domingo, 29 de julio de 2007

Don Otto

La primera parte de la historia me la contó la portera de la finca. De la segunda me enteré por mis propios medios, como ahora diré.

Yo era entonces un joven animoso con ganas de aprender. Había visto en el periódico un anuncio en el que ofrecían clases particulares de alemán y para allá me fui. En su casa, un buen piso del Madrid de entreguerras, conocí a don Otto. Era un hombre de unos sesenta y pico años, más bien alto, de ojos azules y bigote canoso. Tenía pinta de alemán con cierto estilo. A mí, claro, me pareció un hombre ya mayor, porque yo andaría por los veinte, pero ahora veo que el profesor estaba aún muy lejos de ser un anciano. Tenía buena planta, un porte digno y parecía acostumbrado a mandar.
Nos caímos bien, según creo. Ajustamos el precio de las lecciones y empecé a frecuentar su casa. Era un profesor mediocre. Se veía que aquello no era su oficio, pero ponía cierto interés en las clases, tampoco mucho. Una tarde, apenas transcurridos quince días del primer mes, me preguntó suavemente:

-¿Ha traído mi dinero?

Me quedé un poco sorprendido; incluso durante un instante no supe a qué dinero se refería. Estaba tan acostumbrado a pagar las clases a final de mes que tardé un segundo en darme cuenta que tendría que referirse al de las clases. Quizás en Alemania se pague por adelantado, pensé.

-No, pero se lo traigo el próximo día.

-Bien, bien.

Efectivamente se lo llevé en un sobre. Lo abrió para contarlo, sonrió satisfecho y lo guardó cuidadosamente. Creo que aquella clase la dio con algo más de interés. Cuando salía del edificio me paré un momento en el portal porque empezaba a llover. El cielo se había puesto negro casi de repente y caían ya gotas como avellanas. Mientras me ponía la gabardina oigo a la portera decir por lo bajo:

-Va a llover más que cuando enterraron a «la Pelitos».
Miré hacia ella y le dije directamente:

-¿Y quién fue «la Pelitos»?

La portera no sabía mucho de la chica. Creía recordar que había sido una pelandusca famosa, que frecuentaba la zona de Embajadores, y poco más. La inmortalidad se la dio el aguacero que deshizo su entierro, que llegó a causar inundaciones. Parece que en el Madrid castizo era una frase hecha. Ese tema, y los chuzos que caían, nos dieron pie para empezar a largar. Siempre he pensado que eso de ver y oír llover a cántaros proporciona cierta intimidad al ambiente. La portera se explayó. Sabía bastante más de don Otto que de «la Pelitos». El alemán había llegado al piso que habitaba cuando aún vivía la anterior dueña, doña Rosario. Era ésta una señora viuda, piadosa y con un buen pasar. No tenía familia y vivía sola en el piso que había comprado el matrimonio cuando se hizo el edificio, allá por los años veinte. En la guerra, un bombardeo la había dejado viuda. Con piso en propiedad, pensión algo más que mediana y sin ningún vicio dispendioso, doña Rosario vivía estupendamente, aunque muy sola. Frecuentaba la parroquia, por hacer beneficencia, y allí conoció «al alemán», como con un retintín de menosprecio decía la portera. Parece que él iba por allí para recibir caridad, pues no tenía oficio ni beneficio. El párroco solía darle de comer caliente y hasta alguna chaqueta o traje en buen uso. Don Otto y doña Rosario intimaron y, a pesar de que ella era varios años mayor que él, pronto se casaron, pues la viuda lo quería todo por lo legal y por la iglesia.

Como no paraba de llover, la portera siguió pegando la hebra, y yo escuchando embelesado. La mujer tenía innegables dotes de narradora.

«Yo creo que al principio él estaba feliz y no me extraña. En unos días pasó de ser casi un vagabundo a vivir como un señor: piso bueno, comida excelente, ropa limpia, ¿qué más se puede pedir? Ella también estaba contenta, pero ya sabe Vd. lo que pasa, que al mejor vivir, morir. Quiero decir que algunas veces cuando uno está mejor y empieza a disfrutar de la vida, llega -inesperada- la muerte. Y eso le ocurrió a doña Rosario, que estaba encantada con la compañía de su nuevo marido, y la pobre se murió en tres meses. Y aquí le tienes al alemán, dueño ahora de un magnífico piso, pequeño, pero caliente, céntrico y bien construido, ¿qué le parece? La de vueltas que da la vida, ¿verdausté?».

-Y de dónde salió este señor, pregunté.

-Eso no lo sé. Yo lo conocí cuando empezó a salir con doña Rosario, y por entonces no tenía ni dónde caerse muerto. Ya digo que iba por la parroquia a recibir caridad. Debió de venir de Alemania, claro.

La conversación se iba agotando al tiempo que escampaba, lo que aproveché para marcharme.

Indagaciones

No volví a pensar en el asunto hasta casi un mes más tarde. Don Otto tenía la costumbre de levantarse en algún momento de la clase. Un día dijo a modo de explicación:

-Perdona, tengo que ir al baño; es la próstata.

Siempre tardaba cinco minutos por lo menos, tiempo que yo aprovechaba para fisgar en sus libros, diarios y álbumes de fotos que andaban por allí cerca. Así me enteré de que don Otto había sido un destacado piloto de la Legión Cóndor; había participado en los bombardeos de pueblos y ciudades de la España republicana en la guerra civil y después en los de la Gran Bretaña, durante la segunda mundial. Al desplomarse el III Reich no tenía donde ir, sus ahorros en marcos no valían nada y su vida corría serio peligro. Recordó que en España le habían tratado bien, el Gobierno no era hostil y hasta había hecho algún amigo, con lo que se vino para aquí.

Día a día -clase a clase- iba enterándome de su vida en los cinco minutos de la pausa. Cuando oía que sus lentos pasos se acercaban, volvía a colocar el libro donde estaba; don Otto entraba y reanudábamos la lección. Me faltó averiguar las peripecias de sus primeros años en España, pero como ya digo que no era buen profesor, dejé las clases en seguida. Entre mis averiguaciones y el completo informe de la portera, ya me había hecho una idea de su curiosa vida.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Julio de 2007.

domingo, 22 de julio de 2007

Otra pequeña historia: don Procopio

Don Procopio Villoslada Casado era natural de Portillo, en la provincia de Valladolid, que en la división por regiones de la época no estaba claro si correspondía a León o a Castilla la Vieja, en lo que hacía pareja con Palencia, aunque a mí me parece que los de Portillo, quizá por tener castillo propio, se sentían casi exclusivamente castellanos.

Los chavales de Portillo se llevaban mal con los de Arrabal de Portillo -que está a media legua escasa-, y viceversa. Cuando se encontraban en cualquier sitio, a distancia de oírse, empezaban con insultos y seguían con cantazos. En eso de cantear, fuese lanzando a sobaquillo o con la ayuda de la honda, el Procopito, como le llamaba su abuela, no lo hacía nada mal y llegó a descalabrar a alguno de Arrabal, lo que le dio cierto prestigio entre los chicos de Portillo.

Quizás esa fue la causa de que el Procopito se aficionase al tirachinas y a la honda, y le fuera cogiendo gusto a eso de lanzar proyectiles, al tiempo que se le iba haciendo el carácter más bien guerrero y hasta un poco ardoroso. Seguramente por eso, al poco de cumplir los diecisiete, le llevaron al frente del Guadarrama, donde podía disparar todo lo que quisiera y con balas de verdad, aunque no supiera muy bien ni por qué ni para qué combatía.

Allí se le quitaron casi de repente todas las ganas de tirar proyectiles. Allí lo que había era un frío que dejaba tiesas e inmóviles todas las extremidades, las superiores, las inferiores y la impar y media. Allí vio morir, a su misma vera, a varios amigos, a los que les brotaba la sangre por la herida igual que salía el mosto rojo del arcaduz de la bodega del tío Liborio, adonde, por echar una mano -o un pie, según se mire- iba a pisar la uva por San Cipriano, a finales de septiembre.

Así que, en cuanto pudo, se retiró del frente, y quizá por la vieja querencia al tirachinas y a la honda, se empezó a interesar por las piezas, mecanismos y funcionamiento de pistolas, fusiles y cañones, con lo que, a la primera oportunidad que tuvo, se metió de ayudante del maestro armero.

Terminó la guerra; Procopio estaba con los vencedores, así que fue ascendido y hasta le cayó alguna medalla por lo del Guadarrama. Como no sabía hacer otra cosa, se quedó en el Ejército hasta más ver. Allí se comía caliente, se dormía con manta y se cobraba puntual, y no estaba el país para muchas aventuras. Se llevaba bien con el maestro armero, un sabio que entendía incluso de automáticas alemanas, y así fue aprendiendo y ascendiendo en el escalafón hasta llegar a brigada, lo que le permitía vivir con desahogo, porque Procopio nunca había pensado en casarse, y vivió siempre solo. Muy hecho al lenguaje de las ordenanzas, a veces decía -sólo a los íntimos y con sigilo- que una visita esporádica al lupanar puede sustituir con ventaja al matrimonio.

Con los años, y quizá con la soledad, se fue haciendo reservado. Tenía varios amigos, unos entre la banda de música del cuartel, otros en la cocina y el taller mecánico, y no pocos entre los militares de carrera, pero casi todos se fueron casando y eso limitaba la amistad.

Procopio vivía en una pensión próxima a su cuartel desde el fin de la guerra, o sea, que estuvo allí cerca de cuarenta años. Cuando se murió la patrona, los hijos decidieron cerrar la pensión y vender la casa. El ahora ya maestro armero tenía más disgusto que los propios hijos. Y adónde voy yo ahora, se decía. Me jubilo el mes que viene, tengo ya todas las cuentas echadas y esto descabala mis planes...


Las vueltas que da la vida


Pero la vida da muchas vueltas, y salió, como tantas veces, por donde menos se piensa. Don Procopio, que era de natural tranquilo y servicial, solía ayudar a todo el que se lo pedía. No sólo en asuntos de armas, sino también en cuestiones prácticas militares, de las que sabía infinito, por llevar toda la vida en ese ambiente.

Unos años atrás había llegado al cuartel un joven abogado que había sacado las oposiciones al cuerpo jurídico militar, con lo que, tras unos cursos de formación castrense, había recibido las dos estrellas de teniente, aunque en lo referente al funcionamiento práctico de los organismos militares no estaba muy ducho.

Al poco de llegar, el abogado tuvo que presentarse al capitán general, como es preceptivo. Salía una mañana de la biblioteca del cuartel, muy elegante, con traje oscuro, camisa y corbata, cuando Procopio le vio y le dijo:

-Perdone, mi teniente, pero he leído en la orden del día que se presenta usted esta mañana al capitán general

-Así es. Hacia allí voy ahora mismo

-Disculpe de nuevo, mi teniente, pero es que a la presentación hay que ir con uniforme de gala y las armas correspondientes. Debería cambiarse. ¿Tiene usted pistola, sable y demás?

Al joven letrado, de nombre Bonifacio, casi le da un síncope. Quedó desconcertado. Cuando se repuso, preguntó:

-¿Podría usted prestarme algo de eso?

-Claro, no faltaría más. Venga conmigo a la armería

-¿Es necesario llevar esta espada tan larga?

-Es un sable, mi teniente, y tiene que cambiarlo de lado. Va a la izquierda, por si hubiera que sacarlo...

A Bonifacio se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en sacar de su vaina un cuchillo tan largo y afilado

Después de ese episodio, cada vez que Bonifacio necesitaba saber algo del protocolo militar, de las frases y expresiones de uso en el cuartel, de armas blancas o de fuego, y en general de cualquier cuestión castrense, recurría a Procopio. Así se hicieron buenos amigos, a pesar de la diferencia de edad.

Tres días después de la fatídica muerte de su patrona, Procopio le contó su terrible problema a Bonifacio, que para entonces ya era comandante.

-No te preocupes. Yo soy el director de un colegio mayor de unos cien estudiantes. Tenemos algunas habitaciones individuales. Te daremos una. Tienes garantizadas las tres comidas, lavado de ropa, calefacción, agua caliente y misa los domingos. Todo por dos mil pesetas al mes. Seguramente menos que la pensión. Está muy bien. Yo vivo allí muy a gusto.

Y para allá que se fue don Procopio. Al principio le molestaba algo el bullicio juvenil, pero pronto se acostumbró. Los estudiantes eran buena gente y en seguida se hizo amigo del cura, del subdirector, del administrador y del cocinero del colegio. Incluso charlaba con algunos colegiales. La jubilación le permitía una vida plácida en la que las mayores emociones eran las partidas de mus y los encuentros de Copa de Europa. Así estuvo largos años, más de veinte, mientras Bonifacio fue director. Después, la verdad, no sé qué fue de él. Lo más probable es que una mañana cualquiera las señoras de la limpieza se lo encontraran como un pajarito.
Al entierro no debió de ir casi nadie.

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Julio de 2007.

sábado, 14 de julio de 2007

La continua alza del precio

Leía el pasado viernes seis de Julio los titulares de portada del periódico santanderino “El Diario Montañés”, que decían en referencia al precio de las hipotecas: “El continuo alza del precio…” . Cuando lo leí, algo chirrió en el área del lenguaje de mi cerebro, donde se desencadenaron una serie de reflexiones gramaticales que, sin la menor intención crítica ni tampoco polémica, paso a exponerles brevemente.

Partamos de un hecho cierto: “alza” es un sustantivo femenino. A los sustantivos femeninos, generalmente, les precede el artículo femenino “la”, excepto cuando comienzan por “a” o “ha” acentuadas, como es el caso. Así, aunque sean palabras femeninas, decimos el águila, el alma, el arma, el agua, etc. Lo hacemos así para evitar cacofonía y dificultad en la pronunciación, además de por otras razones históricas acerca del devenir de las palabras, en las que no vamos a entrar.

Pero, porque cambien de artículo no dejan de ser femeninas, como se ve al hacer la concordancia con el adjetivo; así se dice “agua salada” o “alma santa”, y no “agua salado” o “alma santo”.

Lo que ocurre en castellano es que al interponer un adjetivo entre el artículo y el sustantivo femenino que empieza por “a” o “ha” acentuadas, ya no hay cacofonía ni dificultad de pronunciación, eliminadas por la interposición del adjetivo (u otra partícula), y por tanto el sustantivo femenino recupera su artículo natural, que es “la”. Así decimos, por ejemplo “la santísima alma de María” y no “el santísimo alma de María” o bien “la majestuosa águila real” y nunca “el majestuoso águila real” o bien “la misma agua que riega…” en vez de “el mismo agua que riega…” etc.

Consiguientemente creo que los titulares de portada de ese periódico eran incorrectos. Al interponer el adjetivo “continuo”, la palabra “alza” recupera el artículo femenino “la”, con lo que el titular correcto sería: “la continua alza de precio…”

Como decía al comienzo, no es mi deseo entrar en crítica ni polémica, sino divulgar algunas cuestiones gramaticales curiosas y poco conocidas. Tan poco, que hasta los ordenadores se equivocan con ellas.

Publicado en "El Diario Montañés" como Carta al Director el el 14 de Julio de 2007.

miércoles, 11 de julio de 2007

¿A qué llamamos Europa?

Es claro que podría responderse de diversas formas y en varios sentidos. Si hiciéramos la pregunta a jóvenes, la respuesta probablemente definiera un concepto geográfico, y se nos respondería que es una península situada en el extremo occidental de Asia. Algunas personas más precisas y cultas añadirían que está limitada por los montes Urales al Este, el mar océano al Oeste, el Mediterráneo al Sur y los hielos polares al Norte. Y tras la geografía, la historia. No faltaría quien señalase que, como tierra poblada que es, tiene una historia, que en este pequeño continente ha sido compleja, difícil, agresiva, incluso muchas veces sangrienta. Y esto a pesar de los nobles ideales europeos -adelantados y precursores- de los dos grandes Carlos europeístas: Carlomagno y Carlos I.

Ahora está muy de moda el concepto político, tan ligado al económico. Europa, dirían algunos, es un proyecto plurinacional que busca la unión política de sus estados miembros y el bienestar económico de sus ciudadanos. Parecido a eso, añadiendo el catolicismo por medio, debió de soñarlo el nieto de los Reyes Católicos.

Europa es también una comunidad de personas. Los europeos probablemente descendemos de la mezcla y cruce genético de tribus africanas que atravesaron el Estrecho (si es que lo había entonces) hace un millón de años, con razas asiáticas que llegaron de las estepas siberianas, seguramente más tarde. Tenemos el consuelo de saber que los híbridos suelen salir más sanos, robustos e inteligentes que los «puros», aunque sólo sea por el efecto de la selección natural.

Pero Europa es, según creo, sobre todo un concepto de cultura, una entidad cultural que nace en la Antigua Grecia, que a su vez recoge saberes fundamentales del Oriente Próximo, como el alfabeto, las cifras, la geometría, etcétera.
En Grecia se desarrolla la razón. El pensamiento lógico desplaza al mágico, el «mythos» es vencido por el «logos» y la Humanidad empieza a caminar por una senda relativamente segura, que no está ya expuesta a los vaivenes de las distintas supersticiones, a las revelaciones sobrenaturales de las variadas religiones, a los caprichos de los múltiples dioses, a los augurios de los diferentes adivinos -a su vez, basados en los tipos de vuelo de las aves o en la disposición de las entrañas de los corderos-, ni siquiera a las veleidades de tiranos y monarcas, sino que se guía, o debe guiarse, por el razonamiento lógico e inteligible, o -en el peor de los casos- por el empirismo razonable y pragmático que se revela útil.
El conocimiento y la interpretación de lo conocido pasan de lo sobrenatural o mágico a lo natural o comprobable. Aparece el concepto fundamental de «physis» = «naturaleza», es decir, aquello que las cosas son en sí mismas. Consecuentemente, aparece también el concepto de «elemento natural», que se encuentra en la composición y funcionamiento de todas las cosas, incluidos los seres vivos. No importa que se pensase que sólo existían cuatro elementos. Lo importante es que se entienda que la naturaleza, toda la naturaleza, está formada por la combinación de elementos.

Esta semilla griega fue aventada y sembrada por Roma en casi todo el continente e islas próximas, y allí se desarrolló y multiplicó. La tierra fue fertilizada por el agua del cristianismo, que comunicó algunas características peculiares a Europa en los dos últimos milenios.

Esta influencia de la religión en Europa ha sido recientemente cuestionada. Si los mensajes fundamentales de Cristo han sido «amaos los unos a los otros», «ama a tu prójimo como a ti mismo» o «devuelve bien por mal», no se puede seriamente afirmar que los europeos hayan recibido -y menos aún aceptado- mucha influencia cristiana. Infinidad de guerras, cada una más cruel que la anterior, luchas intestinas, traiciones, asesinatos, genocidios, etcétera entre los países de Europa no parecen dar la razón a los que creen en una importante influencia del cristianismo en nuestro continente. Eso sin contar las propias guerras de religión, en las que los cristianos europeos se mataban y torturaban entre sí con saña inigualable, sólo por desacuerdos en fragmentos de la doctrina cristiana. Es cierto que Europa no sería la misma sin catedrales ni monasterios, pero tampoco sería la misma sin bodegas sin pubs o sin estadios de fútbol. No creo que eso sea fundamental, aunque pueda tener alguna influencia en nuestro estilo y personalidad.

Lo que sí creo ha sido y es muy importante en la actual cultura europea es la separación que hay entre al poder político y el religioso, lo que han llevado a cabo los países europeos recientemente, y -en cambio- no lo han logrado (y es dudoso que lleguen a hacerlo) otras comunidades culturales, como la árabe, por ejemplo. Aunque las religiones que mayoritariamente siguen esas respectivas culturas (cristianismo e islamismo) no son tan distintas (en definitiva adoran al mismo Dios, llámese Jehová o Alá, reconocen profetas o líderes comunes, como Abraham, Moisés o Jesús, rezan a los mismos ángeles, como Gabriel, comparten conceptos y dogmas, como el juicio final, la resurrección, el paraíso, etcétera y, sobre todo, tienen preceptos morales comunes: oración, limosna, ayuno, sacrificio, respeto a los padres, observación de las fiestas, castigo del robo, etcétera), pero la diferencia abismal es que en Europa la religión no entra o no debe entrar en política, en tanto que en los países musulmanes ambos poderes se confunden. Ignoro si en el Reino Unido sigue siendo la Reina la cabeza y máxima autoridad de la religión anglicana. Supongo que de ser aún así será sólo un título simbólico.

Entiendo que esta separación de poderes es una gran conquista de Europa, que facilitará extraordinariamente nuestra convivencia y desarrollo.

El concepto cultural, claro está, no se limita al geográfico. Europa descubrió un Nuevo Mundo, y España, Portugal, Italia, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Alemania, etcétera, es decir, muchos de los países más «europeos», cual otra nueva Roma, llevaron la semilla griega -ahora ya europea- a América. Con razón decía R. Adrados que «muchos hombres cultos de América o de Rusia se veían a sí mismos como europeos exiliados». Europa no está sólo en Europa.

La cultura une más de lo que parece. Un programa de intercambio cultural, el «Erasmus» creo que está haciendo más por la integración de Europa en Europa que muchos políticos de los estados miembros con sus visitas y discursos. Algo parecido, mutatis mutandis, ocurre con el deporte. Si se aceptara el pragmatismo como criterio para premiar, podrían concederle el «Carlomagno» a la Liga de Campeones de fútbol.

Pero hay algo más, como es el concepto mitológico clásico, al que me atrevo a dar continuidad hasta nuestros días. Es bien sabido que Europa era la hija de Agenor y Telefasa, reyes de Fenicia (Oriente Próximo). Zeus, el padre de los dioses, cuando la vio recogiendo flores, se enamoró de ella de inmediato y decidió raptarla. Como Agenor tenía un buen rebaño de reses, Zeus se transfiguró en toro y se incorporó disimuladamente al grupo, pastando en los campos de Tiro con el resto de la manada, y mostrando tan sorprendente docilidad que llamó la atención de la familia real. Tanto que Europa se subió a sus lomos para cabalgar sobre él, momento que aprovechó el astuto toro para salir volando sobre el mar y no parar hasta Creta. Allí tuvo tres hijos con la joven Europa: Minos, Sarpedón y Radamanto. El primero fue rey de Creta; el segundo, de Licia (al suroeste de Asia Menor) y el tercero civilizó a los habitantes de las islas Cícladas.

Pero Zeus debía de tener mucho trabajo, o se cansó de la hija de Agenor, por lo que pronto dejó la compañía de Europa, no sin antes recomendársela al rey de Creta, Aterion, que se desposó con ella.

Lo que ya es menos conocido es que Europa enviudó pronto de Aterion, y que Zeus envió a su querida hija Atenea a consolarla. Palas Atenea, además de buenos consejos, le proporcionó un tercer marido, llamado Pensamiento. Europa ya no era joven, pero le dio tiempo a tener cuatro hijas: Cultura, Ciencia, Democracia y Lógica, y otros tantos hijos: Arte, Ingenio, Estudio y Deporte.
Cuando llegaron a Creta los ejércitos romanos los ocho hijos defendieron la isla con tal denuedo que causaron importantes bajas entre los invasores, por lo que, cuando al fin Roma logró conquistarla, impuso un oneroso tributo, por el que tenían que entregarle el primogénito que naciera de cualquiera de ellos cuando llegase a la edad núbil. Así se fueron extendiendo los descendientes de Europa y Pensamiento por todo el Imperio romano y zonas adyacentes.
La mayoría vivieron sanos y fuertes, y disfrutaron de largas y fructíferas vidas. Algunos, sin embargo, no tuvieron tanta suerte. Una joven, de nombre Solidaridad, salió enfermiza, y un muchacho que tiene el curioso nombre de Patriotismo Europeo no acaba de desarrollar.

Con todo, la ya amplia descendencia de Europa sigue adelante. Quizá por ello los extranjeros, cuando nos miran atentamente, dicen que todos tenemos un aire de familia.

Publicado en "La Nueva España" el 11 de Julio de 2007.

lunes, 2 de julio de 2007

El Ministro no recibe

Parece que sólo «recepciona», según se desprende de las declaraciones del señor ministro de Defensa realizadas a raíz del desastre del Líbano. Según nos ha dicho, hay unos aparatos especiales que detectan determinadas frecuencias de ondas, de esas que pueden inducir explosiones, aparatos que -de haberlos tenido- quizás hubieran podido evitar la debacle. Pero, desgraciadamente, esos aparatos aún no habían sido «recepcionados». Algo chirrió en mi cabeza cuando oí el palabro. ¿Recepcionados? Supuse que sería un lapsus, pero en seguida lo repitió bien clarito» «No habían sido recepcionados». ¿Tendrá algo el señor ministro contra el participio simple «recibidos»? ¿Será que los ministros no pueden hablar como los demás? Cuando cualquier hablante diría que los tales aparatos no han llegado aún, o que no han sido recibidos a tiempo, el señor Alonso se inventa un participio de un verbo que no existe en castellano.

Probablemente sea sólo mera cursilería o vulgar afán de notoriedad lo que impide a algunos políticos hablar llanamente o al menos sin retorcer caprichosamente el lenguaje.

Este deseo de protagonismo y de diferenciarse de los demás mortales es el que creo que les lleva a cometer estos errores. En tiempos pasados, la política era el arte de bien dirigir a los pueblos, para lo que se empleaba frecuentemente la palabra. Ahora es el arte de alcanzar y conservar el poder, y de paso enriquecerse si se tercia. La palabra, que convence e ilustra, ha cedido terreno frente al voto, que es lo que permite alcanzar el poder. Por eso ahora los políticos no se preocupan apenas de las palabras y buscan, en cambio, los votos «como sea».

Pero, eso sí, les gusta diferenciarse del pueblo al que dicen servir. Siguen en eso a figurones y figurines. Si la gente dice recibir, ellos, todos los cursis, dirán «recepcionar». Si todo el mundo ve un paisaje o un cuadro, ellos lo «visualizan» o lo «visionan». Cuando todos abrimos una cuenta, ellos la «aperturan». Recibir, ver o abrir les parecen palabras corrientes, simples, indignas de sus importantes cargos o de su televisiva «fama», que no prestigio.

Aunque lo que verdaderamente suele ser indigno de sus cargos es su ignorancia. No lo digo por el señor Alonso, que parece un hombre serio, sensato y responsable, sino por otros muchos «famosos» y políticos, que pocas veces dan la talla. Resulta bastante penoso oír a altos cargos de la nación chapurrear el francés o el inglés. Menos mal que en eso nos redime la Corona. Es una satisfacción escuchar al Rey, al Príncipe y especialmente a la Reina, cuando hablan en otros idiomas.

Volviendo a la cursilería ésa de «recepcionar» hay que decir, en descargo del señor Ministro, que los dos países vecinos sí tienen esa palabra en su vocabulario. En portugués se usa «recepcionar», que está en los diccionarios con el significado de recibir, y en francés existe «réceptionner», con el significado de recibir algo comprobando que lo recibido está en orden, buen estado, documentado, etcétera, es decir, recibir dando la conformidad con lo recibido. A pesar de que no suena bien en castellano, quizá no sería mala adquisición para nuestra lengua, pues el vocablo francés añade un matiz interesante. Pero, de momento, es palabra sin DNI español, cuyo uso, paradójicamente, parece quedar reservado para ministros.

Publicado en "La Nueva España" el 2 de Julio de 2007.

domingo, 24 de junio de 2007

Vacaciones

Se acerca julio y la perspectiva de las vacaciones ya planea sobre nuestra casa. Adela me dijo ayer que tenía que comprarme unos pantalones de verano y otro traje de baño. Insinuó que estaba algo más gordo. Eso significa ir de compras, probarse una prenda y después otra y otra. Mi mujer es, además, meticulosa para esto de los trapos, y mira y remira, vuelve y revuelve, y no se cansa jamás. Cuando me pruebo algo, me inspecciona con ojo crítico de cerca y de lejos, a babor y a estribor, a proa y a popa. Parece que está hecha para eso.

-Ése te queda bien, pero el color no le va a la camisa ni a las playeras nuevas.

Qué me importará a mí si le va o no le va, me pregunto en silencio. Después llegará un dependiente, con el que no he cruzado una palabra en mi vida, y con la mayor confianza y la máxima soltura -sin ni siquiera mirarme- meterá sus dedos en el espacio virtual que hay entre el pantalón que me estoy probando y la camisa que cubre mi cintura y dirá con aire profesoral:

-Un poco grande. Quizá una talla menos.

Mi mujer contestará que no, que los prefiero grandes, aunque yo no haya abierto la boca. El dependiente volverá a considerarme un ser inanimado cuando, con una ligera presión de sus dedos, convierte el espacio virtual en real y hace ver de nuevo la holgura entre la cintura del pantalón y la mía propia, mientras menea la cabeza y arquea las cejas. Naturalmente, yo sigo sin existir. Soy, a lo más, un maniquí, un sujeto pasivo, como dicen en Hacienda, lo que me despierta una vaga sensación de que estoy sólo para pagar.

Regresamos a casa. Yo, agotado, me dejo caer en el sofá, casi jadeando. Por extraño que pueda parecer, a algunas mujeres, como Adela, salir de compras les da fuerza. Llegan con más energía de la que tenían al salir. Esta vez, sin embargo, hubiera sido mejor no haberla tenido. Adelita, nuestra hija mayor, 17 años, a punto de terminar en el Instituto el curso y el Bachillerato, ha dicho taxativamente que ella no viene de vacaciones. Que no se mueve de la ciudad. Su madre se ha puesto a mayores, y el poco oxígeno que quedaba en el enrarecido ambiente se gastó en discutir con vehemencia. Mientras madre e hija se acaloraban, yo me quedé pensativo. Nunca hasta ese momento había considerado esa posibilidad, quizá porque Adela y los dos pequeños adoran las vacaciones, la playa, el mar, las excursiones, el «dolce far niente»,... Se pasan el año esperando esos días y parece que lo disfrutan mucho.

Aunque sé que no lo haré, sigo pensando en ello: «Quedarse en la ciudad. Sería maravilloso. Podría seguir viéndote casi a diario, en la oficina, a ratos perdidos. Perdidos pero muy buscados y rara vez encontrados. Sentirte cerca, rozar levemente tus manos cuando me das un documento y me miras a los ojos. Recibir esas miradas que me dan la vida y me hacen enloquecer, pero que nunca me dejan tranquilo, ni siquiera cuando después nos sonreímos. Porque siempre querría más. Como cuando el azar hizo que -al fin de la pequeña fiesta de la oficina- quedáramos los últimos y bajásemos solos en el ascensor, y yo lo paré en medio del trayecto y sin decir palabra nos besamos suave pero apasionadamente, en un minuto eterno, pero con principio y con fin.

Esa esperanza de verte a diario, de oír tu voz, de que tú me veas y me escuches, es lo que me hace vivir y trabajar y seguir adelante. Pero ahora, al menos durante un mes, perderé esa dulce esperanza y también la más vehemente de encontrarte a solas un minuto, como en el ascensor. Así que estaré todo este tiempo desesperado.

Pasaré unas semanas en la playa, con mis hijos, a los que también adoro. Jugaré con la arena, con las olas y con lo que ellos quieran. Haré lo imposible para que se diviertan. Fingiré una razonable felicidad. Para ser un poco más auténtico, me acordaré de tus miradas, de tus manos, de tu sonrisa, del ascensor.

Trataré de llamarte en algún momento de soledad, forzosamente breve. Oír tu voz, aunque sea unos instantes, será tan bello como recuperar la salud perdida. Quizá me consuele pensar lo que decía algún poeta romántico, que el amor más acendrado y verdadero es el imposible.».

Unos gritos femeninos me sacaron de mi meditación. Adela discute ya abiertamente y a voces con nuestra hija:

-Tú no puedes quedarte aquí sola. No sabes cocinar, ni limpiar, ni siquiera poner la lavadora, y, además, una chica a tu edad no debe estar sola. Así que te vienes con nosotros, te guste o no. ¿Se puede saber por qué no quieres venir? Siempre te había gustado salir de vacaciones. ¿Es algún chico?

-Sí, es un chico, ¿qué pasa?, contestó, agresiva, Adelita.

-Pues pasa que vienes con todos nosotros, como siempre, y no se hable más del asunto. ¡Habrase visto, esta mocosa!

-Pues no voy, te guste o no. Antes me mato. Me tiro por la ventana o me ahorco. No sería la primera.

Pensé que entonces Adela recurriría a mi supuesta autoridad paterna para reforzar la suya, pero providencialmente sonó el teléfono y era para ella. Aproveché la ocasión para escabullirme. Le dije al pequeño, de 11 años:

-Gelín, ¿me acompañas a sacar al perro?

-Sí, papá.

Me llevo bien con Gelín, que también tiene toda la confianza de su hermana mayor. Cuando el perro se hubo aliviado, invité al chico a una Coca Cola.

-¿Qué diablos le pasa a tu hermana, Gelín? ¿De verdad anda con un chico?

-Están casi todo el día juntos, y cuando no pueden salir hablan por teléfono durante horas.

Yo palidecí de envidia, pero Gelín siguió muy serio:

-Dice que está muy enamorada.

De repente, sin saber por qué, empecé a preocuparme seriamente por la amenaza que acababa de lanzarle a su madre, pero que iba para todos. La imagen de Adelita estrellada en el suelo, cual otra Melibea, o colgando de la lámpara con un cinturón al cuello y la lengua fuera eran imágenes que no podía resistir. Las rechazaba de plano, pero volvían, recalcitrantes. «Los adolescentes son imprevisibles. Cualquiera sabe.». Me entró un pánico irracional e irreprimible.

-Termina la Coca Cola, Gelín, que volvemos.

Entré en casa sobrecogido, agarrotado, temeroso. Adela refunfuñaba. Yo estaba en ascuas.

-¿Dónde está Adelita?

-Se ha encerrado en su cuarto. Tienes que hablar con ella seriamente. Tienes que hacerla entrar en razón. Ya has oído lo que pretende.

Yo, la verdad, casi no escuchaba, aterrado como estaba por lo que pudiera estar sucediendo en el cuarto de mi hija. Quería llamar a la puerta, pero no me atrevía. Tenía un miedo atroz a que no hubiera respuesta. El temor me atenazaba.

-Gelín, llama a la puerta de tu hermana, haz el favor.
-¿Quién coño es?

Por una vez, el taco en boca de una jovencita no me molestó demasiado. Respiré tranquilo. La paz de saberla viva me hizo regresar a mis pensamientos normales y preguntarme una vez más por qué hablarán tan mal ahora las chicas. Ni a mi propia hija puedo educar en contra de la corriente.

Adelita había abierto la puerta a su hermano menor y le estaba diciendo con energía y decisión:

-No voy y no voy. Se pongan como se pongan. No pienso dejar a Ricardo un mes para estar con estos carrozas. ¿Qué coño sabrán ellos lo que es el amor?

Publicado en "La Nueva España" el 24 de Junio de 2007.

sábado, 16 de junio de 2007

El Oeste en el Norte

Resulta incomprensible para muchos españoles que hemos querido y admirado el País Vasco lo que está sucediendo allí en los últimos tiempos. Aparentemente, el problema parece ser que una parte de la población vasca -no sabemos exactamente si minoritaria o no- desea la independencia y la anexión de parte de Navarra, mientras que la gran mayoría de los españoles, incluidos muchos vascos, no acepta esa posibilidad, que tampoco contempla la Constitución.

Éste puede ser uno de los problemas, pero no es el más importante. El verdaderamente trascendente, el fundamental y dramático, es que los medios que los separatistas vascos utilizan para convencer a los españoles de sus ideas son, sencillamente, execrables. Podemos discutir acerca de la independencia del País Vasco, de Navarra, de la autodeterminación y de otros muchos asuntos. Pueden hacerse consultas populares o no hacerse, pero lo que jamás nadie podrá admitir es que los medios para lograr un fin sean el asesinato, el chantaje, la extorsión y el terrorismo. Eso, simplemente, no sólo es inadmisible, sino vitando, odioso, execrable. Parece increíble que parte de un pueblo haya adoptado métodos tan mafiosos y gansteriles, y que lo haga frente a gentes que a lo largo de la historia han demostrado que no toleran la imposición de ideas ni de conductas, y menos si vienen de mafiosos canallas.

De ahí la sorpresa que -para muchos- constituye la política que se viene llevando a cabo en el País Vasco. ¿Se admiten como argumentos de diálogo el matar o el no-matar? ¿Se acepta la idea de que «si me ayudas, no te mato»? ¿Se puede cambiar la «paz» (¿se llama ahora así a la disminución de asesinatos?) por la tiranía o por la imposición de ideas? ¿No estamos cediendo gran parte de la soberanía del Estado? ¿Puede realmente decirse que España es un país soberano en el País Vasco? ¿Se cumple allí la ley? ¿Protege la ley a los ciudadanos que allí viven, especialmente a los que se sienten españoles? ¿No es un fracaso de los gobernantes tener que llevar escolta?

La política que se sigue es la del que para apaciguar a la fiera se deja devorar por ella, como decía Adenauer y suele citar García de Cortázar. Con más humor expresaba Oscar Wilde algo parecido: la mejor manera de eliminar la tentación es caer en ella. Claro que en el primer caso se pierde la vida y en el segundo la soberanía. La política reciente en Vascongadas es la de dejarse devorar o caer en la tentación de lo fácil. Por eso unos pierden la vida y todos estamos perdiendo la soberanía en esa parte de España.

La situación actual en el País Vasco se parece peligrosamente a las películas del Oeste norteamericano. Ésas en las que vemos que en un idílico valle aparecen unos individuos que quieren dominarlo. Compran un rancho y en seguida quieren quedarse con los terrenos vecinos, después con los pastos, más tarde con el agua. A quienes les plantan cara los eliminan. Llegan los asesinatos, los chantajes, la extorsión. Queman la imprenta donde se hace el periódico crítico. Colocan explosivos para matar al periodista que publica sus fechorías. Exigen ventas fáciles e impuestos ilegales a los granjeros ricos.

El «sheriff», junto a muchos ciudadanos de buena voluntad, trata de contemporizar y empieza a ceder, pero pronto comprueba que ése es un camino sin retorno. Ha permitido que la banda sea más fuerte que él y se ve en situación apurada. Las amenazas y la chulería de algunos de los asesinos son difíciles de asimilar, incluso por los amigos del «sheriff». Hay ciudadanos honrados que no entienden nada: ¿ceder a la imposición de unos asesinos? ¿Le pagamos el sueldo al «sheriff» para eso?

Por lo ocurrido en otros valles, se sabe que sólo hay una solución: acabar con los forajidos. Si tuviera valor el «sheriff», tal vez podría añadir una expresión que ha empleado en otras ocasiones: «Como sea». Si no lo tiene, habrá que llamar a John Wayne para que limpie el valle de canallas y vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser.

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Junio de 2007.

lunes, 4 de junio de 2007

Una pequeña historia

Desde niño le tengo miedo a lo que se suele llamar «la Justicia», y no sé si ese temor es una virtud o un defecto. Lo mismo, o parecido, me ocurría con lo del «temor de Dios», que todos lo consideraban una virtud, pero yo no lo tenía nada claro, pues pensaba en lo difícil que es amar a alguien y también tenerle miedo.

La historia que voy a contar sucedió cerca de aquí y es más o menos verdadera. Hay varios implicados, pero el que más sufrió se llamaba Telesforo, que era hijo de don Aniceto Poca Rodríguez y de doña Mercedes Cabeza Husillos. El chico, naturalmente, se llamaba Telesforo Poca Cabeza, aunque era de natural despierto y cumplía a satisfacción con todos los encargos, encomiendas y mandados que le pedían los mayores. Además, siempre estaba de buen humor. Tanto, que llevaba con toda dignidad y hasta con un poco de coña las chanzas que sus compañeros de colegio, incluidos profesores, hacían de sus apellidos. Telesforo solía seguir las bromas y hasta a veces apostillaba: «No soy el único de la familia. Mi tía Lola, casada con el hermano de mi madre, se apellida Fuertes. En las tarjetas tiene que poner: "Dolores Fuertes de Cabeza"». Esto hacía sonreír a los oyentes, que, al ver que Teles llevaba bien el asunto y no se picaba, enseguida cambiaban de tema.

Telesforo, en algún momento de su juventud, pensó en modificar ligeramente sus apellidos, pero no daba con la fórmula adecuada. Telesforo Pocaca Beza le sonaba muy mal, y apellidarse Po Cacabeza no le convencía. Algunas veces añadía una «ese» al final de uno de sus apellidos y, al deshacer la concordancia en singular, la cosa quedaba algo mejor.

Telesforo, como digo, salió despabilado, y enseguida aprendió el honroso y vetusto oficio de carnicero, para el que hay que tener buena mano y mejor tino.

«Ten cuidado no vayas a llevarte un dedo con esos cuchillos tan afilados», le decía a diario su madre.
Telesforo sonreía, agradecido por la cariñosa advertencia.
Poco después de volver de la «mili», Teles se casó con Teruca, una buena chica, limpia y hacendosa. Tuvieron dos hijos, a los que daba gloria ver crecer. Ahora era su mujer la que repetía: «Ten cuidado, Teles, con los machetes, no vayas a llevarte una mano». Y Teles volvía a sonreír complacido.
Pero la desgracia no vino por el acero, sino por donde menos se pensaba.
Un día el joven carnicero, que ya tendría sus treinta y siete años, recibió una citación del Juzgado. No le dio mucha importancia, pues tenía la certeza de no haber hecho nada malo, pero pronto el asunto pasó a mayores: un chiquito de once años, poco más que un niño, vecino del bloque en el que vivían Teles y Teruca, le había denunciado por abuso sexual. En realidad la denuncia la puso la madre, después de que se lo contara el chico. La señora era de armas tomar, por lo que puso toda la carne en el asador. Hubo una rueda de reconocimiento y el chico identificó al carnicero sin titubear.
Le cayeron doce años, año arriba o abajo, pero Teles no estaba dispuesto a ir a prisión, y nada más oír la sentencia, antes de ingresar, desapareció sin dejar rastro. Eso complicaba las cosas desde el punto de vista legal, y para la madre denunciadora era la prueba irrefutable de la culpa del joven carnicero.

Pasó algún tiempo. Dos o tres años. Teruca y sus hijos sufrieron lo indecible. El mayor, que ya era casi mozo, apretaba los dientes cuando veía a los denunciantes. Mucho por rabia, bastante por impotencia y algo por duda.

La señora de armas tomar estaba, en cambio, satisfecha, y preparaba con detalle la primera comunión del hermano pequeño del abusado. Al ser una familia muy religiosa, era obligado que todos comulgasen con el neófito, como así fue.

A los pocos meses, el párroco de la zona fue al Juzgado y pidió hablar con el juez que había conocido del caso. No dijo mucho. Simplemente le aseguró que Telesforo Poca Cabeza era inocente y que debían revisar el asunto. No le sacaron más.

Curiosamente le hicieron caso y volvieron a tomar declaración al chico y a su madre, en circunstancias distintas. Esta vez el joven cantó de plano. Todo venía de una mañana en la que el carnicero había reprendido al entonces niño y a alguno de sus amigos por querer robarle, torpemente, unos chorizos. Teles ni se acordaba de aquello, pero el chiquito se la había jurado.

Se aclaró el asunto, y Teles, que había estado en discreto contacto con la familia, pudo regresar de Brasil. Le recibieron como a un héroe, pero eso no le importaba mucho. Volvió a abrir la carnicería y cuando algún cliente le decía «más vale tarde que nunca», Telesforo contestaba arqueando las cejas: «Sí, claro, el que no se consuela es porque no quiere».

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Junio de 2007.

sábado, 26 de mayo de 2007

Primavera

Se ha escrito tanto sobre la primavera que parece superfluo, ocioso y hasta atrevido pretender decir algo más sobre el asunto. Sin embargo, a pesar de la abundante literatura existente sobre esta esperanzadora estación del año, especialmente en su vertiente lírica, creo que no se ha escrito mucho acerca de sus efectos biológicos en el hombre, y me apresuro a añadir que también en la mujer, aunque -según entiendo la gramática- no sería necesaria esta redundancia, pero, estando lejos de mí la intención de herir a quien se pueda sentir herida, prefiero cometer un solecismo que molestar a una señora.

Por entrar en materia: ¿será verdad eso de que la sangre altera?

Yo creo que sí que es cierto, y hasta ofrezco una hipótesis, pues tengo para mí que se debe a la luz. En primavera los días son largos, crecen, y la cantidad y calidad de la luz que entra por los ojos aumenta.

-¿Y qué tiene que ver eso con la alteración de la sangre?

-Verá, le voy a decir:

Hace ya muchos años, en el siglo pasado, algunos científicos observaron que existían unas fibras nerviosas que salían de las células de la retina y terminaban en el hipotálamo, que es un lugar profundo del cerebro en el que se cocinan y se distribuyen muchas hormonas. Lógicamente, pensaron que podrían relacionar la luz con la actividad hormonal, la sexual entre ellas, así que programaron y llevaron a cabo varios experimentos en animales, unos a base de aumentar la luz y otros fundamentados en la supresión de la misma.

En seguida pudo comprobarse que el aumento de luminosidad en el ambiente anticipaba el celo en los reptiles y provocaba un aumento de tamaño de las glándulas sexuales de las aves.

Algunos otros animales, como la comadreja, también aumentan su actividad hormonal sexual con la abundancia de luz y en cambio la disminuyen si se les coloca una capucha negra o se les destruye la retina.

Seguramente ha oído usted decir que las gallinas ponen más huevos si se les aumenta artificialmente el tiempo de luz. Es de suponer que por eso algunos gallineros permanecen iluminados durante la noche.

Pudiera pensarse que todo esto es cosa de animales, pero que no afecta a los seres humanos. Yo creo que algo también nos afecta. Basta recordar que la madurez sexual de los adolescentes se produce bastante antes en los países tropicales, bañados en luz deslumbradora, que en los nórdicos, que la tienen escasa en duración e intensidad. La menarquia, es decir, la aparición de la primera regla, se produce dos o tres años antes en Cuba que en Noruega. Algo parecido, en cuanto al despertar sexual, sucede en los varones.

Por ello, la abundancia e intensidad de la luz constituyen en el hombre, según creo, un estímulo endocrino, que, a través de la hipófisis y probablemente de la epífisis, cambia -sólo ligeramente- algunos de nuestros comportamientos y sensaciones.
En resumen, que la sabiduría popular, como casi siempre, es veraz y certera: la primavera la sangre altera. Aunque sea sólo un poco.

Publicado en "La Nueva España" el 26 de Mayo de 2007.

martes, 8 de mayo de 2007

Extremos

Yo creo que entre doña María Teresa de la Vega y doña Angela Merkel tiene que haber un término medio. Ni tanto ni tan calvo. La vicepresidenta española va siempre hecha un pincel de los que se usan para pintar cromos. No olvida detalle en su apariencia. El maquillaje de los ojos a juego con la pintura de labios y con el tono de la chaqueta. El pelo teñido en un color que combina a la perfección con el pañuelo de seda que adorna y tapa el cuello. Colores pastel, pero vivos. Nunca la he visto con el mismo modelo. Todo nuevo, brillante, reluciente. Para ella siempre es Domingo de Ramos. Siempre de estreno e impecable.

A mí me parece que en eso del vestido, como en el lenguaje, también se puede caer en el vicio de la hipercorrección. Por querer pronunciar correctísimamente las terminaciones en «ado» y evitar decir «soldao» o «acabao», podemos hipercorregir y terminar diciendo «bacalado». Hay que tener ojo y buscar el término medio. Tan malo es pasarse como quedarse corto.

Doña María Teresa tiene tendencia a la decoración tipo bombonera, lo que no parece encajar con su estilo de mujer trabajadora, socialista y muy ocupada. Sin duda, es porque le atrae el mundo de la moda y le tiran los trapitos. Les tiene afición y querencia. Ahora entiendo mejor lo de «Vogue». Premonitorio.

En realidad, es muy femenino querer destacar por la belleza o la elegancia. Hasta Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, de las ciencias y las artes, participó en un concurso de belleza. Fue cuando se casaron Peleo y Tetis. La diosa Discordia, hija de la noche, se sintió molesta por no haber sido invitada. En sutil venganza se presentó en el banquete nupcial, arrojó una manzana y dijo simplemente: «Es para la más bella». El encargado de entregar la manzana fue Paris, quien dudaba entre las tres pretendientes: Afrodita (Venus), Hera (Juno) y Atenea (Minerva). Afrodita, que siempre fue algo tramposa, le dijo a Paris por lo bajo que si le daba a ella la manzana le facilitaría a cambio la compañía y el amor de la bella Helena. Paris tragó y Afrodita ganó el concurso, con la consiguiente frustración y enfado de Atenea y Hera. De ahí supongo que viene lo de la «manzana de la discordia» y toda la guerra de Troya, incluidas Iliada y Odisea, pues Afrodita cumplió y Paris se llevó a Helena a Troya. No está claro si Helena -que estaba casada- se fue a Troya de grado o por la fuerza. En cualquier caso, no perdió el tiempo, pues durante el asedio de la ciudad le dio a Paris cinco hijos. Al marido no le sentó bien la fuga, y fue a buscar a su chica con un ejército, lo que desencadenó la guerra y hubo miles de muertos. No creo que fuera todo por una manzana, como a veces se dice, sino por una vanidad.

En el otro extremo, completamente alejada de modas, trapos y cromos, está la presidenta de la Unión Europea, doña Angela Merkel, que parece, por su vestimenta, más seria y prudente que la propia Atenea, que, como hemos visto, llegó a participar en un mitológico concurso de belleza, terminando molesta, perdedora y enfadada. Por salirse de su sitio.

Doña Angela gasta un atuendo no sólo sencillo, sino espartano, y no parece mujer que se salga fácilmente de su sitio. No me extraña que Alemania esté resurgiendo y saliendo del bache. Si sigue el ejemplo que su presidenta da en el vestir, el país tiene la sobriedad, la seriedad y la austeridad garantizadas.

A mí doña Angela me cae muy bien y estoy encantado con que sea durante unos meses nuestra presidenta. Quizá porque me gusta la gente que no le da demasiada importancia a la moda, al vestido o al esnobismo. Puestos a elegir, prefiero el «torpe aliño indumentario» de Antonio Machado que los cromos del «Vogue», aunque ya digo que tiene que haber un término medio, donde dicen que está la virtud...

Publicado en "La Nueva España" el 8 de Mayo de 2007.

domingo, 29 de abril de 2007

Hombres con pendientes

Hace años la verdad es que chocaba ver a un hombre con un pendiente. El rostro parecía asimétrico, como algo desfigurado, y no me hacía a ello. Creo que no éramos pocos los que nos quedábamos algo extrañados. Ahora ya se empieza a ver más normal, quiero decir más frecuentemente. En ciertos ambientes ya somos raros (otra vez en el sentido de frecuencia) los que no llevamos ningún adorno en el lóbulo de la oreja. Dos mejor que uno, parece decir la moda, persiguiendo -quizá- el objetivo de vender el doble siempre que pueda, con lo que ahora también algunos varones llevan adornadas ambas orejas.

Sin embargo, y a pesar de que parezca moda reciente, la costumbre es antigua. He leído que un cadáver que llevaba cinco mil años congelado en el interior de un glaciar de Austria tenía las orejas perforadas, aunque no se especificaba si se trataba de un hombre o de una mujer.

Los primeros tipos de pendientes de los que se tiene noticia datan de unos tres mil quinientos años antes de Cristo, y aparecieron en el Próximo Oriente. Estaban hechos para orejas perforadas, y los materiales empleados eran conchas de moluscos, marfil, vidrio y metal. Parece que los usaban preferentemente las mujeres, pero no los desdeñaban algunos hombres.

Hace más de dos mil años, en la riberas del Mediterráneo, las mujeres griegas y babilónicas ya decoraban sus rostros con pendientes. También lo hacían, aunque raramente, los varones.

Algo parecido sucedía en la China, donde, por esas épocas, ambos sexos se encontraban favorecidos colocando pequeños objetos lujosos en sus orejas, dos las mujeres y uno los hombres. Parece ser que los llevaban personas de todas las clases sociales, pues los había de oro, plata, cobre, latón, bronce y hierro. Supongo que no sería fácil ligar con un pendiente de hierro.

En el antiguo Egipto, mil quinientos años antes de Cristo, eran las mujeres quienes se perforaban los lóbulos para lucir pendientes.

En el siglo XVI, en Italia, comienzan a usarse las perlas como elemento esencial de los pendientes. Son básicamente las mujeres las que lucen ese tipo de joyas en sus orejas, pero también lo hace algún hombre. Más tarde, en los siglos XVIII y XIX, con el uso de las pelucas y la costumbre del pelo largo, el empleo de los pendientes decae, hasta el resurgir en el siglo XX, especialmente en Europa y América.

La pregunta es ¿por qué el hombre (y obviamente la mujer) siente la necesidad de perforar los lóbulos de sus orejas para colocar allí un pequeño objeto?
En el caso de la mujer, creo que un motivo importante es el estético. El pendiente es un adorno, y como ocurre con los collares, pulseras, anillos, broches, colgantes, etcétera, la mujer se ve más guapa y más distinguida con esas preseas. Los pendientes, especialmente cuando son dos simétricos, parecen enmarcar y realzar el rostro de quien los lleva y dan un contrapunto de brillo a la matidez de la piel. Además, como tantas veces ocurre, a la vanidad de la belleza se puede unir la vanidad de la presunción, de la ostentación de la riqueza, con lo que tendremos la exhibición auricular de diamantes, perlas, esmeraldas, etcétera, que pregonan sin palabras la clase social y los posibles de la afortunada portadora.
En el hombre, además de las mencionadas para la mujer, puede haber, y de hecho hubo, algunas otras razones. Parece que algunos pueblos emplearon los pendientes como estimulante, de modo similar al uso actual de la acupuntura o de la auriculoterapia. La oreja es rica en terminaciones nerviosas sensitivas, y tal vez pensasen algunos que un objeto colgando de ella podría servir de estímulo vital.

Otros pueblos, en algún momento de su historia, pensaron que malos espíritus podrían penetrar al interior de la cabeza a través del conducto auditivo, que efectivamente comunica el exterior con el interior del cráneo. El metal colocado a la entrada repelería estos malos espíritus, causantes de enfermedades u otros males.

Los marinos y marineros, especialmente en tiempos pasados, solían llevar un pendiente de oro en el lóbulo de su oreja, firmemente anclado al cartílago mediante la necesaria perforación. Lo hacían no sólo por estética o vanidad, sino por un motivo relativamente práctico: en aquellos tiempos los naufragios eran frecuentes, y es bien conocida la costumbre de la mar de devolver a la costa -a veces en playas lejanas- los cadáveres de los náufragos. Si esto ocurría, el oro del pendiente debería servir para pagar un entierro digno y cristiano al pobre náufrago, que podría así descansar -seco y tranquilo- en el cementerio de un pueblo costero, en buena compañía, con los responsos rezados y sin haber resultado gravoso para nadie. Es ésa mejor situación, incluso para un cadáver, que la de descomponerse entre la arena y las olas y ser despedazado y devorado en la orilla por los agresivos cangrejos y las voraces gaviotas. Parece que vuelven los pendientes. Incluso, con un par.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2007.

jueves, 19 de abril de 2007

«Pionero», «casting» y «catering»

Éstas son tres palabras de origen extranjero que pudiéramos llamar «nuevas ricas», pues han hecho gran fortuna en poco tiempo y no estoy seguro de que la hayan serenado, sino más bien me parece que la enseñan y exhiben en demasiadas ocasiones. La primera, «pionero», de probable origen francés, ya es también española, pues hace varios años que figura en el Diccionario de la Real Academia con el significado de «persona que inicia la exploración de nuevas tierras» o que da los primeros pasos en alguna actividad, señalando que también puede aplicarse a vegetales y a animales que colonizan una zona. Es muy probable que venga de la palabra francesa «pionier» que, a su vez, procede de «pion», que es nuestro peón, es decir, el que va a pié, que suele ser el que explora terrenos nuevos y toma posesión de ellos, o sea, el explorador, el adelantado. Tanto en francés como en inglés y en alemán, tiene además el significado de zapador o gastador, pero esta última acepción no ha pasado a nuestra lengua, ni tampoco a la italiana. En realidad, teníamos ya varios vocablos que hacían el mismo servicio, como precursor, adelantado, colonizador o explorador, pero ahora todo el mundo usa lo de «pionero». Se conoce que hace más moderno.

Lo de «casting» se lee y se escucha en demasía, y parece anglicismo flagrante. Viene de «cast», que tiene en inglés muchos significados, y entre ellos el de distribuir o asignar los diversos papeles de una obra de teatro (o televisiva o cinematográfica) a los diferentes actores o, lo que es lo mismo, señalar y ajustar el reparto. Por extensión, se aplica también al proceso de búsqueda de las personas más adecuadas para representar los distintos papeles de dicha obra, lo que viene a ser muy parecido. Es en estos dos sentidos como habitualmente la he oído nombrar en España.

Es palabra extranjera, pero se usa tanto entre nosotros -especialmente en el mundo del espectáculo- que no me extrañaría que pronto fuera adoptada. Es fácil de pronunciar y refleja una actividad en auge, habida cuenta del gran número de funciones de teatro, cine y televisión que se producen y representan en todo el mundo. Por otra parte, para designar en castellano ese proceso probablemente habría que recurrir a la perífrasis (hacer el reparto, asignar los papeles, distribuir los personajes, elegir los actores, etcétera), con lo que es muy posible que «casting» tenga futuro en nuestra lengua.

Por último, «catering», con acento en la «a», o sea, esdrújula, significa suministro o servicio de comidas, pero quizá no tanto en el sentido personalizado de la fonda o el restaurante, sino preferentemente en el más impersonal de servir alimentos a numerosos comensales, como puede ocurrir en un gran avión de pasajeros, una boda, una empresa con muchos empleados o cualquier otro evento en el que haya que dar de comer a mucha gente. Podría equivaler a abastecimiento, suministro o servicio de comidas. En inglés tiene también, en ocasiones, un sentido más general de hostelería, que no lo he percibido en España, donde sólo lo he oído referido a comidas o alimentos. Estas dos últimas palabras, aunque no son españolas, se oyen y leen con notable frecuencia, por lo que no me extrañaría que pronto se españolizasen. Ambas perderían la «g» final y la última ganaría un acento en la «a». Probablemente disminuiría el uso de otras palabras castizas relacionadas con el asunto, como abastos, suministros, intendencia, pitanza, condumio, etcétera.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Abril de 2007.

miércoles, 4 de abril de 2007

La Chucha

-Señora, ¿es éste el puesto de La Chucha?
La señora me mira con cierto disgusto entreverado de resignación.
-Si hijo, aquí es.
-Pues déme, por favor, dos bolas de anís de a perrona y un regaliz de a perrina.
-Aquí tienes. Un real.
-Tome el real. Adiós señora.
Un año después, cuando ya iba a la escuela del Instituto, la de don Ulpiano y don Ramón, que ahora veo claramente que era la mejor escuela del mundo, volví por allí.
-Me puede dar dos reales de restallones y un regaliz de cordón.
-Si hijo, aquí tienes. Una peseta.
El regaliz de cordón que es talmente como un cordón de zapatos negros, es sabroso y, bien masticado, hasta parece nutritivo. Además dura mucho. Sabe a una mezcla de azúcar, regaliz y gominola que da mucho gusto. Cuando alguien nos pedía un trozo del sabroso cordón, y lo hacía bruscamente y sin educación, le contestábamos de la misma manera:
-Dame un poco.
-Come moco.
Por aquellos tiempos se iba extendiendo la extraña costumbre norteamericana de masticar mucho sin tragar nada.
-¿Me puede dar un chicle de a peseta?
-Si hijo. ¿De menta o de fresa?
Algunos días cambiaba el objeto de consumo, me sentía más tradicional y me acercaba al barquillero.
-¿Cuánto cuesta tirar a la rueda?
-Un real por tirada. Cuatro a la peseta. Sólo para las galletas, los barquillos van aparte.
-¿Puedo tirar dos veces y después me da dos reales de barquillos?
-Bien, tira a ver las galletas que sacas. Por dos reales te doy tres barquillos.
En el paseo del Bombé solía estar el pirulero, que era hombre de poca estatura, pelo blanco y gesto afable. El pirulero no se enfadaba porque se le llamase pirulero, y era muy atento y condescendiente.
-¿A cómo son los pirulís?
-Las piruletas a cincuenta céntimos y los grandes, los auténticos pirulís de La Habana, a peseta.
-¿Qué quiere decir auténtico?
Al pirulero se le vio un poco desconcertado.
-Pues que es de verdad, el verdadero.
-Bueno, pues déme uno de los de verdad. Cuando empecé el Bachiller, a los nueve años, mi abuelo me regaló un duro. Me llegué hasta La Chucha con aires de indiano.
-¿A cómo son los banzones?
-A perrona. Las chinas a dos rea les. Los cubanos a peseta y los mejicanos a dos.
-Pues déme diez banzones, una china y un mejicano.
Y me fui la mar de contento a jugar al “guá”, en su modalidad de “primeras”, “pie” y “matute”, que se me daba mejor que “a la raya”.
Con el predesarrollo de los cincuenta llegaron las pipas a Oviedo. Antes sólo las había en los quioscos de Madrid. Lo mismo ocurrió, algo más tarde, con las palomitas de maíz. También por entonces empezaba a haber algo más de dinero.
-¿Me da un paquete de pipas, unos conguitos y una bolsa de palomitas?
-Si hijo, aquí tienes. Son siete cincuenta.
“Tempus fugit”. En seguida hubo que tapar los pelos de las piernas. Con los pantalones largos llegaban los primeros humos.
-¿Tiene Celtas?
-¿Cortos o largos?
-Cortos.
Aquí tienes. Son cuatro cincuenta.
Maripili, ¿a ti te dejan ya salir sola por las tardes?
-Pues claro, me contesta con suficiencia teñida de desdén. Ya tengo quince años. ¿Y a tí?
-Claro. Ya voy a Preu. Oye, ¿quieres venir esta tarde al cine conmigo?
Echan una película en el Aramo que dicen que es muy buena.
-Bueno. ¿Dónde quedamos?
-En La Chucha a las cuatro, ¿te parece?
Después de comer, mientras me fumo un Celtas, se me ocurre que a Maripili a lo mejor no le gusta el olor del tabaco negro.
-¿Tiene Chester?
-Si hijo. ¿Cuántos quieres?
-Déme una cajetilla.
-Toma. Son seis pesetas.
-¿No costaba un duro?
-Ha subido la semana pasada.

Las fuentes del Campo

Me refiero a las del Campo de San Francisco, a las del anti­guo y frondoso parque de Oviedo, quizás antaño jardín de monasterio, que tiene varias en su verde recinto, todas hermosas, cantarinas y refrescantes.
Las fuentes, todas las fuentes del mundo, tienen un poco de vida. O quizá un mucho. Tal vez porque el agua no se está quieta, y fluye y mana y corre sin cesar; tal vez porque canta, y su canción nos acom­paña; tal vez porque el agua es vida, manantial de vida, y origen y condición de toda la vida que nos rodea. O acaso porque nace de las entrañas de la tierra en inter­minable y continuado parto, que también es comienzo de vida. El caso es que no suelen parecer las fuentes naturaleza muer­ta, sino más bien animada, viva, palpitante.
Las fuentes del Campo que mejor recuerdo son tres: el Caracol, la Fuentona y las Ranas.
El Caracol es la fuente para beber. El hontanar de agua refrescante. Tiene tres caños que salen de entre las piedras y manan sin cesar. A veces salpica, y el suelo se encharca, y no podemos acercarnos a apagar la sed sin poner en peligro los zapatos.
La Fuentona ocupa el extremo oriental del paseo del Bombé. Es grandona y redonda, como una matrona. Antes tenía truchas y, cuando chicos, salíamos del Instituto a eso de la una y echábamos moscas a la superficie del agua para ver como las devoraban las truchas, que estaban gordas y rollizas, pro­bablemente a base de mosca fresca recién cazada.
La de las Ranas es la más romántica. Está rodeada de amor. Del amor de las parejas que la frecuentan. Desde el balcón de mi casa, cuando vivía en Oviedo, se veía perfectamente la fuente de las Ranas y se distinguía con claridad la gruesa capa de amor que la circunda, especialmente al atardecer.
Antes de marcharme le hice una foto, en invierno, claro, que es cuando no hay hojas, y la fuente y el amor se distinguen por entre las ramas oscuras y desnudas que casi llegaban al balcón de mi casa.
La de las Ranas es también la fuente más cantarina y no sólo entretiene a las parejas, que le pagan en amor, sino a los niños, que pagan en inocencia y en sonrisa con algo de candor, y también a los viejos, que ya han olvidado el rosa y viven en el amarillo, y pagan con reflexión, experien­cia, y, a veces, consejo.
La de las Ranas, como todas las fuentes del mundo, está muy viva y se la ve espe­ranzada en primavera, dicharachera en verano y nostálgica en otoño. En invierno se queda más quieta, sobre todo con la nieve, que la deja recogida y callada, un poco mustia.Desde el balcón de mi casa, en esos días de sol pálido de invierno, más que nada hacia el mediodía, se distinguía perfecta­mente la ilusionada alegría de la fuente cuando los niños se divertían a su vera.

El campo en otoño

En Oviedo, el campo es el de San Francisco. Casi ningún ovetense lo llama «parque», sino que la mayoría le dicen «el campo».
Este es nuestro campo, que ahora otoñea y se vuelve íntimo, recoleto y nostálgico. Y también desnudo, despejado y claro.
Desaparecen muchas hojas, se caen algunas ramas, y empiezan a escasear las parejas de enamorados, consustanciales al campo en primavera y verano.
El campo, sin hojas ni enamorados, es menos campo. Ahora lo cruzamos más deprisa, y durante el trayecto casi siempre le dedicamos un pensamiento al otoño. Al otoño sepia y ocre, y marrón claro y beige, y castaño y siena, y a veces pardo. Colores tenues, suaves, tolerantes. Colores sin odio ni agresividad. Colores mates, de recuerdo y de saudade.
En otoño el campo es la suave melancolía de la ciudad. Es su ombligo nostálgico, su cordón umbilical que le une al pasado.
A los tiempos de la niñez y de sus juegos inocentes, en el Angelín y en la Rosaleda. A los barquillos y los pirulís, a «Petra» y a «Perico», a la ardilla y a los «bambis». Al despertar de la juventud, a los escarceos enamoradizos de los Alamos y del Bombé. A los pensamientos reflexivos de los paseos solitarios de la madurez.
Cuando el campo otoñea se torna más digno. Se vuelve hermoso en su noble declinar, grave en su inexorable decadencia.
Como el pensamiento de los hombres, se hace más puro, se acendra. El otoño del hombre también lleva rigor a su razonar, dignidad a su aspecto y seriedad a su conducta.Las hojas ya no impiden que la claridad llegue hasta el fondo. Por ello, la luz de otoño alumbra, a veces, mejor que la del verano, pues tiene menos sombras. El otoño es tiempo de meditación y de reserva.

En el Instituto, cincuenta años después

Crucé el Bombé al anochecer, seguí por el paseo de los Curas en dirección a la Fuentona y subí un poco hacia la derecha. Como iba meditando en los partidos de fútbol de la Herradura, hoy imposibles, apenas me di cuenta de que tenía a la vista el Instituto.
Estaba el portón abierto, el de Calvo Sotelo, que era por el que entrábamos los alumnos, y sentí ganas de pasar adentro a fisgar. Al cruzar el umbral, de repente, sentí los versos de Lorca:

La noche se puso íntima
Como una pequeña plaza.

Mis recuerdos y yo. Lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de don Ulpiano, el profesor de la Escuela Preparatoria. Don Ulpiano fue el mejor enseñante que conocí en la vida. Ni catedráticos de la Autónoma, ni profesores de UCLA, ni eméritos de Oxford. Don Ulpiano. Amor a los chicos, claridad de mente y sentido común. Y sobre ello, muchas ganas de que aprendiéramos. Para enseñarnos lo que era la presión atmosférica llevaba una vasija llena de mercurio y repetía, delante de nosotros, el experimento de Torricelli. Para las Ciencias Naturales nos mostraba minerales, pájaros disecados, ranas, lo que fuera. El verdadero maestro, decía Marañón, no enseña cosas, enseña modos. Don Ulpiano nos enseñó cosas y modos. Educación, comportamiento, conducta, ética, a más de desasnarnos.
En los cursos de Bachiller ya teníamos varios profesores. En su mayoría excelentes. Anita Fratarcángeli, prodigio de energía y entusiasmo docente, que nos hacía aprender latín nolens volens. Mari Montero, de enseñanza suave, pero eficacísima y honda. Don José, su señor padre, que respetaba y quería a sus alumnos de Dibujo, que teníamos 10 años. Don Moisés López de Turiso, más conocido como don Turiso, vigoroso a pesar de la edad, de clases amenas y placenteras. Había otros: don Fernando, el de Matemáticas, a quien llamábamos “Vaporinos”, por su costumbre de mover los labios como si expulsase pequeños soplos de aire; don Virgilio Trabazo, de Ciencias Naturales; la señorita Balbín, magnífica docente de gramática española. Casi todos buenos, algunos excelentes.
Hasta don Julio García, que daba Gimnasia y Política, era un gran educador, que conectaba con los niños sin problema alguno. Sus clases eran entretenidas y su vocación por el deporte manifiesta.
En aquellos tiempos era frecuente que los maestros pegasen, pero en el Instituto eso era muy raro. A don Ulpiano sólo le vi en una ocasión dar una bofetada a un chico, y después, en el Bachiller, era excepcional que un profesor empleara el castigo físico. “Vaporinos” era aficionado a dar un tirón de orejas (a mi amigo Joaquín Orejas le decía: acérquese señor Orejas, que le voy a estirar las ídem), y don Turiso podía ocasionalmente emplear el puntero para dar un coscorrón, pero ahí quedaba todo. En cambio sí ví más de una paliza, brutal y en público, en el colegio de frailes en el que estudié más tarde, pese a que ya estábamos en el Bachiller Superior; o sea, que teníamos 15 años o más.
El ambiente en el Instituto era liberal, y sólo cuando fui interno a un colegio de frailes me di cuenta de lo que había perdido. Los chicos también teníamos buen ambiente. No faltaban algunas peleas, pero el fútbol lo hacía olvidar todo. Jugábamos con cualquier cosa redonda y poníamos pasión y hasta algunas migajas de arte.
Cuando entré en el patio vi que todo estaba cambiado. En el prao de nuestros amores futboleros habían construido un sólido edificio. En la antigua cancha de tenis, otro. En realidad todo era distinto.
Me fijé entonces en la esquina de “la señorina”. Eso estaba igual. La misma esquina, aunque sin “señorina”. ¿Qué sería de ella? La “señorina”, a quien algunos llamaban “la paisanina”, llegaba todos los días unos minutos antes de que saliéramos al recreo. Llevaba una enorme cesta sobre la cabeza, en sorprendente equilibrio, y andaba con ella encima con toda soltura, lo que le permitía tener las dos manos libres. Llegaba a su esquina, que estaba debajo de un alero, por si llovía, y bajaba la cesta grande, cuadrada, hecha de anea o de espadaña, llena hasta los topes. Allí esperaba en silencio hasta que los chicos inundábamos el patio de gritos y carreras. Entonces se abría el comercio. Una manzana grande y sonrosada, dos reales. Una amarillenta, pequeña y con bicho, un real. Castañas e higos pasos, a perrona la unidad. Regaliz, a perrina.
-Señorina, ¿me da dos reales de cacahuetes?
-¡Eh, tú, que antes estaba yo!
-Mentira, estaba yo primero.
Entonces los chicos apenas decíamos tacos o palabrotas. Lo más algún empujón o algún: ¡chaval!, ¿yes bobu?
La inflación también alcanzaba a la paisanina, que iba subiendo sus productos de año en año. En tercero de Bachiller, por una peseta ya sólo te daba cinco castañas o cinco higos, y fabricaba los cucuruchos de cacahuetes de a peseta con un cuarto de hoja de “La Nueva España”, en vez de con media, como antaño.
La señorina era muy honrada y nunca se quedaba ni con una perrina de más. Al contrario, a veces a los clientes asiduos les daba un higo paso de propina. Para compensar, alguna que otra vez decía:
-Hoy sólo doy cuatro a la peseta porque son muy grandes.
Y era verdad, porque ya digo que era honrada.
Seguí caminando hacia la puerta por la que entrábamos al edificio, bien custodiada en tiempos por los bedeles Jiménez y Lázaro. Ahora había alguien armado, que me dio el alto bruscamente.
-¿Dónde va?
De momento no supe qué responder. Un poco avergonzado dije:
-Nada, nada, estaba dando un paseo. Ya me marcho.
Volví hacia el portón de entrada y pasé por la esquina de “la paisanina”.
-¿Podría darme una peseta de higos pasos?
La señorina me contestó desde Lorca:
-Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo
ni mi casa es ya mi casa.

En torno al hastío en los hospitales

Me parece que era Heráclito quien decía que todo cambia. “Panta rei”, o sea, “todo fluye”, nada permanece. Nunca se baña uno dos veces en el mismo río, pues
aunque el cauce permanezca, el agua es otra. Algo parecido, y en los últimos años de
foma casi traumática, le ha ocurrido a la esencia de nuestra profesión, especialmente en
los hospitales.
He observado que muchas de las veces que empezamos una charla informal entre médicos, sea sobre el tema que sea, al poco tiempo ya estamos quejándonos de lo mal que nos encontramos en los hospitales. Unos se quejan del sueldo, otros de la falta de promoción y muchos de la falta de medios. Pero el denominador común es el hastío, la falta de ilusión. Ya sé que esto no es general, pero en mi experiencia está muy
extendido. Yo mismo lo sentía y lo sufría con frecuencia cuando trabajaba en el Insalud.
Un ilustre colega me decía hace poco que los sentimientos que abundan entre los
trabajadores de los hospitales son los de indiferencia, apatía, hastío e impotencia. No sólo en los médicos. Por desgracia también los padecen otros titulados.
Creo que la ilusión por el trabajo y por el porvenir era mayor hace años, lo que
tiene su lógica por el gran desarrollo sanitario que hubo durante el franquismo. Ya sé que no es “políticamente correcto” mencionarlo ahora, pero es la verdad.
Recuerdo que hace unos cuarenta o cuarenta y tres años, cuando empecé a
ejercer la profesión, el panorama hospitalario español, salvo excepciones que no hacían
sino confirmar la regla, era desolador. En el Hospital Provincial de Valladolid, que era
también el Hospital Universitario, los enfermos se morían de frío en el invierno. El
presupuesto era tan bajo que los cristales que se rompían tardaban muchas semanas en
reponerse, y en las madrugadas gélidas, con una sola manta raída por cama, algunas
enfermas se pasaban a la cama de la vecina para no congelarse. Lo habitual era llevarse
mantas de casa...los que tenían casa y mantas. Los internos de guardia teníamos que
llevar las sábanas.
Todo el servicio de guardia de presencia física, para una ciudad como Valladolid, se reducía a dos estudiantes de Medicina. Había además un internista y un cirujano -jóvenes e inexpertos por lo general-, localizados. La palabra tenía otro significado entonces, al no haber móviles ni buscapersonas
En la década de los sesenta todo ese panorama cambió radicalmente. Se
construyeron más hospitales en esos diez años que en los doscientos anteriores y en todos los posteriores. Se decidió cambiar el nombre de Hospital -que tenía la connotación de lugar frío, pobre, sucio, desangelado, y paradójicamente inhóspito- por el de Residencia.
La silueta de las Residencias Sanitarias recortándose sobre el horizonte de las principales ciudades españolas empezó a ser una imagen familiar para la mayoría de los ciudadanos.
Al tiempo que mejoraba la anatomía de los hospitales lo hacía también la
fisiología. En los años cincuenta, y ciñéndome a la especialidad a la que me dedico, la
Neurocirugía, no había en toda la Universidad española ningún profesor de esa
importante rama de la Cirugía. En realidad no había nadie, en las Facultades, que la
cultivase con dedicación más o menos exclusiva.
Creo que no sería vanidoso orgullo, sino legítima satisfacción, afirmar que toda
una generación de médicos, la que ahora se acerca a la jubilación, contribuyó
notablemente a ese cambio en la fisiología hospitalaria. Con trabajo, ambición, y a veces hasta con codicia, fuimos arañando conocimientos allí donde los hubiese. Recogimos migajas de saber (y especialmente de saber hacer) en cualquier lugar en que pudiéramos encontrarlas. En España también, pero sobre todo en el extranjero, hubimos de soportar penalidades, hambres, obligados insomnios y hasta desprecios y humillaciones para poder aprender las técnicas, los métodos diagnósticos y los tratamientos -algunos no tan nuevos- desconocidos en los viejos hospitales provinciales y en las antiguas facultades.
Podría también añadir la trascendencia de esa generación en el éxito del sistema MIR, como iniciadores primero y después como profesores.
Algunos tuvimos la fortuna de encontrar maestros (como fue para mí el Dr.
Obrador en Neurocirugía) que nos inculcaron el entusiasmo por la ciencia y la docencia,
lo que creo era aún una benéfica herencia de la inmarcesible Institución Libre de
Enseñanza, quizá una de las instituciones a las que más debe el país.
Ese entusiasmo estaba sustentado -como casi todos los entusiasmos- en estímulos y en ideales. Para algunos, los más pragmáticos, el estímulo podía ser el dinero. Se pensaba entonces que el médico que se esforzase, estudiase y se sacrificase, podría llegar a vivir mejor que el apático y perezoso. Había, o parecía haber, una cierta relación entre esfuerzo y recompensa, entre mérito y retribución. El dinero es un estímulo poderosopara gran número de personas, y muchos médicos no tienen por qué ser excepción.
Pero este casi general estímulo ha perdido vigencia. Los salarios hospitalarios no
son altos, y hay que complementarlos con guardias, que no son pagadas como horas
extraordinarias, sino con el camelo de los módulos...Pero lo más grave no es eso. Lo
verdaderamente injusto es que gana más o menos lo mismo el que estudia, trabaja y se
preocupa que el que va a leer el periódico. Igual percibe el amable, atento y que dedica
tiempo a los pacientes que el hosco y soberbio que se los quita de encima. En resumen,
café con leche para todos, y después, lentejas. Cuando era residente ya se hablaba de la
“Carrera profesional”. Voy a jubilarme y se sigue hablando de ella.
Este problema económico no puede ahora solucionarse con la consulta privada,
como ocurría antaño. Aparte de las trabas burocráticas y de los impuestos, no hay que
olvidar que el seguro con el Insalud es tan obligatorio y monopolístico como cuando lo
fundaron Franco, Girón y Lafuente Chaos (hecho que suelen olvidar los apologistas de la mal llamada “medicina pública”). En realidad, la medicina libre no tendría sentido si ya estamos todos pagando un seguro obligatorio, y bastante caro. Por ello es difícil que el joven tenga ahí una fuente de ingresos. El monopolio de la salud, o quizás mejor, de la enfermedad, parece ser el último de los monopolios que se resisten a dejar los
dinosaurios. ¿Por qué no dejar libertad (palabra tan usada) y que cada uno se asegure con quien quiera? ¿Se vería bien una compañía estatal que nos obligara a asegurar el coche con ella? ¿No permite el Estado que sus funcionarios se aseguren con quien quieran?
De todo lo que antecede se deduce el profundo y esencial cambio de la Medicina
en España. Aquí y ahora, nuestra profesión ya no es liberal. El médico es un asalariado
que tiene un horario. Es antes proletario que profesional liberal. Consecuencia lógica de
esta “proletarización” es la aparición en los últimos años de un hecho nuevo en la
milenaria Historia de la Medicina: las huelgas de médicos.
Resulta curioso que ahora las auténticas profesiones liberales son la ejercidas por
los cultivadores de numerosos oficios, como fontaneros, pintores, calefactores, etc. que
cobran por acto realizado y fijan ellos sus tarifas, y no el médico de hospital, que es un
asalariado al que le han quitado el estímulo que representa la posibilidad de ganar más
dinero trabajando, estudiando y rindiendo más.
En algunos países, como Francia y Canadá, existe una cierta relación entre trabajo desarrollado y sueldo cobrado. No todos los médicos ganan lo mismo, ni parecido, aún dentro de los sistemas estatales. Tengo para mí que los problemas de la sanidad española no se arreglarán hasta que algo de eso nos llegue. Como en tantas ocasiones, nuestra única esperanza es la Unión Europea.

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Pero no sólo de pan vive el hombre. Están también los ideales, la vocación, el
deseo de curar y de servir al prójimo. Existen otros estímulos nada pecuniarios, como la
posibilidad de ir accediendo a puestos de mayor responsabilidad y categoría en los que
uno pueda llevar a cabo tareas de dirección y organización. Este puede ser, en casos, un
estímulo aún mayor, y quizá más noble, que el del dinero. Pero tampoco este camino
aparece claro en la medicina hospitalaria actual. Existe tal caos en la normativa sobre las convocatorias y resoluciones de plazas como en la composición de los tribunales o
comisiones que las han de juzgar. Cada comunidad (especialmente algunas) hace más o
menos lo que le da la gana. Las plazas se convocan cómo y cuándo les place a los
poderosos, y se suelen resolver por el mismo sistema. Esto nos hace añorar los tiempos
en que dos veces por año, inexorablemente, se convocaban todas las vacantes del Insalud de toda España en el B.O.E. , y se resolvían de acuerdo a las normas publicadas.
Respecto a la “carrera profesional”, dudo de que la vean nuestros nietos.
Por otra parte, el profesional médico ha sido apartado, en general, de las tareas de organización y dirección. La política entró hace tiempo en los hospitales, y son los
políticos los que en el fondo organizan y dirigen, y -a juzgar por las estadísticas- no
parece que sea esa una profesión en la que primen los ideales, la generosidad o el deseo
de servir al pueblo. Antes bien parece regirse por el deseo de perpetuarse en el poder.

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Pero aún hay más. Pudiera darse el caso raro del médico a quien no le importasen apenas ni el dinero ni la promoción profesional, sino que su gran ilusión fuese la de formarse magníficamente, acudir a clínicas del extranjero, a congesos y reuniones, llegar a trabajar en la vanguardia de su especialidad, con los medios más sofisticados y el instrumental más avanzado, recreándose tan solo en la satisfacción de saber que sus pacientes son tratados de la mejor manera posible y que sus publicaciones están siempre en primera línea. Pues bien, tampoco este asceta de la Medicina conseguirá ilusionarse en nuestros hospitales. Es difícil conseguir un permiso, aún sin sueldo, para pasar algún tiempo en otro hospital. Recuerdo que para disfrutar de una beca de dos meses en el extranjero, tuve que unir las vacaciones y coger las de un año en Diciembre y las de otro en Enero, pues no “estaban previstos” otros permisos. Creo que esto está cambiando a mejor, según he oído. Tiempo era.

En resumen, dinero ajustado, promoción dudosa y medios escasos es lo que
ofrecen los hospitales a quienes deciden consagrar su vida a ellos. Podríamos añadir
algunas otras desventajas como politización de cargos directivos, interinidades durante
años y años, guardias que no se consideran horas extras, presión asistencial a veces
excesiva, formación continuada a cargo del trabajador, escasa y dudosa protección frente a denuncias e indemnizaciones, y algo que creo muy importante y que se ha perdido: las buenas maneras que caracterizaban antaño las relaciones entre colegas.
Todo ello hace que el médico esté perdiendo la sensación de que el hospital en el
que trabaja es su hospital. Para muchos es simplemente el hospital del Insalud, o del
Sespa, o del Sesgas, Sacyl, etc.. Ahora somos recursos humanos, los pacientes son
usuarios y el hospital es una empresa más o menos politizada a la que hay que
rentabilizar.
Mucha politización, mucha burocracia y poco entusiasmo. No es extraño queaparezca el hastío.

Recuerdo del Prof. Pérez Casas

Se cumple el primer aniversario de la muerte del profesor Pérez Casas, catedrático de Anatomía Humana de la facultad de Medicina e hijo adoptivo de Oviedo. Fue don Antonio Pérez Casas uno de los pocos catedráticos que vivió casi exclusivamente dedicado a la Facultad, a la investigación y -por encima de todo- a la docencia de sus alumnos y discípulos amados. No hay la menor hipérbole en decir amados, pues creo que nunca hubo maestro que tanto sintiera que la enseñanza, para ser de verdad noble y completa, ha de ir unida al amor, a la amistad que nace y se desarrolla entre docente y discente, entre profesor y alumno, entre maestro y discípulo.
Siempre he tenido para mí que no es lo mismo el profesor que el maestro y así lo he manifestado en alguna otra ocasión. El profesor expone y transmite los conocimientos concretos de una determinada disciplina. Ordena la lección y la dispone para que sea recogida y asimilada por el alumno. Emplea la palabra, el esquema y los métodos audiovisuales. El maestro es algo distinto, porque a los conocimientos, a la exposición, a la lección, añade cariño, vida y deseo de que el alumno aprenda y se forme. El maestro enseña cuando habla y cuando calla. Enseña con su mirada, con sus gestos, con su ánimo, y hasta con sus cambios de humor. Una alteración, apenas perceptible, en el tono de voz, un fulgor que aparece brevemente en sus ojos, una leve indicación de sus manos, enseñan más al discípulo atento y compenetrado con su maestro que lecciones, libros y tratados. Por eso decía Marañón que el maestro no enseña cosas, enseña modos, y yo me atrevería a decir que si el profesor enseña ciencia, el maestro enseña estilo.

Un extraordinario profesor

Fue, Pérez Casas, expertísimo y extraordinario profesor. Sus lecciones eran modelo de orden, método y claridad. Eran lecciones organizadas, vertebradas, didácticas, en las que cada idea, cada nuevo conocimiento, se fundaba en el anterior y predisponía para el siguiente. No podía ser de otro modo, pues don Antonio conocía como nadie la anatomía humana y muy especialmente la del sistema nervioso. Un día, en una lluviosa y desapacible mañana del invierno asturiano, me dijo con un punto de vergüenza: «José María, podría decir en todo momento y sin ninguna preparación cualquier lección de Anatomía...» Bien lo sabía yo, que le había oído hasta tres veces la misma lección todos los días, sin el menor asomo de fatiga, ni en él ni en los alumnos, y sin ayudarse jamás de esquema conductor alguno, ni siquiera de un breve guión orientador.
A la vuelta de 30 años de haber cursado las Anatomías con don Antonio, en la Facultad de Valladolid, por azares de la vida, volvimos a coincidir ambos en la Facultad de Oviedo, no hace más de 3 ó 4 años. Disponía yo entonces de algún tiempo libre durante las mañanas, y decidí volver a oír las clases de don Antonio. A los cuarenta y tantos años repetí la Anatomía dos y volví a deleitarme con sus clases, preñadas entre otras muchas virtudes de clase, calidad y cariño. Tal era su vocación profesoral que un día, creo que en uno de los muchos viajes que hicimos desde Oviedo para asistir a las sesiones de la Real Academia de Medicina de Valladolid, entre la nieve y la ventisca del puerto de Pajares, me dijo: «Si pudiera elegir el momento de mi muerte, pediría que fuese durante una clase». Quería, como buen soldado, morir con las botas puestas.
Pero si inconmensurable fue su dimensión como profesor, infinita fue su proyección como maestro. Nadie que le haya conocido, siquiera someramente, puede dudar que después de su querida esposa doña Esperanza lo que más amaba don Antonio en este mundo eran sus alumnos, sus colaboradores, sus discípulos.
Puede ser oportuno recordar ahora que a los pocos días y aún horas de comenzar el curso ya conocía a buen número de sus alumnos por su nombre y apellidos, que por Todos los Santos ya estaba enterado de los que estudiaban y de los que no, que para Santo Tomás ya sabía de qué pie cojeaba cada cual y que por San José tenía conocimiento acabado no sólo de cada alumno, sino hasta de las parejas que se hubieran ido formando durante el año. Para San Isidro todo el curso era ya para él nítido y transparente, sin enigma alguno, claro como el agua clara. Nunca olvidaré la última clase que dio a nuestro curso, el primero que tuvo como catedrático, en junio de 1963. Terminó el último tema y se adentró en el campo de la educación universitaria, y de la moral médica, dándonos unos consejos, que -de seguirlos- intachable sería la conducta de los que los oyesen. Al comenzar a despedirse del curso, le embargó la emoción, el sentimiento se adueñó de él, se le quebró la voz y brotaron abundantes las lágrimas. No pudo terminar aquella lección. Abandonó momentáneamente el aula y regresó, ya sosegado, a los pocos minutos. Un espontáneo y atronador aplauso le recibió. Terminó su despedida cuajada de reglas y normas éticas y salió acompañado por otro aplauso que me pareció interminable.

Aptitud y vocación

Don Antonio había nacido para la docencia, y tenía las condiciones precisas para esta noble actividad, entre las que sobresalían a mi juicio dos: la aptitud y la vocación.
Respecto a la aptitud, es clara su trayectoria. En 1949 comienza su labor docente como profesor ayudante de clases prácticas, en la Facultad de Medicina de Valladolid. En 1960 obtiene la cátedra en esa ciudad, y después, en 1973, la de Oviedo, donde crea y consolida la Facultad de Medicina. Desempeña en estos años, especialmente en Oviedo, distintos cargos académicos siempre en relación con la docencia.
Su acabadísimo conocimiento de la materia que impartía quedó patente no sólo en sus clases y conferencias, sino en sus publicaciones, básicamente libros y artículos. De los primeros, uno vio la luz en Alemania: Der Anatomische aufbau der Peripheren Neurovegetativen System, y 5 en España, siendo de destacar su “Morfología, estructura y función de los centros nerviosos”, obra erudita y monumental, una de las mejores, si no la mejor, de cuantas se han escrito sobre el asunto; libro que alcanzó 3 ediciones. Es también de destacar la “Anatomía funcional del aparato locomotor y de la inervación periférica”, reimpresa en 5 ocasiones.
Publicó más de 120 trabajos, entre ellos 4 en Alemania, 5 en Inglaterra y EE UU, 8 en Francia, y alguno en Polonia y Checoslovaquia.
Dirigió más de 115 tesis doctorales, y entre los doctorandos que recibieron su orientación y enseñanzas se encuentran importantes figuras de la medicina española.
En cuanto a la vocación, decía Pedro Pons que el maestro vocacional no ama la soledad, sino la vida en medio de sus colaboradores. Nada cumple y cuadra mejor a don Antonio, que tanto gustaba de la compañía de discípulos, que eran también sus amigos. La vocación, dice el mismo autor, implica generosidad, y, llegados a este punto, ¿qué decir de su generosidad para con todos, pero muy especialmente para con sus alumnos? Sus casas de Valladolid y de Oviedo siempre estuvieron abiertas para cualquiera que fuese o hubiera sido alumno o colaborador suyo. Algunos hubo que vivieron en su casa durante todo un curso, de forma totalmente desinteresada y sin que mediara relación alguna de parentesco o de otro tipo. Inolvidables eran las paellas de los jueves, en las que el matrimonio Pérez Casas-Bengoechea nos ofrecía a alumnos, colaboradores y amigos no sólo el sabrosísimo y castizo plato, precedido de abundantes entremeses, sino lo que era más importante, su conversación, su compañía, su amistad, su consejo, su ayuda. No sabía uno qué admirar más, si la diligencia y actividad de doña Esperanza, que dejaba el microscopio a las dos y media y a las tres ya tenía dispuestos mesa y manteles, paella y entremeses, aperitivos y cafés para más de una docena, o la profunda generosidad del matrimonio, generosidad que latía tras aquellas entrañables comidas, sobremesas y tertulias, siempre breves por el agobio del trabajo pendiente.

Bondad exquisita

¿Será preciso recordar aquí la ayuda que don Antonio prestó siempre a los cientos de doctorandos que a él se acercaron en busca de consejo y orientación? Me consta, y así lo manifiesto, que en muchos casos la ayuda que prestó don Antonio fue aún más lejos, llegando a interpretar datos, buscar bibliografía, o incluso redactar pasajes difíciles.
¿Será preciso mencionar la bondad y educación exquisitas que impregnaban todos sus actos, aún los más triviales?
Quizás nada de esto sea necesario. Todos los que fuimos sus alumnos llevamos dentro, sin duda en un menor grado que él, esa corriente de amistad, respeto y cariño que fluye, que debe fluir, entre profesor y alumno, esa corriente que define y ennoblece la enseñanza, esa corriente que le hacía exclamar a Sócrates: «Yo no puedo enseñar a quien no es mi amigo».
Ahora, por desgracia, ya no tenemos a don Antonio entre nosotros.
Inspirándome en Machado, diría:

Ya se ha ido el maestro
con la luz de la mañana
¿Murió? Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara
y hacia otra luz más pura
partió en silencio con la luz del alba.

Ahora, don Antonio, probablemente estés ya en el reino de la luz y de la sabiduría, que, si es que existe nadie, ha merecido disfrutarlo tanto como tú. Ahora, sin duda, ya lo sabes todo, ya has resuelto las dudas científicas y humanas que tanto te preocuparon. Ahora; es seguro que ya conoces la anatomía de las cualidades que derrochaste en vida. Por ello, si pudiéramos hablar sólo un minuto te preguntaría:
Don Antonio, ¿en qué parte del cerebro está el sueño que revolotea sobre los párpados del niño?, ¿en qué centro nervioso se encuentra el cariño?, ¿en dónde la ternura, en dónde la amistad? ¿Qué vías siguen, don Antonio, los sentimientos nobles? ¿Qué fibras conducen la elegancia espiritual? ¿Cuál es el cordón nervioso que sirve de camino a la virtud? ¿En dónde está escondida la generosidad? ¿Por qué se siente, don Antonio, tanto amor a los discípulos?

Las clases de don Ramón Velasco

Hace más o menos treinta años, los que vivíamos a orillas del Cantábrico y queríamos hacernos médicos, nos veíamos forzados a trasladarnos a Valladolid. No había aún Facultad de Medicina en Bilbao, ni en Santander, ni en Oviedo, por lo que asturianos, vascos y montañeses llegábamos, con la estrenada mocedad a cuestas, a la Valladolid de la época. Una Valladolid de curas y militares, de olor a Tafisa, de tranvías y de ferrocarril a Rioseco (¿por qué Medina siempre ha sido la del Campo, y nunca la de Rioseco?), de trigo en la Huerta del Rey, de merinas ramoneando en las eras de fuera el puente, de braseros que encendían mujeres en bata y zapatillas en las mañanitas de invierno, por los soportales de la Plaza Mayor, de Fuente Dorada, de Ferrari, y un poco por doquier.
Al llegar a aquella Valladolid, de nostalgia y de añoranza, los estudiantes forasteros que empezábamos a frecuentar las aulas del Prado de la Magdalena aprendíamos en seguida algunos saberes. Nos enterábamos, por uno u otro conducto, que en «el socia» o en «el onsurbe» se tomaba un vino con tapa por una peseta; que en «los vizcaínos» se comía por veinte; que en Portugalete, o en el Val o en el Campillo, al amanecer, se podían ganar diez duros descargando camiones; que en «el Castilla», Eugenio despachaba un blanco superior...
Y en la Facultad, en seguida te enterabas de que don Antonio Pérez Casas, el flamante catedrático de Anatomía, solía suspender en junio a1 80 por ciento de los alumnos; de que don Emilio Romo no le iba muy a la zaga y de que los pocos que lograban pasar a tercero se encontraban con la Patología General, y con su catedrático, don Ramón Velasco, autor del célebre «ladrillo», libro así llamado por su continente (pues era un voluminoso volumen) pero no por su contenido, que era leve, ligero y de fácil lectura y digestión.
En aquella época, los estudiantes forasteros íbamos poco a clase. Acudían más asiduamente los de Valladolid, quizás por la presión familiar, de la que carecíamos los foráneos. De mí, sé decir que -siguiendo la mentada costumbre- asistía a pocas clases. Fui a las de Pérez Casas (a las que aún acudo con deleite) pues eran didácticas, rigurosas, entrañables, llenas de interés por el alumno, de claridad expositiva y de calor docente. Las de Beltrán de Heredia, serias, serenas, esquemáticas, que eran -y son- un modelo de cómo enseñar ”lo que hay que saber”, ni más ni menos, lo que de verdad es útil, práctico y eficaz. Las de Carlos Almaraz y las de Sisinio de Castro, ambas clínica pura; las de Olegario Ortiz, amenas y sentidas, y... las de don Ramón Velasco.
¡Ah!, las clases de don Ramón. Entraba en el aula a las diez, y se ponía la bata blanca. La distinción y la elegancia las llevaba siempre puestas. Los alumnos, en aquellos tiempos, nos poníamos de pie cuando el profesor entraba. Don Ramón comenzaba y se hacía el silencio.
Lo que don Ramón nos transmitía era más que una clase; era el saber médico hecho magisterio, la sagacidad clínica hecha docencia, la elocuencia hecha claridad y sencillez, la dicción hecha belleza, la lengua castellana hecha maravilla...
Don Ramón, más que hablar declamaba discretamente, mientras nos ofrecía un puro destilado de lógica, de razón, y de arte de curar.
Recordar a don Ramón es recordar su palabra, su facundia, su buen decir, su castellano acendrado, su peculiar acento...
Hoy, querido don Ramón, estoy gozosamente seguro que en los brumosos valles de Vasconia, en las verdes vegas de Cantabria y en los bravíos acantilados de las Asturias, más de un médico cabal y entero, antaño estudiante en Valladolid, al saber que ya te has ido, no podrá dejar de recordar su mocedad y tus clases, y en sus oídos sonará de nuevo tu voz, tu dicción, tu verbo, que –gracias sean dadas a Dios- siguen en nuestra memoria.