Hace unos sesenta años Ernesto se ganaba la vida haciendo recados por Oviedo con su carrito ligero tirado por un burro. Lo mismo llevaba un par de lecheras grandes que un cajón de libros; o un sofá que iba al tapicero como un odre lleno de vino que venía de la taberna. Un día, siendo yo niño, mi madre se empeñó en llevar a arreglar un enorme reloj de pared, el doble de alto que yo, que había dejado de funcionar. Vino Ernesto y lo cargó con mi ayuda y la del portero de la finca, y cuando se disponía a marchar con el voluminoso reloj, yo, que me moría de ganas de subir al carro, le pregunté que si me dejaba ir con él. Ernesto, que era muy mirado, le preguntó antes a mi madre, que autorizó el pequeño viaje urbano, con lo que -encantado de la vida- me subí al carro, al lado de Ernesto, sin dejar de preguntar todo lo que se me ocurría, que era mucho.
Yo había leído algunas historias de carreteros que blasfemaban y pegaban mucho a las caballerías y quería saber si era cierto, pero como no me atrevía a preguntarle a Ernesto si blasfemaba y castigaba al animal, dije prudentemente:
-¿Hay que pegarle mucho a este burro para que ande?
-¿Pegarle? No, a «Blas» no hay que pegarle. Le dices lo que hay que hacer y lo hace.
-¿Se llama «Blas»?
-Sí, atiende por «Blas». Es muy inteligente.
-¿Pero no es un burro?
-Sí, pero un burro listo. O sea, un asno, un pollino, dijo todo serio Ernesto. Mira, a ver qué te parece lo que vas a ver.
Bajábamos por la calle Gil de Jaz, a punto de entrar en Uría y teníamos que ir a Doctor Casal. Ernesto soltó las riendas y un poco después dijo enérgicamente en alta voz: «¡A la derecha!», y «Blas», obediente, giró hacia ese lado. Ya enfilaba Uría adelante, cuando el transportista dijo con grito estentóreo: «¡A la izquierda!». Y el jumento tomó hacia abajo por Doctor Casal. Naturalmente yo estaba asombrado y pregunté si también me obedecería a mí. Ernesto, cauto, dijo: «No sé, este "Blas" es muy suyo, a lo mejor extraña la voz, pero prueba a ver».
Pasamos Melquíades Álvarez y en el siguiente cruce de nuestro trayecto teníamos que girar de nuevo a la izquierda, para entrar por Campoamor. Las riendas estaban sueltas, colgando dentro del carro, y yo dije con mi vocecita infantil: «¡A la izquierda!». «Blas» pareció desconcertado. Ernesto me dijo por lo bajo: «Repítelo más fuerte, grítale con ganas». Así lo hice y esta vez «Blas» hizo el giro ordenado con toda naturalidad.
Yo hubiera repetido las órdenes con gusto, y varias veces más, pero Ernesto, otra vez muy serio, dijo: «Voy a coger las riendas. No se debe abusar de la inteligencia de los demás...».
Publicado en "La Nueva España" el 22 de Diciembre de 2008.
lunes, 22 de diciembre de 2008
viernes, 12 de septiembre de 2008
Recuerdo de un compañero
Supongo que es lo normal permanecer un buen rato con la hoja en blanco delante, mirando inexpresivamente el papel, cuando uno se propone escribir algo sobre un amigo muerto inesperadamente.
-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.
-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.
En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.
Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.
Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.
Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.
Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.
Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.
Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.
-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.
-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.
En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.
Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.
Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.
Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.
Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.
Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.
Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.
martes, 3 de junio de 2008
La primera infusión de té
Se dice, probablemente con razón, que el té es originario de China. Es un arbusto, casi un pequeño árbol, que llega a medir entre tres y cuatro metros, con cuyas hojas, ligeramente tostadas, se hace la infusión que todos conocemos, que se bebe en los cinco continentes desde hace años y que es muy apreciada, sobre todo en algunos países, como el Reino Unido, China, Japón, Holanda y países árabes.
Lo que no está muy claro es el porqué y el cómo del comienzo del uso de la infusión.
En un antiguo relato oriental se dice que hace más de mil años, un emperador chino había ido a comer al campo. Como es natural, le acompañaban algunos sirvientes que hicieron un fuego y prepararon el condumio. Tras la abundante pitanza, un cocinero -sin que sepamos la razón- puso a hervir agua en un recipiente.
Como la comida había sido excelente y nada escasa, y había estado acompañada de bebidas espirituosas, el emperador se quedó profundamente dormido en una plácida siesta. Probablemente los sirvientes también dormitasen, tranquilizados por el acompasado y bien audible ronquido de su amo.
La tradición dice que una hoja del árbol del té, que estaba encima del recipiente, se desprendió de la rama y fue a parar al agua hirviendo, y de ahí surgió la infusión. Al despertarse el emperador, sediento por lo copioso del almuerzo, vio el agradable color que había tomado el agua, y decidió probarla. Parece ser que le gustó, y ordenó recoger algunas hojas para repetir la operación en las cocinas del palacio.
La historia puede ser verosímil, aunque yo creo que se olvidan de un elemento que creo esencial: el viento. Estoy convencido de que tuvo que haber una ráfaga de viento que hiciera caer no una, sino varias hojas del árbol en el agua hirviendo. Esa misma ráfaga habría apagado el fuego, con lo que se producían las condiciones más favorables para que naciese una infusión de té verde (que no debe apenas hervir).
Cabe incluso pensar que alguno de los cocineros que acompañaban al emperador lo probase también, y que su intuición culinaria de profesional le hiciera decir:
-Quizá mejorase con unas gotas de miel.
-Pues añádaselas, pudo tal vez responder el emperador.
Y así nació una bebida universal, cuyo comercio llegó a provocar competiciones entre los veleros más rápidos del mundo, que deseaban ser los primeros en llegar a Europa con la reciente cosecha de té oriental, para conseguir el mejor precio de venta.
La deseada y aromática hoja desempeñó también su papel en la independencia de los Estados Unidos, cuando Inglaterra gravó el té de la colonia con impuestos y los patriotas norteamericanos se rebelaron y tiraron al mar varios cargamentos de ese producto (Boston Tea Party), lo que enfureció al rey británico. Ésta fue una de las causas de la guerra que condujo a la emancipación de los EE UU.
Quizá algunos de los aficionados al té ignorasen que su bebida predilecta tuvo origen en la afortunada conjunción de tres circunstancias: una comida campestre, una plácida siesta y -según creo- una oportuna ráfaga de viento.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Junio de 2008.
Lo que no está muy claro es el porqué y el cómo del comienzo del uso de la infusión.
En un antiguo relato oriental se dice que hace más de mil años, un emperador chino había ido a comer al campo. Como es natural, le acompañaban algunos sirvientes que hicieron un fuego y prepararon el condumio. Tras la abundante pitanza, un cocinero -sin que sepamos la razón- puso a hervir agua en un recipiente.
Como la comida había sido excelente y nada escasa, y había estado acompañada de bebidas espirituosas, el emperador se quedó profundamente dormido en una plácida siesta. Probablemente los sirvientes también dormitasen, tranquilizados por el acompasado y bien audible ronquido de su amo.
La tradición dice que una hoja del árbol del té, que estaba encima del recipiente, se desprendió de la rama y fue a parar al agua hirviendo, y de ahí surgió la infusión. Al despertarse el emperador, sediento por lo copioso del almuerzo, vio el agradable color que había tomado el agua, y decidió probarla. Parece ser que le gustó, y ordenó recoger algunas hojas para repetir la operación en las cocinas del palacio.
La historia puede ser verosímil, aunque yo creo que se olvidan de un elemento que creo esencial: el viento. Estoy convencido de que tuvo que haber una ráfaga de viento que hiciera caer no una, sino varias hojas del árbol en el agua hirviendo. Esa misma ráfaga habría apagado el fuego, con lo que se producían las condiciones más favorables para que naciese una infusión de té verde (que no debe apenas hervir).
Cabe incluso pensar que alguno de los cocineros que acompañaban al emperador lo probase también, y que su intuición culinaria de profesional le hiciera decir:
-Quizá mejorase con unas gotas de miel.
-Pues añádaselas, pudo tal vez responder el emperador.
Y así nació una bebida universal, cuyo comercio llegó a provocar competiciones entre los veleros más rápidos del mundo, que deseaban ser los primeros en llegar a Europa con la reciente cosecha de té oriental, para conseguir el mejor precio de venta.
La deseada y aromática hoja desempeñó también su papel en la independencia de los Estados Unidos, cuando Inglaterra gravó el té de la colonia con impuestos y los patriotas norteamericanos se rebelaron y tiraron al mar varios cargamentos de ese producto (Boston Tea Party), lo que enfureció al rey británico. Ésta fue una de las causas de la guerra que condujo a la emancipación de los EE UU.
Quizá algunos de los aficionados al té ignorasen que su bebida predilecta tuvo origen en la afortunada conjunción de tres circunstancias: una comida campestre, una plácida siesta y -según creo- una oportuna ráfaga de viento.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Junio de 2008.
miércoles, 21 de mayo de 2008
La ley de Igualdad
Nicolás era el voluntarioso alcalde de Grisalvo, un gran pueblo o pequeña ciudad del Levante español que había crecido mucho en los últimos años. Entre el turismo, las empresas de zapatos y las fábricas de juguetes, el número de habitantes se había triplicado y Nicolás gobernaba ya a más de sesenta mil almas, lo que le traía no pocos disgustos y quebraderos de cabeza.
Uno de ellos llegó cuando la ministra de Igualdad anunció su visita a la floreciente población. Iba a inaugurar una residencia para ancianos y ancianas (así se lo comunicaron, sic), y Nicolás, hombre que venía del campo y poco acostumbrado al protocolo y a los convencionalismos sociales, empezó a inquietarse profundamente y a ponerse nervioso.
- ¿Qué podríamos hacer para agradar a la Ministra?, preguntaba a sus concejales más próximos.
- Lo mejor será hacerle una recepción en el Ayuntamiento, dijo uno.
- Seguramente querrá decir unas palabras al pueblo para que vean los vecinos que se preocupa de nuestros mayores, dijo otro.
Pues eso haremos, dijo Nicolás aliviado. La recibiremos y saludaremos aquí en el Consistorio, le ofrecemos un café o un refresco y le pedimos que salude al pueblo desde el balcón. Así les dirá a lo que viene y se quedará contenta.
Un concejal expresó una objeción sensata:
-Pudiera ser que apenas viniera gente a la plaza para oír a la Ministra. Es nueva en el cargo y poco conocida por estos pagos?
-Eso lo arreglamos organizando una monumental paella, como hacemos en la fiesta del verano. Después de la charla de la Ministra se hace el reparto de raciones. Así seguro que se llena.
Otro concejal expresó también su opinión:
-Sin duda, le agradaría mucho ver que en este pueblo se cumple la igualdad, al menos la de sexos. Tendremos que procurar que en todo lo que vea estén representados hombres y mujeres a la par.
Eso les pareció a todos muy razonable, especialmente a Nicolás, que como hombre de campo iba más al fondo que a la forma. Para él estaba muy claro que «obras son amores, y no buenas razones». Si la Ministra veía igualdad por doquier se iría más satisfecha que si le daban una lujosa recepción.
Consiguientemente, Nicolás procuró que hubiera amplia representación femenina en todos los estamentos que la Ministra pudiera ver. Habló con el jefe de los municipales para que desplegara ese día a todas las mujeres guardias que hubiera (que eran pocas), y lo mismo le pidió al sargento de la Guardia Civil. En la banda de música, las escasas féminas que tocaban instrumentos debían estar bien visibles, al igual que las concejalas durante la recepción. También se ocupó personalmente de que hubiera, entre los cocineros de la paella, un número similar de varones y de mujeres, lo que era importante porque desde el balcón se distinguía todo con mucha nitidez.
Respecto al público en general no habría problema, pues acudirían personas de ambos sexos. Todo parecía arreglado. La Ministra se iría con una gratísima impresión.
De repente, una idea inquietante empezó a corroerle las meninges. Era la que se refería a los pordioseros. En el pueblo había muchos. Quizá por la benignidad del clima y por la riqueza que proporcionaban el turismo y la industria, no menos de treinta vagabundos pululaban por la próspera ciudad, y al enterarse de que habría paella gratis en la plaza, seguro que todos acudirían en masa, se harían notar por su aspecto y la Ministra los distinguiría perfectamente desde el balcón.
Bien es verdad que los pordioseros de Grisalvo no hacían daño a nadie y que la mayoría era incluso tratable, pero Nicolás empezó a preocuparse gravemente, y no por la impresión que pudieran dar de suciedad y desaliño, sino porque no había entre ellos ninguna mujer. Por más que se devanaba los sesos, Nicolás no recordaba haber visto nunca pordiosera alguna. Había dos o tres mendigas que pedían en la puerta de la iglesia o en una esquina de la plaza, pero eran mujeres con domicilio fijo, que tenían su casa, o al menos su habitación, y que no estaban muy sucias ni desaliñadas. Pordioseras vagabundas, lo que se dice errabundas de greñas y mochila al hombro, de ésas no había ninguna. Si no veía vagabundas, no ya en proporción similar a la de varones, sino simplemente dos o tres de muestra, ¿lo consideraría la Ministra un desacato a la ley de Igualdad? ¿Le parecería una burla a la importancia de su flamante Ministerio? ¿Iría diciendo a Madrid que en Grisalvo no se tenían en cuenta las geniales ideas del Presidente? ¿Lo tomaría éste a mal?
Nicolás estaba desconcertado. Habló con los concejales, pero ninguno sabía dónde podría haber un buen puñado de pordioseras para la ocasión.
Después de mucho pensar, se le ocurrió que dos de sus hijas ya mozas y alguna de sus amigas podrían disfrazarse de indigentes y así equilibrar la balanza. La Ministra vería pordioseros y pordioseras, mendigos y mendigas, vagabundos y vagabundas, menesterosos y menesterosas, etcétera, y se marcharía encantada de la vida y de la eficacia de su Ministerio.
Así lo hizo el ingenioso alcalde, y el día de la gala, en la plaza Mayor, escuchando a la señora Ministra y esperando el reparto de la gigantesca paella, se podía ver a unos veinte vagabundos agrupados en una esquina de la plaza y a siete u ocho vagabundas en otra. Nicolás estaba radiante y feliz por el buen término de su brillante idea. Nadie podría decir que en su ciudad se discriminaba a los pordioseros.
No todo acabó tan bien, pues cuando terminaron los vagabundos de comer la paella, bien regada con el vino que abundaba, vieron que las vagabundas eran jóvenes y guapas, con lo que se acercaron a ellas y las abordaron. Quizá por eso de la fraternidad gremial, algunos quisieron propasarse y tuvieron que intervenir los municipales. Pero eso ya fue después de que la Ministra se hubiera marchado.
Publicado en "La Nueva España" el 21 de Mayo de 2008.
Uno de ellos llegó cuando la ministra de Igualdad anunció su visita a la floreciente población. Iba a inaugurar una residencia para ancianos y ancianas (así se lo comunicaron, sic), y Nicolás, hombre que venía del campo y poco acostumbrado al protocolo y a los convencionalismos sociales, empezó a inquietarse profundamente y a ponerse nervioso.
- ¿Qué podríamos hacer para agradar a la Ministra?, preguntaba a sus concejales más próximos.
- Lo mejor será hacerle una recepción en el Ayuntamiento, dijo uno.
- Seguramente querrá decir unas palabras al pueblo para que vean los vecinos que se preocupa de nuestros mayores, dijo otro.
Pues eso haremos, dijo Nicolás aliviado. La recibiremos y saludaremos aquí en el Consistorio, le ofrecemos un café o un refresco y le pedimos que salude al pueblo desde el balcón. Así les dirá a lo que viene y se quedará contenta.
Un concejal expresó una objeción sensata:
-Pudiera ser que apenas viniera gente a la plaza para oír a la Ministra. Es nueva en el cargo y poco conocida por estos pagos?
-Eso lo arreglamos organizando una monumental paella, como hacemos en la fiesta del verano. Después de la charla de la Ministra se hace el reparto de raciones. Así seguro que se llena.
Otro concejal expresó también su opinión:
-Sin duda, le agradaría mucho ver que en este pueblo se cumple la igualdad, al menos la de sexos. Tendremos que procurar que en todo lo que vea estén representados hombres y mujeres a la par.
Eso les pareció a todos muy razonable, especialmente a Nicolás, que como hombre de campo iba más al fondo que a la forma. Para él estaba muy claro que «obras son amores, y no buenas razones». Si la Ministra veía igualdad por doquier se iría más satisfecha que si le daban una lujosa recepción.
Consiguientemente, Nicolás procuró que hubiera amplia representación femenina en todos los estamentos que la Ministra pudiera ver. Habló con el jefe de los municipales para que desplegara ese día a todas las mujeres guardias que hubiera (que eran pocas), y lo mismo le pidió al sargento de la Guardia Civil. En la banda de música, las escasas féminas que tocaban instrumentos debían estar bien visibles, al igual que las concejalas durante la recepción. También se ocupó personalmente de que hubiera, entre los cocineros de la paella, un número similar de varones y de mujeres, lo que era importante porque desde el balcón se distinguía todo con mucha nitidez.
Respecto al público en general no habría problema, pues acudirían personas de ambos sexos. Todo parecía arreglado. La Ministra se iría con una gratísima impresión.
De repente, una idea inquietante empezó a corroerle las meninges. Era la que se refería a los pordioseros. En el pueblo había muchos. Quizá por la benignidad del clima y por la riqueza que proporcionaban el turismo y la industria, no menos de treinta vagabundos pululaban por la próspera ciudad, y al enterarse de que habría paella gratis en la plaza, seguro que todos acudirían en masa, se harían notar por su aspecto y la Ministra los distinguiría perfectamente desde el balcón.
Bien es verdad que los pordioseros de Grisalvo no hacían daño a nadie y que la mayoría era incluso tratable, pero Nicolás empezó a preocuparse gravemente, y no por la impresión que pudieran dar de suciedad y desaliño, sino porque no había entre ellos ninguna mujer. Por más que se devanaba los sesos, Nicolás no recordaba haber visto nunca pordiosera alguna. Había dos o tres mendigas que pedían en la puerta de la iglesia o en una esquina de la plaza, pero eran mujeres con domicilio fijo, que tenían su casa, o al menos su habitación, y que no estaban muy sucias ni desaliñadas. Pordioseras vagabundas, lo que se dice errabundas de greñas y mochila al hombro, de ésas no había ninguna. Si no veía vagabundas, no ya en proporción similar a la de varones, sino simplemente dos o tres de muestra, ¿lo consideraría la Ministra un desacato a la ley de Igualdad? ¿Le parecería una burla a la importancia de su flamante Ministerio? ¿Iría diciendo a Madrid que en Grisalvo no se tenían en cuenta las geniales ideas del Presidente? ¿Lo tomaría éste a mal?
Nicolás estaba desconcertado. Habló con los concejales, pero ninguno sabía dónde podría haber un buen puñado de pordioseras para la ocasión.
Después de mucho pensar, se le ocurrió que dos de sus hijas ya mozas y alguna de sus amigas podrían disfrazarse de indigentes y así equilibrar la balanza. La Ministra vería pordioseros y pordioseras, mendigos y mendigas, vagabundos y vagabundas, menesterosos y menesterosas, etcétera, y se marcharía encantada de la vida y de la eficacia de su Ministerio.
Así lo hizo el ingenioso alcalde, y el día de la gala, en la plaza Mayor, escuchando a la señora Ministra y esperando el reparto de la gigantesca paella, se podía ver a unos veinte vagabundos agrupados en una esquina de la plaza y a siete u ocho vagabundas en otra. Nicolás estaba radiante y feliz por el buen término de su brillante idea. Nadie podría decir que en su ciudad se discriminaba a los pordioseros.
No todo acabó tan bien, pues cuando terminaron los vagabundos de comer la paella, bien regada con el vino que abundaba, vieron que las vagabundas eran jóvenes y guapas, con lo que se acercaron a ellas y las abordaron. Quizá por eso de la fraternidad gremial, algunos quisieron propasarse y tuvieron que intervenir los municipales. Pero eso ya fue después de que la Ministra se hubiera marchado.
Publicado en "La Nueva España" el 21 de Mayo de 2008.
domingo, 20 de abril de 2008
¿Es progreso cerrar hospitales psiquiátricos?
Eso de la asistencia psiquiátrica pasa por fases, como tantas otras cosas. En unas se tiende a encerrar a los lunáticos, y en otras a dejarles que hagan lo que les plazca. Va por épocas y por gobiernos.
Los que se llaman progresistas tienden a pensar que no se debe encerrar a nadie, que lo de internar en manicomios es una antigualla que puede prestarse a abusos y a incapacitaciones dolosas e indebidas. En consecuencia, abogan por cerrar los psiquiátricos y reconvertirlos para otros fines.
Los de tendencia conservadora buscan la seguridad del público en general, y son partidarios del control hospitalario de los enfermos mentales, y si llega el caso, de internarlos por una temporada. Claro está que para el control hospitalario y para ingresarlos algún tiempo se precisa un hospital psiquiátrico.
Hace ya años algunos psiquiatras italianos, seguidos de no pocos españoles, llegaron a decir que la culpa de la existencia de las enfermedades psiquiátricas la tenía la sociedad, que era «alienante». Curiosamente esa actitud se consideró (a sí misma y por sus secuaces) «progresista», y los gobiernos del mismo signo, o sea, los sedicentes progresistas, empezaron a desmantelar los manicomios oficiales y, por tanto, la asistencia psiquiátrica hospitalaria, dejando a los orates en la calle, desprotegidos ellos y desprotegida la sociedad de los posibles desmanes de los alienados.
Esto es muy curioso, pues los progresos científicos van todos en la dirección contraria: las enfermedades mentales tienen, en su inmensa mayoría, una causa orgánica: sea un trastorno del metabolismo cerebral, sea un virus neurotropo, sea una degeneración celular o tisular, etcétera, y muy especialmente la esquizofrenia, que es la causante de la mayoría de los desaguisados cometidos por dementes. Lo que ocurre es que no siempre conocemos la etiología exacta, pero sí sabemos de su organicidad.
Parece, por tanto, lógico pensar que lo moderno, lo actual, lo «progresista», es considerar al enfermo psiquiátrico como a otro cualquiera -dada la indudable organicidad de su mal-, y, en cambio lo antiguo, lo trasnochado, lo «reaccionario», es buscar «culpas» de la enfermedad. Atribuir la esquizofrenia a la presión de la sociedad «alienante» se parece mucho a atribuirla al castigo por el pecado o a la actividad del demonio, y en el terreno científico resulta hoy día una actitud enormemente «reaccionaria», además de profundamente ignorante.
Si las enfermedades psíquicas son, en su mayoría, exactamente iguales que las demás en lo que a sus causas se refiere, cerrar los hospitales psiquiátricos equivale a eliminar los hospitales generales, o al menos una parte de ellos.
Sabemos que extensas áreas del cerebro expresan su enfermar con síntomas psiquiátricos. Suprimir la asistencia a esos pacientes sería como eliminar los servicios de digestivo o de ginecología de un hospital general.
Eso es lo que se ha hecho en España. Se han desmantelado los hospitales psiquiátricos estatales y no se ha creado una red de asistencia psiquiátrica hospitalaria que los sustituya. Bien sé que en algunos casos, hace muchos años, ciertos manicomios no eran sino «almacenes de razones perdidas», pero a lo que eso obliga es a mejorarlos, no a eliminarlos.
El control hospitalario, en cualquier enfermedad, es más profundo y eficaz que el control ambulatorio del dispensario, pues permite los ingresos en las fases agudas, tan frecuentes en las enfermedades psiquiátricas, como ocurre con los brotes en la esquizofrenia o las fases extremas de la psicosis maniaco-depresiva, por ejemplo.
Los tristes resultados de esta moderna actitud «reaccionaria» disfrazada de progresista los tenemos desgraciadamente a la vista. Recientemente ha habido varios casos de esquizofrénicos descontrolados que han provocado no pocas desgracias. ¿Hubieran podido evitarse algunas?
Publicado en "La Nueva España" el 20 de Abril de 2008.
Los que se llaman progresistas tienden a pensar que no se debe encerrar a nadie, que lo de internar en manicomios es una antigualla que puede prestarse a abusos y a incapacitaciones dolosas e indebidas. En consecuencia, abogan por cerrar los psiquiátricos y reconvertirlos para otros fines.
Los de tendencia conservadora buscan la seguridad del público en general, y son partidarios del control hospitalario de los enfermos mentales, y si llega el caso, de internarlos por una temporada. Claro está que para el control hospitalario y para ingresarlos algún tiempo se precisa un hospital psiquiátrico.
Hace ya años algunos psiquiatras italianos, seguidos de no pocos españoles, llegaron a decir que la culpa de la existencia de las enfermedades psiquiátricas la tenía la sociedad, que era «alienante». Curiosamente esa actitud se consideró (a sí misma y por sus secuaces) «progresista», y los gobiernos del mismo signo, o sea, los sedicentes progresistas, empezaron a desmantelar los manicomios oficiales y, por tanto, la asistencia psiquiátrica hospitalaria, dejando a los orates en la calle, desprotegidos ellos y desprotegida la sociedad de los posibles desmanes de los alienados.
Esto es muy curioso, pues los progresos científicos van todos en la dirección contraria: las enfermedades mentales tienen, en su inmensa mayoría, una causa orgánica: sea un trastorno del metabolismo cerebral, sea un virus neurotropo, sea una degeneración celular o tisular, etcétera, y muy especialmente la esquizofrenia, que es la causante de la mayoría de los desaguisados cometidos por dementes. Lo que ocurre es que no siempre conocemos la etiología exacta, pero sí sabemos de su organicidad.
Parece, por tanto, lógico pensar que lo moderno, lo actual, lo «progresista», es considerar al enfermo psiquiátrico como a otro cualquiera -dada la indudable organicidad de su mal-, y, en cambio lo antiguo, lo trasnochado, lo «reaccionario», es buscar «culpas» de la enfermedad. Atribuir la esquizofrenia a la presión de la sociedad «alienante» se parece mucho a atribuirla al castigo por el pecado o a la actividad del demonio, y en el terreno científico resulta hoy día una actitud enormemente «reaccionaria», además de profundamente ignorante.
Si las enfermedades psíquicas son, en su mayoría, exactamente iguales que las demás en lo que a sus causas se refiere, cerrar los hospitales psiquiátricos equivale a eliminar los hospitales generales, o al menos una parte de ellos.
Sabemos que extensas áreas del cerebro expresan su enfermar con síntomas psiquiátricos. Suprimir la asistencia a esos pacientes sería como eliminar los servicios de digestivo o de ginecología de un hospital general.
Eso es lo que se ha hecho en España. Se han desmantelado los hospitales psiquiátricos estatales y no se ha creado una red de asistencia psiquiátrica hospitalaria que los sustituya. Bien sé que en algunos casos, hace muchos años, ciertos manicomios no eran sino «almacenes de razones perdidas», pero a lo que eso obliga es a mejorarlos, no a eliminarlos.
El control hospitalario, en cualquier enfermedad, es más profundo y eficaz que el control ambulatorio del dispensario, pues permite los ingresos en las fases agudas, tan frecuentes en las enfermedades psiquiátricas, como ocurre con los brotes en la esquizofrenia o las fases extremas de la psicosis maniaco-depresiva, por ejemplo.
Los tristes resultados de esta moderna actitud «reaccionaria» disfrazada de progresista los tenemos desgraciadamente a la vista. Recientemente ha habido varios casos de esquizofrénicos descontrolados que han provocado no pocas desgracias. ¿Hubieran podido evitarse algunas?
Publicado en "La Nueva España" el 20 de Abril de 2008.
viernes, 18 de abril de 2008
Deportistas pasivos
Cada día hay más y cada vez más variados. Ahora, en primavera y verano, los ciclistas empiezan a alcanzar a futbolistas y baloncestistas, llegando incluso a igualarlos y sobrepasarlos. Ha aumentado exponencialmente el número de los pilotos de Fórmula 1, y siguen creciendo los golfistas.
El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.
El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.
Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.
Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.
Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.
En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»
Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.
Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».
La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.
Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.
El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.
El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.
Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.
Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.
Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.
En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»
Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.
Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».
La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.
Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.
jueves, 3 de abril de 2008
Marcelo el sereno
Eso de los serenos es otra de las buenas cosas peculiares de España que, por igualarnos con el extranjero, nos fueron quitando nuestras autoridades, que suelen ser muy esnob, además de incompetentes e ignorantes, por lo general.
Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.
Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.
Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:
-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?
-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…
-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?
-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.
-¿Pero hay coches abiertos?
-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.
-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.
-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.
A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.
Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.
Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.
Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.
Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:
-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?
-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…
-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?
-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.
-¿Pero hay coches abiertos?
-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.
-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.
-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.
A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.
Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.
Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.
miércoles, 19 de marzo de 2008
Mitos y mareas
Los mitos, como los cuentos y las leyendas, siempre han sido del agrado de los humanos. Ahora vivimos tiempos de desmitificación, quizá porque la ciencia progresa, y al avanzar nos va explicando el porqué de muchos de los sucesos que antes parecían mágicos, míticos, inexplicables.
Seguramente todo empezó por el amanecer. Para nuestros antepasados, la diaria salida del sol tuvo que ser un misterio lleno de belleza, como la que encierran tantos otros mitos. Después llegaron Copérnico, Galileo, Newton y otros, que nos explicaron científicamente el cómo y el porqué del fenómeno. Del carro del sol conducido por Apolo, pasamos a las fuerzas de la gravitación universal y al movimiento de rotación de la Tierra.
En la fisiología ocurrió algo parecido. Quizá fue el corazón una de las vísceras más desmitificadas. Considerada antaño cuna del amor, de los afectos y de las pasiones, ha pasado hoy día a desempeñar un prosaico papel de bomba inyectora, cuyos devaneos no influyen en los sentimientos, sino más bien en el electrocardiograma.
En el cerebro el asunto ha pasado a mayores. El entendimiento, la memoria, la confianza, etcétera, tienen sus áreas peculiares, sus circuitos preferentes, y su funcionamiento se desvela día a día. Una de las «potencias del alma» que decía San Agustín, la memoria, la tienen infinidad de aparatos electrónicos, y hasta muchos ascensores de las casas y asientos de los automóviles.
Incluso el amor, que parecía el último reducto del misterio, del mito y de la leyenda, está siendo minado por la ciencia. Sabemos que la serotonina influye en el sentimiento amoroso. Recientemente se ha visto que una hormona segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, pocas veces se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el contrario, son promiscuos, no forman parejas, o sólo con la madre cuando son jóvenes. Según ciertas investigaciones, los primeros tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo uterino y la expulsión de leche.
Otra sustancia que -como decíamos anteriormente- parece intervenir es la serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes afectados de trastorno obsesivo-compulsivo como en los enamorados recientes («amor de enamoramiento»). Al año se habían normalizado.
El conocimiento científico no es sino una progresiva desmitificación. Mi esperanza son las mareas. Ese silencioso fluir y refluir de la mar, que mueve millones de litros de agua, que facilita la vida en la costa, que muda continuamente nuestro paisaje. Ya sé que hay varias explicaciones científicas en las que interviene la atracción causada por el Sol y la Luna, pero -según creo- hay aún algunos detalles que permanecen oscuros. No todo se sabe en lo relativo a las mareas. Por eso me gusta ver la invasión de las aguas y su posterior retirada cada seis horas y cuarto. Puntualmente. Inexorablemente. Y celebro saber que no hay todavía explicación cabal, completa, absoluta; que aún nos queda una pizca de mito en el eterno devenir de las mareas. Benditas sean.
Publicado en "La Nueva España" el 19 de Marzo de 2008.
Seguramente todo empezó por el amanecer. Para nuestros antepasados, la diaria salida del sol tuvo que ser un misterio lleno de belleza, como la que encierran tantos otros mitos. Después llegaron Copérnico, Galileo, Newton y otros, que nos explicaron científicamente el cómo y el porqué del fenómeno. Del carro del sol conducido por Apolo, pasamos a las fuerzas de la gravitación universal y al movimiento de rotación de la Tierra.
En la fisiología ocurrió algo parecido. Quizá fue el corazón una de las vísceras más desmitificadas. Considerada antaño cuna del amor, de los afectos y de las pasiones, ha pasado hoy día a desempeñar un prosaico papel de bomba inyectora, cuyos devaneos no influyen en los sentimientos, sino más bien en el electrocardiograma.
En el cerebro el asunto ha pasado a mayores. El entendimiento, la memoria, la confianza, etcétera, tienen sus áreas peculiares, sus circuitos preferentes, y su funcionamiento se desvela día a día. Una de las «potencias del alma» que decía San Agustín, la memoria, la tienen infinidad de aparatos electrónicos, y hasta muchos ascensores de las casas y asientos de los automóviles.
Incluso el amor, que parecía el último reducto del misterio, del mito y de la leyenda, está siendo minado por la ciencia. Sabemos que la serotonina influye en el sentimiento amoroso. Recientemente se ha visto que una hormona segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, pocas veces se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el contrario, son promiscuos, no forman parejas, o sólo con la madre cuando son jóvenes. Según ciertas investigaciones, los primeros tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo uterino y la expulsión de leche.
Otra sustancia que -como decíamos anteriormente- parece intervenir es la serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes afectados de trastorno obsesivo-compulsivo como en los enamorados recientes («amor de enamoramiento»). Al año se habían normalizado.
El conocimiento científico no es sino una progresiva desmitificación. Mi esperanza son las mareas. Ese silencioso fluir y refluir de la mar, que mueve millones de litros de agua, que facilita la vida en la costa, que muda continuamente nuestro paisaje. Ya sé que hay varias explicaciones científicas en las que interviene la atracción causada por el Sol y la Luna, pero -según creo- hay aún algunos detalles que permanecen oscuros. No todo se sabe en lo relativo a las mareas. Por eso me gusta ver la invasión de las aguas y su posterior retirada cada seis horas y cuarto. Puntualmente. Inexorablemente. Y celebro saber que no hay todavía explicación cabal, completa, absoluta; que aún nos queda una pizca de mito en el eterno devenir de las mareas. Benditas sean.
Publicado en "La Nueva España" el 19 de Marzo de 2008.
domingo, 9 de marzo de 2008
Respeto a los tribunales
En el mundo en que vivimos parece que fuera obligado tener respeto innato y reverencial a los tribunales. Me refiero a los de justicia, que tanto dan que hablar. Yo supongo que los tribunales, como el resto de las personas e instituciones, tendrán que ganarse ese respeto. Una persona, para ser respetada por sus vecinos, tiene que comportarse dignamente, lo que suele incluir no hacer mal a nadie, mantener la palabra dada y cumplir con su deber. Supongo que, «mutatis mutandis», algo parecido ocurrirá con las instituciones.
Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.
Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.
El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.
Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.
Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.
Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.
Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.
Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.
El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.
Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.
Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.
Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.
lunes, 4 de febrero de 2008
La estatua del racista
Generoso Álvarez Urruti, más conocido como «General Urruti», seguramente por las apócopes, seguidas de la síntesis, de nombre y primer apellido, era un político profesional provinciano, natural y vecino de Bilbao, que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Quiero decir que no tenía ideas, sino que simplemente seguía las directrices del nacionalismo vasco, o sea, las de Sabino Arana, ese carlista que escribió, a propósito de los vascos: «Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del mundo, era la que constituía a vuestra patria Bizkaya; y vosotros, sin pizca de dignidad y sin respeto a vuestros padres, habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa, y estáis procurando que esta raza envilecida sustituya a la vuestra en el territorio de vuestra patria».
El General Urruti, allá en el fondo, estaba bastante de acuerdo con esas palabras, y por eso había contribuido a que se le hiciera una estatua a racista tan destacado como el tal Arana en lugar preferente de Bilbao. Al igual que su mentor, que había aprendido el eusquera ya bien crecidito, Urruti decidió recibir -pasados los 30- clases de la lengua que, según Arana, venía directamente de Dios, llegando, tras mucho esfuerzo, a entenderse con ella. En resumen, Generoso se consideraba un buen vasco, a fuer de nacionalista.
Con veneración leía las agudas frases de su admirado prócer: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos».
Cuando, en algún momento de lucidez, Generoso no veía esas diferencias tan marcadas como aseguraba su líder, otros de los escritos le daban la cumplida explicación: «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón».
En resumen, que el General vivía en una nube nacionalista cuya ideología no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que estaba fundamentalmente basada en el racismo y en el odio a España. Ésos eran sus ideales.
El General Urruti apenas si había salido del País Vasco. Allí se encontraba bien, y no era extraño que así fuera, pues ganaba un sueldo excelente, el trabajo no le mataba y vivía con su madre en piso propio, de modo que todos los meses le sobraba algo para el gato, que ya estaba bien repleto. Asistía a comilonas con frecuencia, era socio del Athletic y tenía abono para las corridas de feria. Se sentía satisfecho, aunque lo de los toros no lo cacareaba mucho, pues -aunque le apasionaba- podía sonar demasiado «español».
Pero la vida da muchas vueltas y el pobre General vio, en el mismo año, cómo se moría su madre y cómo su partido perdía las elecciones. Los nacionalistas estaban asombrados; casi tanto como cuando ETA asesinó a uno de los suyos, asombro que no podía sino significar colaboración, amistad y simpatía mutuas. El caso es que Urruti se quedó solo y sin empleo. El gato ahora bajaba, y los amigos, proporcionalmente. Casi nadie le llamaba General. La vida empezaba a ser aburrida y el recuerdo de su madre la teñía de tristeza.
El nacionalista en paro decidió viajar. Pensaba que podría encontrar otras gentes en situación parecida. Le hubiera gustado ir a Londres, pero no sabía más lenguas que el castellano y algo de eusquera, por lo que empezó por ir a Madrid. Allí cayó con buen pie en una peña taurina, donde hizo buenos amigos. En su compañía visitaba museos, bares y restaurantes. Acudía al teatro y hasta se echó una novia de Plasencia, Chelo, que era un bombón y a la que no le importaba que Generoso fuera vasco, o sea, que no seguía las doctrinas de Arana. Al poco tiempo el General estaba encantado. Todo el mundo le recibía bien y en Madrid, a pesar de los esporádicos asesinatos de las bombas de ETA, parecía que sobraba alegría de vivir.
Un día, a causa de su conocimiento del ambiente taurino, le ofrecieron un trabajo en Las Ventas. Era un buen asunto y Generoso aceptó. Decidió entonces vender su piso de Bilbao, al que ya no iba casi nunca. En cuanto tuvo ocasión, para allá se fue a gestionar la venta, acompañado por Chelo, que se interesaba mucho por todo lo que veía en la capital vizcaína. Un día que pasaban al lado de la estatua de Sabino Arana, Chelo preguntó:
-¿Quién era ese señor?
-Era… fue… pues era un hombre que no había viajado.
-¿Y por eso le hicieron una estatua?
-Es que los que se la hicieron tampoco habían viajado.
Aunque las respuestas no le parecieron geniales, Chelo, que le tenía bastante respeto a su novio, ya no se atrevió a seguir preguntando.
Publicado en "La Nueva España" el 4 de Febrero de 2008.
El General Urruti, allá en el fondo, estaba bastante de acuerdo con esas palabras, y por eso había contribuido a que se le hiciera una estatua a racista tan destacado como el tal Arana en lugar preferente de Bilbao. Al igual que su mentor, que había aprendido el eusquera ya bien crecidito, Urruti decidió recibir -pasados los 30- clases de la lengua que, según Arana, venía directamente de Dios, llegando, tras mucho esfuerzo, a entenderse con ella. En resumen, Generoso se consideraba un buen vasco, a fuer de nacionalista.
Con veneración leía las agudas frases de su admirado prócer: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos».
Cuando, en algún momento de lucidez, Generoso no veía esas diferencias tan marcadas como aseguraba su líder, otros de los escritos le daban la cumplida explicación: «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón».
En resumen, que el General vivía en una nube nacionalista cuya ideología no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que estaba fundamentalmente basada en el racismo y en el odio a España. Ésos eran sus ideales.
El General Urruti apenas si había salido del País Vasco. Allí se encontraba bien, y no era extraño que así fuera, pues ganaba un sueldo excelente, el trabajo no le mataba y vivía con su madre en piso propio, de modo que todos los meses le sobraba algo para el gato, que ya estaba bien repleto. Asistía a comilonas con frecuencia, era socio del Athletic y tenía abono para las corridas de feria. Se sentía satisfecho, aunque lo de los toros no lo cacareaba mucho, pues -aunque le apasionaba- podía sonar demasiado «español».
Pero la vida da muchas vueltas y el pobre General vio, en el mismo año, cómo se moría su madre y cómo su partido perdía las elecciones. Los nacionalistas estaban asombrados; casi tanto como cuando ETA asesinó a uno de los suyos, asombro que no podía sino significar colaboración, amistad y simpatía mutuas. El caso es que Urruti se quedó solo y sin empleo. El gato ahora bajaba, y los amigos, proporcionalmente. Casi nadie le llamaba General. La vida empezaba a ser aburrida y el recuerdo de su madre la teñía de tristeza.
El nacionalista en paro decidió viajar. Pensaba que podría encontrar otras gentes en situación parecida. Le hubiera gustado ir a Londres, pero no sabía más lenguas que el castellano y algo de eusquera, por lo que empezó por ir a Madrid. Allí cayó con buen pie en una peña taurina, donde hizo buenos amigos. En su compañía visitaba museos, bares y restaurantes. Acudía al teatro y hasta se echó una novia de Plasencia, Chelo, que era un bombón y a la que no le importaba que Generoso fuera vasco, o sea, que no seguía las doctrinas de Arana. Al poco tiempo el General estaba encantado. Todo el mundo le recibía bien y en Madrid, a pesar de los esporádicos asesinatos de las bombas de ETA, parecía que sobraba alegría de vivir.
Un día, a causa de su conocimiento del ambiente taurino, le ofrecieron un trabajo en Las Ventas. Era un buen asunto y Generoso aceptó. Decidió entonces vender su piso de Bilbao, al que ya no iba casi nunca. En cuanto tuvo ocasión, para allá se fue a gestionar la venta, acompañado por Chelo, que se interesaba mucho por todo lo que veía en la capital vizcaína. Un día que pasaban al lado de la estatua de Sabino Arana, Chelo preguntó:
-¿Quién era ese señor?
-Era… fue… pues era un hombre que no había viajado.
-¿Y por eso le hicieron una estatua?
-Es que los que se la hicieron tampoco habían viajado.
Aunque las respuestas no le parecieron geniales, Chelo, que le tenía bastante respeto a su novio, ya no se atrevió a seguir preguntando.
Publicado en "La Nueva España" el 4 de Febrero de 2008.
lunes, 28 de enero de 2008
Cirilo
Cirilo Quintes Arredondo estaba de camarero en una lujosa cafetería del paseo marítimo de Gijón. En el trabajo, Cirilo llevaba chaqueta de paño, camisa blanca y corbata de seda, lo que le daba cierto aire serio, burgués y elegante, como si fuera un hombre tranquilo, pacífico y hogareño; pero en realidad su vida había sido la de un aventurero anarquista y vivalavirgen, al menos hasta que había sentado la cabeza, ya cuarentón, cuando conoció primero y se enamoró después de Paquita, una pescadera muy aparente que trabajaba en el mercado central.
El padre de Cirilo, que tenía fama de haber sido uno de los mejores pescadores de marisco de la zona, transmitió a su vástago, antes de morir en accidente, casi todos sus saberes, que no eran pocos. El chico, bien enseñado, destacó pronto en el arte, y no dejaba escapar una bajamar sin sacarle algún provecho, bien cogiendo unos kilos de percebes si la mar se dejaba, bien removiendo piedras para pescar a mano la andarica, bien usando el esparavel para la esguila. Tampoco era manco con las nasas, y entre unas y otras artes se ganaba la vida muy arregladamente, y además disfrutaba de la pesca, especialmente en el verano.
Durante el invierno, cuando las olas limpiaban el muelle, su querencia marítima le llevaba a vagabundear por puerto. Un día, después de beberse unas botellas de sidra con el capitán de un mercante, se enroló en un buque que hacía portes variados bajo bandera panameña. Allí pasó más de quince años recorriendo el mundo, al menos el costero, lo que le dio experiencia, serenidad y una razonable dosis de escepticismo.
Una mañana lluviosa de febrero Cirilo se había refugiado del orbayu en un pub del puerto de Aberdeen, en Escocia. El tiempo estaba desapacible, frío y húmedo, pero el ambiente del pub era acogedor, atopadizo, amistoso. Mientras tomaba una pinta de cerveza, oyó a dos clientes hablar en bable. Nada dijo, pero toda su infancia gijonesa le llegó a las mientes. Aquel mismo día decidió regresar a la villa.
Aunque traía ahorros, en Gijón siguió pescando marisco. Tenía buenos clientes, más o menos fijos, y entre ellos una pescadería del mercado central. Así conoció a Paquita, que le cayó bien de inmediato y le fue gustando a medida que la trataba, a pesar de que siempre olía a pescado por mucho que se lavase. Pero a Cirilo el olor a pescado fresco no le molestaba, con lo que pronto se hicieron novios y después se casaron. Como puede suponerse, en la boda abundaron el marisco y el buen pescado, todo muy fresco.
Después, con los años, lo de andar siempre metido en el agua se le hizo cuesta arriba, y empezó a verles el peligro a los percebes. Cuando un amigo le propuso empezar de camarero en una cafetería de su propiedad, Cirilo aceptó complacido. Tenía buen porte, maneras finas, honradez y la necesaria seriedad, sólo la necesaria, ni más ni menos. Allí sigue, razonablemente feliz. A veces Paquita le pide algún favor especial:
-Ciri, tengo un compromiso con un buen cliente, ¿no podrías sacar un par de kilos de percebes este fin de semana? La bajamar es a las once, no hará falta que madrugues…
Publicado en "La Nueva España" el 28 de Enero de 2008.
El padre de Cirilo, que tenía fama de haber sido uno de los mejores pescadores de marisco de la zona, transmitió a su vástago, antes de morir en accidente, casi todos sus saberes, que no eran pocos. El chico, bien enseñado, destacó pronto en el arte, y no dejaba escapar una bajamar sin sacarle algún provecho, bien cogiendo unos kilos de percebes si la mar se dejaba, bien removiendo piedras para pescar a mano la andarica, bien usando el esparavel para la esguila. Tampoco era manco con las nasas, y entre unas y otras artes se ganaba la vida muy arregladamente, y además disfrutaba de la pesca, especialmente en el verano.
Durante el invierno, cuando las olas limpiaban el muelle, su querencia marítima le llevaba a vagabundear por puerto. Un día, después de beberse unas botellas de sidra con el capitán de un mercante, se enroló en un buque que hacía portes variados bajo bandera panameña. Allí pasó más de quince años recorriendo el mundo, al menos el costero, lo que le dio experiencia, serenidad y una razonable dosis de escepticismo.
Una mañana lluviosa de febrero Cirilo se había refugiado del orbayu en un pub del puerto de Aberdeen, en Escocia. El tiempo estaba desapacible, frío y húmedo, pero el ambiente del pub era acogedor, atopadizo, amistoso. Mientras tomaba una pinta de cerveza, oyó a dos clientes hablar en bable. Nada dijo, pero toda su infancia gijonesa le llegó a las mientes. Aquel mismo día decidió regresar a la villa.
Aunque traía ahorros, en Gijón siguió pescando marisco. Tenía buenos clientes, más o menos fijos, y entre ellos una pescadería del mercado central. Así conoció a Paquita, que le cayó bien de inmediato y le fue gustando a medida que la trataba, a pesar de que siempre olía a pescado por mucho que se lavase. Pero a Cirilo el olor a pescado fresco no le molestaba, con lo que pronto se hicieron novios y después se casaron. Como puede suponerse, en la boda abundaron el marisco y el buen pescado, todo muy fresco.
Después, con los años, lo de andar siempre metido en el agua se le hizo cuesta arriba, y empezó a verles el peligro a los percebes. Cuando un amigo le propuso empezar de camarero en una cafetería de su propiedad, Cirilo aceptó complacido. Tenía buen porte, maneras finas, honradez y la necesaria seriedad, sólo la necesaria, ni más ni menos. Allí sigue, razonablemente feliz. A veces Paquita le pide algún favor especial:
-Ciri, tengo un compromiso con un buen cliente, ¿no podrías sacar un par de kilos de percebes este fin de semana? La bajamar es a las once, no hará falta que madrugues…
Publicado en "La Nueva España" el 28 de Enero de 2008.
domingo, 13 de enero de 2008
Una cena moderna
El padre de Bonifacio Lampreave Carrasco era funcionario retirado, que vivía en la calle Ezcurdia de Gijón. Lo que más le gustaba era leer el periódico, jugar al mus y que ganara el Sporting. La madre se entretenía con las novelas y los concursos de la tele, con lo que no molestaba demasiado. El chico, quizá por la tranquilidad que reinaba en la casa, estudiaba bastante bien e iba sacando los cursos año por año.
Cuando le faltaba poco para terminar el Bachiller, sus padres tuvieron que pasar por el dentista para hacerse algunos arreglos de importancia. El presupuesto casi les hizo desistir, pero, como a ambos les gustaban los bocadillos, las chuletas y los picatostes, al final se decidieron por el apaño dental, a pesar de que la subsiguiente factura obligó al recorte de pequeños lujos durante varios meses.
Joder con los dentistas, decía el padre. Ahora entiendo eso de que vale más un diente que un diamante. Ya sabes, Boni, ahí tienes una profesión con futuro.
El chico escuchó el consejo y no lo echó en saco roto. Como entonces había que ser médico antes de poder hacerse dentista, Bonifacio se pasó seis cursos en Valladolid y luego otros dos en Madrid hasta conseguir el título.
La capital le gustó mucho. El cielo tan azul y el sol casi diario hacían que su carácter fuera más alegre y optimista. Para su propia sorpresa, se encontraba a veces hasta simpático y ocurrente, opinión bastante compartida entre sus compañeros de curso, con lo que hizo muchos amigos e incluso alguna amiga. Cuando terminó los estudios de dentista y proyectaba establecerse en Gijón, su padre se murió de repente. Eso lo entristeció mucho y le hizo reflexionar y darle vueltas a casi todo. Al final se volvió a Madrid, donde, como digo, tenía varios amigos y alguna amiga. Quizá por la sutil atracción de la gran ciudad, finalmente decidió abrir allí la consulta.
Una de sus mejores amistades era Pepito Zarzalejo, madrileño de nación, a quien Bonifacio ya conocía de los veranos gijoneses. Pepito estudiaba Económicas, pero con mucha desgana y sin ninguna vocación. Aun con todo, más por perseverancia que por conocimientos, iba sacando los cursos y terminó por ser licenciado en Económicas. Tonto no era, pero sí un poco apático. Bonifacio siempre lo tuvo por un buen amigo, aunque le daba la impresión de que tenía tendencias homosexuales, cosa que entonces no estaba muy bien vista.
El joven dentista se estableció en la calle de Orense, y su amigo economista se empleó en un Banco próximo, con lo que se veían con cierta frecuencia por las cafeterías y los restaurantes de la zona. Algún día quedaban para tomar una copa y reverdecían la antigua amistad, fundamentalmente veraniega, antigua y gijonesa.
Bonifacio se enrolló con Chelo, una enfermera que trabajaba en un hospital madrileño. Ella vivía con sus padres, pero pasaba días y noches en el apartamento del dentista. Eran jóvenes y se divertían, especialmente en la cama, aunque también les gustaba viajar juntos los fines de semana y conocer pueblos próximos. A veces consideraban la posibilidad de casarse, pero al final siempre terminaban diciendo que estaban muy bien como estaban.
Pepito se echó un amigo, un registrador de la propiedad adinerado. Hace poco, cuando la ley lo permitió, se casaron. Viven juntos, pero no han adoptado, al menos de momento.
Un viernes que Pepito y Boni se encontraron tomando el café del mediodía acordaron cenar juntos y con sus respectivas parejas. Cuando los cuatro se encontraron en el restaurante, Boni y Chelo se quedaron bastante sorprendidos, pero pronto se acostumbraron. Al final el registrador, aunque era serio y muy mirado, les cayó la mar de bien, y hasta quedaron en repetir otro día. Pepito estaba más simpático y ocurrente que de costumbre, y se le veía contento y animado. Entre los cuatro, quizá porque había tres varones, bebieron con la cena dos botellas de rioja, y aun se quedaron un poco cortos.
Publicado en "La Nueva España" el 13 de Enero de 2008.
Cuando le faltaba poco para terminar el Bachiller, sus padres tuvieron que pasar por el dentista para hacerse algunos arreglos de importancia. El presupuesto casi les hizo desistir, pero, como a ambos les gustaban los bocadillos, las chuletas y los picatostes, al final se decidieron por el apaño dental, a pesar de que la subsiguiente factura obligó al recorte de pequeños lujos durante varios meses.
Joder con los dentistas, decía el padre. Ahora entiendo eso de que vale más un diente que un diamante. Ya sabes, Boni, ahí tienes una profesión con futuro.
El chico escuchó el consejo y no lo echó en saco roto. Como entonces había que ser médico antes de poder hacerse dentista, Bonifacio se pasó seis cursos en Valladolid y luego otros dos en Madrid hasta conseguir el título.
La capital le gustó mucho. El cielo tan azul y el sol casi diario hacían que su carácter fuera más alegre y optimista. Para su propia sorpresa, se encontraba a veces hasta simpático y ocurrente, opinión bastante compartida entre sus compañeros de curso, con lo que hizo muchos amigos e incluso alguna amiga. Cuando terminó los estudios de dentista y proyectaba establecerse en Gijón, su padre se murió de repente. Eso lo entristeció mucho y le hizo reflexionar y darle vueltas a casi todo. Al final se volvió a Madrid, donde, como digo, tenía varios amigos y alguna amiga. Quizá por la sutil atracción de la gran ciudad, finalmente decidió abrir allí la consulta.
Una de sus mejores amistades era Pepito Zarzalejo, madrileño de nación, a quien Bonifacio ya conocía de los veranos gijoneses. Pepito estudiaba Económicas, pero con mucha desgana y sin ninguna vocación. Aun con todo, más por perseverancia que por conocimientos, iba sacando los cursos y terminó por ser licenciado en Económicas. Tonto no era, pero sí un poco apático. Bonifacio siempre lo tuvo por un buen amigo, aunque le daba la impresión de que tenía tendencias homosexuales, cosa que entonces no estaba muy bien vista.
El joven dentista se estableció en la calle de Orense, y su amigo economista se empleó en un Banco próximo, con lo que se veían con cierta frecuencia por las cafeterías y los restaurantes de la zona. Algún día quedaban para tomar una copa y reverdecían la antigua amistad, fundamentalmente veraniega, antigua y gijonesa.
Bonifacio se enrolló con Chelo, una enfermera que trabajaba en un hospital madrileño. Ella vivía con sus padres, pero pasaba días y noches en el apartamento del dentista. Eran jóvenes y se divertían, especialmente en la cama, aunque también les gustaba viajar juntos los fines de semana y conocer pueblos próximos. A veces consideraban la posibilidad de casarse, pero al final siempre terminaban diciendo que estaban muy bien como estaban.
Pepito se echó un amigo, un registrador de la propiedad adinerado. Hace poco, cuando la ley lo permitió, se casaron. Viven juntos, pero no han adoptado, al menos de momento.
Un viernes que Pepito y Boni se encontraron tomando el café del mediodía acordaron cenar juntos y con sus respectivas parejas. Cuando los cuatro se encontraron en el restaurante, Boni y Chelo se quedaron bastante sorprendidos, pero pronto se acostumbraron. Al final el registrador, aunque era serio y muy mirado, les cayó la mar de bien, y hasta quedaron en repetir otro día. Pepito estaba más simpático y ocurrente que de costumbre, y se le veía contento y animado. Entre los cuatro, quizá porque había tres varones, bebieron con la cena dos botellas de rioja, y aun se quedaron un poco cortos.
Publicado en "La Nueva España" el 13 de Enero de 2008.
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