria de los aliados, el derrumbe del Ejército nazi y la triunfal entrada en Francia del general De Gaulle. Entonces, René se vio perdido. En algunos pueblos y ciudades la pena que se imponía a los que habían colaborado con los invasores y con el régimen de Vichy era la capital. Los patriotas que habían sufrido atropellos durante la ocupación, que eran muchos, estaban engrasando y afilando la guillotina, y algunos parecían sentir más deseos de venganza hacia sus vecinos franceses colaboracionistas que hacia los propios ocupantes alemanes.
Por todo ello, René cruzó apresuradamente los Pirineos en compañía de su mujer, Odile, que tenía una abuela ovetense. Con ella había Odile aprendido el castellano de niña, lengua que después había enseñado a sus dos hijos. Incluso, sabía algunas frases en bable que sonaban curiosas con el ligero acento francés de la señora. Cuando llegaron de Francia, Oviedo les pareció una ciudad tranquila y muy alejada de la política internacional. Franco, que había sido gran amigo de Petain, toleraba esas esporádicas inmigraciones francesas.
Pero René no se recuperaba anímicamente. Había salvado el pellejo, pero se encontraba desterrado. Así como su mujer y sus hijos enseguida se integraron y comenzaron a dar clases de francés para ganarse la vida, René era incapaz de dar un palo al agua. No parecía tener interés en aprender la lengua de su nuevo país, quizá porque no tenía fuerzas. Estaba débil y triste. Se sabía despreciado por sus compatriotas y eso le deprimía. Se sentía incluso acomplejado ante su propia familia, que hablaba perfectamente el castellano y hacía, por tanto, amigos y ganaba el dinero que necesitaban para vivir. Para colmo, René enfermó. Se fatigaba excesivamente al subir escaleras y el médico le diagnosticó una insuficiencia cardiaca. Su corazón estaba también desanimado, flojo, débil. A René no le extrañó nada el diagnóstico. Tenía que tomar a diario unas gotas y también le aconsejaron perder peso y caminar. Por eso René salía todas las mañanas a vagabundear por Oviedo. La parte vieja, la Catedral, el Campo San Francisco, los Pilares… Le gustaban también las estaciones. Iba primero a la del Vasco y cuando se cansaba pasaba a Económicos, aunque su preferida era la del Norte. Allí escuchaba los ininteligibles avisos de los altavoces, observaba a los viajeros y se hacía la ilusión de que cogía el tren y viajaba a su amado país. Paseaba por los andenes con la secreta esperanza de encontrar a algún compatriota que llegase a Vetusta desorientado; así tendría la ocasión de charlar con él, acompañarle y servirle de guía si lo precisase. Pasado algún tiempo, quizás empujado por la nostalgia, René quiso volver a Francia, aunque fuera sólo unas semanas como turista, pero su familia no se lo permitía. Temía que le detuviesen y encarcelasen, lo que hubiera sido su muerte segura.
René, cuando llevaba ya dos años en Oviedo, empezó a notar una tristura insuperable, al tiempo que un irracional miedo al futuro. De nada servía que sus hijos estuviesen bien considerados como profesores de francés, que su esposa se sintiera a gusto en España y que la economía de la familia mejorase lenta pero progresivamente. René sólo sentía ganas de llorar, sin saber muy bien por qué.
Una mañana, paseando por las afueras de la ciudad, René vio un árbol robusto, de ramas bajas, no muy grande, al que parecía fácil subirse. Incomprensiblemente sintió deseos de trepar por él, de sentirse por encima de los demás, de ganar altura. Lo intentó y vio que sin dificultad podía acceder a una gruesa rama apta para sentarse. Eso hizo, y allí, a dos o tres metros sobre el suelo, permaneció un buen rato sentado en la rama, dudando entre tirarse de cabeza y acabar con todo o bajar con cuidado y seguir viviendo. Recordar por un instante su mocedad, verse un momento a cierta altura por encima de la gente y haber conseguido trepar hasta la rama, por inútil que pudiera parecer la minúscula hazaña, le había dado una mínima dosis de confianza en sí mismo, una pizca de alegría y hasta un escrúpulo de euforia. Poco pero suficiente.
«Mañana volveré a subir», dijo para sus adentros, mientras, ya en tierra firme, se sacudía suavemente la culera del pantalón.
Publicado en "La Nueva España" el 21 de Octubre de 2007.
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