domingo, 29 de abril de 2007

Hombres con pendientes

Hace años la verdad es que chocaba ver a un hombre con un pendiente. El rostro parecía asimétrico, como algo desfigurado, y no me hacía a ello. Creo que no éramos pocos los que nos quedábamos algo extrañados. Ahora ya se empieza a ver más normal, quiero decir más frecuentemente. En ciertos ambientes ya somos raros (otra vez en el sentido de frecuencia) los que no llevamos ningún adorno en el lóbulo de la oreja. Dos mejor que uno, parece decir la moda, persiguiendo -quizá- el objetivo de vender el doble siempre que pueda, con lo que ahora también algunos varones llevan adornadas ambas orejas.

Sin embargo, y a pesar de que parezca moda reciente, la costumbre es antigua. He leído que un cadáver que llevaba cinco mil años congelado en el interior de un glaciar de Austria tenía las orejas perforadas, aunque no se especificaba si se trataba de un hombre o de una mujer.

Los primeros tipos de pendientes de los que se tiene noticia datan de unos tres mil quinientos años antes de Cristo, y aparecieron en el Próximo Oriente. Estaban hechos para orejas perforadas, y los materiales empleados eran conchas de moluscos, marfil, vidrio y metal. Parece que los usaban preferentemente las mujeres, pero no los desdeñaban algunos hombres.

Hace más de dos mil años, en la riberas del Mediterráneo, las mujeres griegas y babilónicas ya decoraban sus rostros con pendientes. También lo hacían, aunque raramente, los varones.

Algo parecido sucedía en la China, donde, por esas épocas, ambos sexos se encontraban favorecidos colocando pequeños objetos lujosos en sus orejas, dos las mujeres y uno los hombres. Parece ser que los llevaban personas de todas las clases sociales, pues los había de oro, plata, cobre, latón, bronce y hierro. Supongo que no sería fácil ligar con un pendiente de hierro.

En el antiguo Egipto, mil quinientos años antes de Cristo, eran las mujeres quienes se perforaban los lóbulos para lucir pendientes.

En el siglo XVI, en Italia, comienzan a usarse las perlas como elemento esencial de los pendientes. Son básicamente las mujeres las que lucen ese tipo de joyas en sus orejas, pero también lo hace algún hombre. Más tarde, en los siglos XVIII y XIX, con el uso de las pelucas y la costumbre del pelo largo, el empleo de los pendientes decae, hasta el resurgir en el siglo XX, especialmente en Europa y América.

La pregunta es ¿por qué el hombre (y obviamente la mujer) siente la necesidad de perforar los lóbulos de sus orejas para colocar allí un pequeño objeto?
En el caso de la mujer, creo que un motivo importante es el estético. El pendiente es un adorno, y como ocurre con los collares, pulseras, anillos, broches, colgantes, etcétera, la mujer se ve más guapa y más distinguida con esas preseas. Los pendientes, especialmente cuando son dos simétricos, parecen enmarcar y realzar el rostro de quien los lleva y dan un contrapunto de brillo a la matidez de la piel. Además, como tantas veces ocurre, a la vanidad de la belleza se puede unir la vanidad de la presunción, de la ostentación de la riqueza, con lo que tendremos la exhibición auricular de diamantes, perlas, esmeraldas, etcétera, que pregonan sin palabras la clase social y los posibles de la afortunada portadora.
En el hombre, además de las mencionadas para la mujer, puede haber, y de hecho hubo, algunas otras razones. Parece que algunos pueblos emplearon los pendientes como estimulante, de modo similar al uso actual de la acupuntura o de la auriculoterapia. La oreja es rica en terminaciones nerviosas sensitivas, y tal vez pensasen algunos que un objeto colgando de ella podría servir de estímulo vital.

Otros pueblos, en algún momento de su historia, pensaron que malos espíritus podrían penetrar al interior de la cabeza a través del conducto auditivo, que efectivamente comunica el exterior con el interior del cráneo. El metal colocado a la entrada repelería estos malos espíritus, causantes de enfermedades u otros males.

Los marinos y marineros, especialmente en tiempos pasados, solían llevar un pendiente de oro en el lóbulo de su oreja, firmemente anclado al cartílago mediante la necesaria perforación. Lo hacían no sólo por estética o vanidad, sino por un motivo relativamente práctico: en aquellos tiempos los naufragios eran frecuentes, y es bien conocida la costumbre de la mar de devolver a la costa -a veces en playas lejanas- los cadáveres de los náufragos. Si esto ocurría, el oro del pendiente debería servir para pagar un entierro digno y cristiano al pobre náufrago, que podría así descansar -seco y tranquilo- en el cementerio de un pueblo costero, en buena compañía, con los responsos rezados y sin haber resultado gravoso para nadie. Es ésa mejor situación, incluso para un cadáver, que la de descomponerse entre la arena y las olas y ser despedazado y devorado en la orilla por los agresivos cangrejos y las voraces gaviotas. Parece que vuelven los pendientes. Incluso, con un par.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2007.

jueves, 19 de abril de 2007

«Pionero», «casting» y «catering»

Éstas son tres palabras de origen extranjero que pudiéramos llamar «nuevas ricas», pues han hecho gran fortuna en poco tiempo y no estoy seguro de que la hayan serenado, sino más bien me parece que la enseñan y exhiben en demasiadas ocasiones. La primera, «pionero», de probable origen francés, ya es también española, pues hace varios años que figura en el Diccionario de la Real Academia con el significado de «persona que inicia la exploración de nuevas tierras» o que da los primeros pasos en alguna actividad, señalando que también puede aplicarse a vegetales y a animales que colonizan una zona. Es muy probable que venga de la palabra francesa «pionier» que, a su vez, procede de «pion», que es nuestro peón, es decir, el que va a pié, que suele ser el que explora terrenos nuevos y toma posesión de ellos, o sea, el explorador, el adelantado. Tanto en francés como en inglés y en alemán, tiene además el significado de zapador o gastador, pero esta última acepción no ha pasado a nuestra lengua, ni tampoco a la italiana. En realidad, teníamos ya varios vocablos que hacían el mismo servicio, como precursor, adelantado, colonizador o explorador, pero ahora todo el mundo usa lo de «pionero». Se conoce que hace más moderno.

Lo de «casting» se lee y se escucha en demasía, y parece anglicismo flagrante. Viene de «cast», que tiene en inglés muchos significados, y entre ellos el de distribuir o asignar los diversos papeles de una obra de teatro (o televisiva o cinematográfica) a los diferentes actores o, lo que es lo mismo, señalar y ajustar el reparto. Por extensión, se aplica también al proceso de búsqueda de las personas más adecuadas para representar los distintos papeles de dicha obra, lo que viene a ser muy parecido. Es en estos dos sentidos como habitualmente la he oído nombrar en España.

Es palabra extranjera, pero se usa tanto entre nosotros -especialmente en el mundo del espectáculo- que no me extrañaría que pronto fuera adoptada. Es fácil de pronunciar y refleja una actividad en auge, habida cuenta del gran número de funciones de teatro, cine y televisión que se producen y representan en todo el mundo. Por otra parte, para designar en castellano ese proceso probablemente habría que recurrir a la perífrasis (hacer el reparto, asignar los papeles, distribuir los personajes, elegir los actores, etcétera), con lo que es muy posible que «casting» tenga futuro en nuestra lengua.

Por último, «catering», con acento en la «a», o sea, esdrújula, significa suministro o servicio de comidas, pero quizá no tanto en el sentido personalizado de la fonda o el restaurante, sino preferentemente en el más impersonal de servir alimentos a numerosos comensales, como puede ocurrir en un gran avión de pasajeros, una boda, una empresa con muchos empleados o cualquier otro evento en el que haya que dar de comer a mucha gente. Podría equivaler a abastecimiento, suministro o servicio de comidas. En inglés tiene también, en ocasiones, un sentido más general de hostelería, que no lo he percibido en España, donde sólo lo he oído referido a comidas o alimentos. Estas dos últimas palabras, aunque no son españolas, se oyen y leen con notable frecuencia, por lo que no me extrañaría que pronto se españolizasen. Ambas perderían la «g» final y la última ganaría un acento en la «a». Probablemente disminuiría el uso de otras palabras castizas relacionadas con el asunto, como abastos, suministros, intendencia, pitanza, condumio, etcétera.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Abril de 2007.

miércoles, 4 de abril de 2007

La Chucha

-Señora, ¿es éste el puesto de La Chucha?
La señora me mira con cierto disgusto entreverado de resignación.
-Si hijo, aquí es.
-Pues déme, por favor, dos bolas de anís de a perrona y un regaliz de a perrina.
-Aquí tienes. Un real.
-Tome el real. Adiós señora.
Un año después, cuando ya iba a la escuela del Instituto, la de don Ulpiano y don Ramón, que ahora veo claramente que era la mejor escuela del mundo, volví por allí.
-Me puede dar dos reales de restallones y un regaliz de cordón.
-Si hijo, aquí tienes. Una peseta.
El regaliz de cordón que es talmente como un cordón de zapatos negros, es sabroso y, bien masticado, hasta parece nutritivo. Además dura mucho. Sabe a una mezcla de azúcar, regaliz y gominola que da mucho gusto. Cuando alguien nos pedía un trozo del sabroso cordón, y lo hacía bruscamente y sin educación, le contestábamos de la misma manera:
-Dame un poco.
-Come moco.
Por aquellos tiempos se iba extendiendo la extraña costumbre norteamericana de masticar mucho sin tragar nada.
-¿Me puede dar un chicle de a peseta?
-Si hijo. ¿De menta o de fresa?
Algunos días cambiaba el objeto de consumo, me sentía más tradicional y me acercaba al barquillero.
-¿Cuánto cuesta tirar a la rueda?
-Un real por tirada. Cuatro a la peseta. Sólo para las galletas, los barquillos van aparte.
-¿Puedo tirar dos veces y después me da dos reales de barquillos?
-Bien, tira a ver las galletas que sacas. Por dos reales te doy tres barquillos.
En el paseo del Bombé solía estar el pirulero, que era hombre de poca estatura, pelo blanco y gesto afable. El pirulero no se enfadaba porque se le llamase pirulero, y era muy atento y condescendiente.
-¿A cómo son los pirulís?
-Las piruletas a cincuenta céntimos y los grandes, los auténticos pirulís de La Habana, a peseta.
-¿Qué quiere decir auténtico?
Al pirulero se le vio un poco desconcertado.
-Pues que es de verdad, el verdadero.
-Bueno, pues déme uno de los de verdad. Cuando empecé el Bachiller, a los nueve años, mi abuelo me regaló un duro. Me llegué hasta La Chucha con aires de indiano.
-¿A cómo son los banzones?
-A perrona. Las chinas a dos rea les. Los cubanos a peseta y los mejicanos a dos.
-Pues déme diez banzones, una china y un mejicano.
Y me fui la mar de contento a jugar al “guá”, en su modalidad de “primeras”, “pie” y “matute”, que se me daba mejor que “a la raya”.
Con el predesarrollo de los cincuenta llegaron las pipas a Oviedo. Antes sólo las había en los quioscos de Madrid. Lo mismo ocurrió, algo más tarde, con las palomitas de maíz. También por entonces empezaba a haber algo más de dinero.
-¿Me da un paquete de pipas, unos conguitos y una bolsa de palomitas?
-Si hijo, aquí tienes. Son siete cincuenta.
“Tempus fugit”. En seguida hubo que tapar los pelos de las piernas. Con los pantalones largos llegaban los primeros humos.
-¿Tiene Celtas?
-¿Cortos o largos?
-Cortos.
Aquí tienes. Son cuatro cincuenta.
Maripili, ¿a ti te dejan ya salir sola por las tardes?
-Pues claro, me contesta con suficiencia teñida de desdén. Ya tengo quince años. ¿Y a tí?
-Claro. Ya voy a Preu. Oye, ¿quieres venir esta tarde al cine conmigo?
Echan una película en el Aramo que dicen que es muy buena.
-Bueno. ¿Dónde quedamos?
-En La Chucha a las cuatro, ¿te parece?
Después de comer, mientras me fumo un Celtas, se me ocurre que a Maripili a lo mejor no le gusta el olor del tabaco negro.
-¿Tiene Chester?
-Si hijo. ¿Cuántos quieres?
-Déme una cajetilla.
-Toma. Son seis pesetas.
-¿No costaba un duro?
-Ha subido la semana pasada.

Las fuentes del Campo

Me refiero a las del Campo de San Francisco, a las del anti­guo y frondoso parque de Oviedo, quizás antaño jardín de monasterio, que tiene varias en su verde recinto, todas hermosas, cantarinas y refrescantes.
Las fuentes, todas las fuentes del mundo, tienen un poco de vida. O quizá un mucho. Tal vez porque el agua no se está quieta, y fluye y mana y corre sin cesar; tal vez porque canta, y su canción nos acom­paña; tal vez porque el agua es vida, manantial de vida, y origen y condición de toda la vida que nos rodea. O acaso porque nace de las entrañas de la tierra en inter­minable y continuado parto, que también es comienzo de vida. El caso es que no suelen parecer las fuentes naturaleza muer­ta, sino más bien animada, viva, palpitante.
Las fuentes del Campo que mejor recuerdo son tres: el Caracol, la Fuentona y las Ranas.
El Caracol es la fuente para beber. El hontanar de agua refrescante. Tiene tres caños que salen de entre las piedras y manan sin cesar. A veces salpica, y el suelo se encharca, y no podemos acercarnos a apagar la sed sin poner en peligro los zapatos.
La Fuentona ocupa el extremo oriental del paseo del Bombé. Es grandona y redonda, como una matrona. Antes tenía truchas y, cuando chicos, salíamos del Instituto a eso de la una y echábamos moscas a la superficie del agua para ver como las devoraban las truchas, que estaban gordas y rollizas, pro­bablemente a base de mosca fresca recién cazada.
La de las Ranas es la más romántica. Está rodeada de amor. Del amor de las parejas que la frecuentan. Desde el balcón de mi casa, cuando vivía en Oviedo, se veía perfectamente la fuente de las Ranas y se distinguía con claridad la gruesa capa de amor que la circunda, especialmente al atardecer.
Antes de marcharme le hice una foto, en invierno, claro, que es cuando no hay hojas, y la fuente y el amor se distinguen por entre las ramas oscuras y desnudas que casi llegaban al balcón de mi casa.
La de las Ranas es también la fuente más cantarina y no sólo entretiene a las parejas, que le pagan en amor, sino a los niños, que pagan en inocencia y en sonrisa con algo de candor, y también a los viejos, que ya han olvidado el rosa y viven en el amarillo, y pagan con reflexión, experien­cia, y, a veces, consejo.
La de las Ranas, como todas las fuentes del mundo, está muy viva y se la ve espe­ranzada en primavera, dicharachera en verano y nostálgica en otoño. En invierno se queda más quieta, sobre todo con la nieve, que la deja recogida y callada, un poco mustia.Desde el balcón de mi casa, en esos días de sol pálido de invierno, más que nada hacia el mediodía, se distinguía perfecta­mente la ilusionada alegría de la fuente cuando los niños se divertían a su vera.

El campo en otoño

En Oviedo, el campo es el de San Francisco. Casi ningún ovetense lo llama «parque», sino que la mayoría le dicen «el campo».
Este es nuestro campo, que ahora otoñea y se vuelve íntimo, recoleto y nostálgico. Y también desnudo, despejado y claro.
Desaparecen muchas hojas, se caen algunas ramas, y empiezan a escasear las parejas de enamorados, consustanciales al campo en primavera y verano.
El campo, sin hojas ni enamorados, es menos campo. Ahora lo cruzamos más deprisa, y durante el trayecto casi siempre le dedicamos un pensamiento al otoño. Al otoño sepia y ocre, y marrón claro y beige, y castaño y siena, y a veces pardo. Colores tenues, suaves, tolerantes. Colores sin odio ni agresividad. Colores mates, de recuerdo y de saudade.
En otoño el campo es la suave melancolía de la ciudad. Es su ombligo nostálgico, su cordón umbilical que le une al pasado.
A los tiempos de la niñez y de sus juegos inocentes, en el Angelín y en la Rosaleda. A los barquillos y los pirulís, a «Petra» y a «Perico», a la ardilla y a los «bambis». Al despertar de la juventud, a los escarceos enamoradizos de los Alamos y del Bombé. A los pensamientos reflexivos de los paseos solitarios de la madurez.
Cuando el campo otoñea se torna más digno. Se vuelve hermoso en su noble declinar, grave en su inexorable decadencia.
Como el pensamiento de los hombres, se hace más puro, se acendra. El otoño del hombre también lleva rigor a su razonar, dignidad a su aspecto y seriedad a su conducta.Las hojas ya no impiden que la claridad llegue hasta el fondo. Por ello, la luz de otoño alumbra, a veces, mejor que la del verano, pues tiene menos sombras. El otoño es tiempo de meditación y de reserva.

En el Instituto, cincuenta años después

Crucé el Bombé al anochecer, seguí por el paseo de los Curas en dirección a la Fuentona y subí un poco hacia la derecha. Como iba meditando en los partidos de fútbol de la Herradura, hoy imposibles, apenas me di cuenta de que tenía a la vista el Instituto.
Estaba el portón abierto, el de Calvo Sotelo, que era por el que entrábamos los alumnos, y sentí ganas de pasar adentro a fisgar. Al cruzar el umbral, de repente, sentí los versos de Lorca:

La noche se puso íntima
Como una pequeña plaza.

Mis recuerdos y yo. Lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de don Ulpiano, el profesor de la Escuela Preparatoria. Don Ulpiano fue el mejor enseñante que conocí en la vida. Ni catedráticos de la Autónoma, ni profesores de UCLA, ni eméritos de Oxford. Don Ulpiano. Amor a los chicos, claridad de mente y sentido común. Y sobre ello, muchas ganas de que aprendiéramos. Para enseñarnos lo que era la presión atmosférica llevaba una vasija llena de mercurio y repetía, delante de nosotros, el experimento de Torricelli. Para las Ciencias Naturales nos mostraba minerales, pájaros disecados, ranas, lo que fuera. El verdadero maestro, decía Marañón, no enseña cosas, enseña modos. Don Ulpiano nos enseñó cosas y modos. Educación, comportamiento, conducta, ética, a más de desasnarnos.
En los cursos de Bachiller ya teníamos varios profesores. En su mayoría excelentes. Anita Fratarcángeli, prodigio de energía y entusiasmo docente, que nos hacía aprender latín nolens volens. Mari Montero, de enseñanza suave, pero eficacísima y honda. Don José, su señor padre, que respetaba y quería a sus alumnos de Dibujo, que teníamos 10 años. Don Moisés López de Turiso, más conocido como don Turiso, vigoroso a pesar de la edad, de clases amenas y placenteras. Había otros: don Fernando, el de Matemáticas, a quien llamábamos “Vaporinos”, por su costumbre de mover los labios como si expulsase pequeños soplos de aire; don Virgilio Trabazo, de Ciencias Naturales; la señorita Balbín, magnífica docente de gramática española. Casi todos buenos, algunos excelentes.
Hasta don Julio García, que daba Gimnasia y Política, era un gran educador, que conectaba con los niños sin problema alguno. Sus clases eran entretenidas y su vocación por el deporte manifiesta.
En aquellos tiempos era frecuente que los maestros pegasen, pero en el Instituto eso era muy raro. A don Ulpiano sólo le vi en una ocasión dar una bofetada a un chico, y después, en el Bachiller, era excepcional que un profesor empleara el castigo físico. “Vaporinos” era aficionado a dar un tirón de orejas (a mi amigo Joaquín Orejas le decía: acérquese señor Orejas, que le voy a estirar las ídem), y don Turiso podía ocasionalmente emplear el puntero para dar un coscorrón, pero ahí quedaba todo. En cambio sí ví más de una paliza, brutal y en público, en el colegio de frailes en el que estudié más tarde, pese a que ya estábamos en el Bachiller Superior; o sea, que teníamos 15 años o más.
El ambiente en el Instituto era liberal, y sólo cuando fui interno a un colegio de frailes me di cuenta de lo que había perdido. Los chicos también teníamos buen ambiente. No faltaban algunas peleas, pero el fútbol lo hacía olvidar todo. Jugábamos con cualquier cosa redonda y poníamos pasión y hasta algunas migajas de arte.
Cuando entré en el patio vi que todo estaba cambiado. En el prao de nuestros amores futboleros habían construido un sólido edificio. En la antigua cancha de tenis, otro. En realidad todo era distinto.
Me fijé entonces en la esquina de “la señorina”. Eso estaba igual. La misma esquina, aunque sin “señorina”. ¿Qué sería de ella? La “señorina”, a quien algunos llamaban “la paisanina”, llegaba todos los días unos minutos antes de que saliéramos al recreo. Llevaba una enorme cesta sobre la cabeza, en sorprendente equilibrio, y andaba con ella encima con toda soltura, lo que le permitía tener las dos manos libres. Llegaba a su esquina, que estaba debajo de un alero, por si llovía, y bajaba la cesta grande, cuadrada, hecha de anea o de espadaña, llena hasta los topes. Allí esperaba en silencio hasta que los chicos inundábamos el patio de gritos y carreras. Entonces se abría el comercio. Una manzana grande y sonrosada, dos reales. Una amarillenta, pequeña y con bicho, un real. Castañas e higos pasos, a perrona la unidad. Regaliz, a perrina.
-Señorina, ¿me da dos reales de cacahuetes?
-¡Eh, tú, que antes estaba yo!
-Mentira, estaba yo primero.
Entonces los chicos apenas decíamos tacos o palabrotas. Lo más algún empujón o algún: ¡chaval!, ¿yes bobu?
La inflación también alcanzaba a la paisanina, que iba subiendo sus productos de año en año. En tercero de Bachiller, por una peseta ya sólo te daba cinco castañas o cinco higos, y fabricaba los cucuruchos de cacahuetes de a peseta con un cuarto de hoja de “La Nueva España”, en vez de con media, como antaño.
La señorina era muy honrada y nunca se quedaba ni con una perrina de más. Al contrario, a veces a los clientes asiduos les daba un higo paso de propina. Para compensar, alguna que otra vez decía:
-Hoy sólo doy cuatro a la peseta porque son muy grandes.
Y era verdad, porque ya digo que era honrada.
Seguí caminando hacia la puerta por la que entrábamos al edificio, bien custodiada en tiempos por los bedeles Jiménez y Lázaro. Ahora había alguien armado, que me dio el alto bruscamente.
-¿Dónde va?
De momento no supe qué responder. Un poco avergonzado dije:
-Nada, nada, estaba dando un paseo. Ya me marcho.
Volví hacia el portón de entrada y pasé por la esquina de “la paisanina”.
-¿Podría darme una peseta de higos pasos?
La señorina me contestó desde Lorca:
-Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo
ni mi casa es ya mi casa.

En torno al hastío en los hospitales

Me parece que era Heráclito quien decía que todo cambia. “Panta rei”, o sea, “todo fluye”, nada permanece. Nunca se baña uno dos veces en el mismo río, pues
aunque el cauce permanezca, el agua es otra. Algo parecido, y en los últimos años de
foma casi traumática, le ha ocurrido a la esencia de nuestra profesión, especialmente en
los hospitales.
He observado que muchas de las veces que empezamos una charla informal entre médicos, sea sobre el tema que sea, al poco tiempo ya estamos quejándonos de lo mal que nos encontramos en los hospitales. Unos se quejan del sueldo, otros de la falta de promoción y muchos de la falta de medios. Pero el denominador común es el hastío, la falta de ilusión. Ya sé que esto no es general, pero en mi experiencia está muy
extendido. Yo mismo lo sentía y lo sufría con frecuencia cuando trabajaba en el Insalud.
Un ilustre colega me decía hace poco que los sentimientos que abundan entre los
trabajadores de los hospitales son los de indiferencia, apatía, hastío e impotencia. No sólo en los médicos. Por desgracia también los padecen otros titulados.
Creo que la ilusión por el trabajo y por el porvenir era mayor hace años, lo que
tiene su lógica por el gran desarrollo sanitario que hubo durante el franquismo. Ya sé que no es “políticamente correcto” mencionarlo ahora, pero es la verdad.
Recuerdo que hace unos cuarenta o cuarenta y tres años, cuando empecé a
ejercer la profesión, el panorama hospitalario español, salvo excepciones que no hacían
sino confirmar la regla, era desolador. En el Hospital Provincial de Valladolid, que era
también el Hospital Universitario, los enfermos se morían de frío en el invierno. El
presupuesto era tan bajo que los cristales que se rompían tardaban muchas semanas en
reponerse, y en las madrugadas gélidas, con una sola manta raída por cama, algunas
enfermas se pasaban a la cama de la vecina para no congelarse. Lo habitual era llevarse
mantas de casa...los que tenían casa y mantas. Los internos de guardia teníamos que
llevar las sábanas.
Todo el servicio de guardia de presencia física, para una ciudad como Valladolid, se reducía a dos estudiantes de Medicina. Había además un internista y un cirujano -jóvenes e inexpertos por lo general-, localizados. La palabra tenía otro significado entonces, al no haber móviles ni buscapersonas
En la década de los sesenta todo ese panorama cambió radicalmente. Se
construyeron más hospitales en esos diez años que en los doscientos anteriores y en todos los posteriores. Se decidió cambiar el nombre de Hospital -que tenía la connotación de lugar frío, pobre, sucio, desangelado, y paradójicamente inhóspito- por el de Residencia.
La silueta de las Residencias Sanitarias recortándose sobre el horizonte de las principales ciudades españolas empezó a ser una imagen familiar para la mayoría de los ciudadanos.
Al tiempo que mejoraba la anatomía de los hospitales lo hacía también la
fisiología. En los años cincuenta, y ciñéndome a la especialidad a la que me dedico, la
Neurocirugía, no había en toda la Universidad española ningún profesor de esa
importante rama de la Cirugía. En realidad no había nadie, en las Facultades, que la
cultivase con dedicación más o menos exclusiva.
Creo que no sería vanidoso orgullo, sino legítima satisfacción, afirmar que toda
una generación de médicos, la que ahora se acerca a la jubilación, contribuyó
notablemente a ese cambio en la fisiología hospitalaria. Con trabajo, ambición, y a veces hasta con codicia, fuimos arañando conocimientos allí donde los hubiese. Recogimos migajas de saber (y especialmente de saber hacer) en cualquier lugar en que pudiéramos encontrarlas. En España también, pero sobre todo en el extranjero, hubimos de soportar penalidades, hambres, obligados insomnios y hasta desprecios y humillaciones para poder aprender las técnicas, los métodos diagnósticos y los tratamientos -algunos no tan nuevos- desconocidos en los viejos hospitales provinciales y en las antiguas facultades.
Podría también añadir la trascendencia de esa generación en el éxito del sistema MIR, como iniciadores primero y después como profesores.
Algunos tuvimos la fortuna de encontrar maestros (como fue para mí el Dr.
Obrador en Neurocirugía) que nos inculcaron el entusiasmo por la ciencia y la docencia,
lo que creo era aún una benéfica herencia de la inmarcesible Institución Libre de
Enseñanza, quizá una de las instituciones a las que más debe el país.
Ese entusiasmo estaba sustentado -como casi todos los entusiasmos- en estímulos y en ideales. Para algunos, los más pragmáticos, el estímulo podía ser el dinero. Se pensaba entonces que el médico que se esforzase, estudiase y se sacrificase, podría llegar a vivir mejor que el apático y perezoso. Había, o parecía haber, una cierta relación entre esfuerzo y recompensa, entre mérito y retribución. El dinero es un estímulo poderosopara gran número de personas, y muchos médicos no tienen por qué ser excepción.
Pero este casi general estímulo ha perdido vigencia. Los salarios hospitalarios no
son altos, y hay que complementarlos con guardias, que no son pagadas como horas
extraordinarias, sino con el camelo de los módulos...Pero lo más grave no es eso. Lo
verdaderamente injusto es que gana más o menos lo mismo el que estudia, trabaja y se
preocupa que el que va a leer el periódico. Igual percibe el amable, atento y que dedica
tiempo a los pacientes que el hosco y soberbio que se los quita de encima. En resumen,
café con leche para todos, y después, lentejas. Cuando era residente ya se hablaba de la
“Carrera profesional”. Voy a jubilarme y se sigue hablando de ella.
Este problema económico no puede ahora solucionarse con la consulta privada,
como ocurría antaño. Aparte de las trabas burocráticas y de los impuestos, no hay que
olvidar que el seguro con el Insalud es tan obligatorio y monopolístico como cuando lo
fundaron Franco, Girón y Lafuente Chaos (hecho que suelen olvidar los apologistas de la mal llamada “medicina pública”). En realidad, la medicina libre no tendría sentido si ya estamos todos pagando un seguro obligatorio, y bastante caro. Por ello es difícil que el joven tenga ahí una fuente de ingresos. El monopolio de la salud, o quizás mejor, de la enfermedad, parece ser el último de los monopolios que se resisten a dejar los
dinosaurios. ¿Por qué no dejar libertad (palabra tan usada) y que cada uno se asegure con quien quiera? ¿Se vería bien una compañía estatal que nos obligara a asegurar el coche con ella? ¿No permite el Estado que sus funcionarios se aseguren con quien quieran?
De todo lo que antecede se deduce el profundo y esencial cambio de la Medicina
en España. Aquí y ahora, nuestra profesión ya no es liberal. El médico es un asalariado
que tiene un horario. Es antes proletario que profesional liberal. Consecuencia lógica de
esta “proletarización” es la aparición en los últimos años de un hecho nuevo en la
milenaria Historia de la Medicina: las huelgas de médicos.
Resulta curioso que ahora las auténticas profesiones liberales son la ejercidas por
los cultivadores de numerosos oficios, como fontaneros, pintores, calefactores, etc. que
cobran por acto realizado y fijan ellos sus tarifas, y no el médico de hospital, que es un
asalariado al que le han quitado el estímulo que representa la posibilidad de ganar más
dinero trabajando, estudiando y rindiendo más.
En algunos países, como Francia y Canadá, existe una cierta relación entre trabajo desarrollado y sueldo cobrado. No todos los médicos ganan lo mismo, ni parecido, aún dentro de los sistemas estatales. Tengo para mí que los problemas de la sanidad española no se arreglarán hasta que algo de eso nos llegue. Como en tantas ocasiones, nuestra única esperanza es la Unión Europea.

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Pero no sólo de pan vive el hombre. Están también los ideales, la vocación, el
deseo de curar y de servir al prójimo. Existen otros estímulos nada pecuniarios, como la
posibilidad de ir accediendo a puestos de mayor responsabilidad y categoría en los que
uno pueda llevar a cabo tareas de dirección y organización. Este puede ser, en casos, un
estímulo aún mayor, y quizá más noble, que el del dinero. Pero tampoco este camino
aparece claro en la medicina hospitalaria actual. Existe tal caos en la normativa sobre las convocatorias y resoluciones de plazas como en la composición de los tribunales o
comisiones que las han de juzgar. Cada comunidad (especialmente algunas) hace más o
menos lo que le da la gana. Las plazas se convocan cómo y cuándo les place a los
poderosos, y se suelen resolver por el mismo sistema. Esto nos hace añorar los tiempos
en que dos veces por año, inexorablemente, se convocaban todas las vacantes del Insalud de toda España en el B.O.E. , y se resolvían de acuerdo a las normas publicadas.
Respecto a la “carrera profesional”, dudo de que la vean nuestros nietos.
Por otra parte, el profesional médico ha sido apartado, en general, de las tareas de organización y dirección. La política entró hace tiempo en los hospitales, y son los
políticos los que en el fondo organizan y dirigen, y -a juzgar por las estadísticas- no
parece que sea esa una profesión en la que primen los ideales, la generosidad o el deseo
de servir al pueblo. Antes bien parece regirse por el deseo de perpetuarse en el poder.

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Pero aún hay más. Pudiera darse el caso raro del médico a quien no le importasen apenas ni el dinero ni la promoción profesional, sino que su gran ilusión fuese la de formarse magníficamente, acudir a clínicas del extranjero, a congesos y reuniones, llegar a trabajar en la vanguardia de su especialidad, con los medios más sofisticados y el instrumental más avanzado, recreándose tan solo en la satisfacción de saber que sus pacientes son tratados de la mejor manera posible y que sus publicaciones están siempre en primera línea. Pues bien, tampoco este asceta de la Medicina conseguirá ilusionarse en nuestros hospitales. Es difícil conseguir un permiso, aún sin sueldo, para pasar algún tiempo en otro hospital. Recuerdo que para disfrutar de una beca de dos meses en el extranjero, tuve que unir las vacaciones y coger las de un año en Diciembre y las de otro en Enero, pues no “estaban previstos” otros permisos. Creo que esto está cambiando a mejor, según he oído. Tiempo era.

En resumen, dinero ajustado, promoción dudosa y medios escasos es lo que
ofrecen los hospitales a quienes deciden consagrar su vida a ellos. Podríamos añadir
algunas otras desventajas como politización de cargos directivos, interinidades durante
años y años, guardias que no se consideran horas extras, presión asistencial a veces
excesiva, formación continuada a cargo del trabajador, escasa y dudosa protección frente a denuncias e indemnizaciones, y algo que creo muy importante y que se ha perdido: las buenas maneras que caracterizaban antaño las relaciones entre colegas.
Todo ello hace que el médico esté perdiendo la sensación de que el hospital en el
que trabaja es su hospital. Para muchos es simplemente el hospital del Insalud, o del
Sespa, o del Sesgas, Sacyl, etc.. Ahora somos recursos humanos, los pacientes son
usuarios y el hospital es una empresa más o menos politizada a la que hay que
rentabilizar.
Mucha politización, mucha burocracia y poco entusiasmo. No es extraño queaparezca el hastío.

Recuerdo del Prof. Pérez Casas

Se cumple el primer aniversario de la muerte del profesor Pérez Casas, catedrático de Anatomía Humana de la facultad de Medicina e hijo adoptivo de Oviedo. Fue don Antonio Pérez Casas uno de los pocos catedráticos que vivió casi exclusivamente dedicado a la Facultad, a la investigación y -por encima de todo- a la docencia de sus alumnos y discípulos amados. No hay la menor hipérbole en decir amados, pues creo que nunca hubo maestro que tanto sintiera que la enseñanza, para ser de verdad noble y completa, ha de ir unida al amor, a la amistad que nace y se desarrolla entre docente y discente, entre profesor y alumno, entre maestro y discípulo.
Siempre he tenido para mí que no es lo mismo el profesor que el maestro y así lo he manifestado en alguna otra ocasión. El profesor expone y transmite los conocimientos concretos de una determinada disciplina. Ordena la lección y la dispone para que sea recogida y asimilada por el alumno. Emplea la palabra, el esquema y los métodos audiovisuales. El maestro es algo distinto, porque a los conocimientos, a la exposición, a la lección, añade cariño, vida y deseo de que el alumno aprenda y se forme. El maestro enseña cuando habla y cuando calla. Enseña con su mirada, con sus gestos, con su ánimo, y hasta con sus cambios de humor. Una alteración, apenas perceptible, en el tono de voz, un fulgor que aparece brevemente en sus ojos, una leve indicación de sus manos, enseñan más al discípulo atento y compenetrado con su maestro que lecciones, libros y tratados. Por eso decía Marañón que el maestro no enseña cosas, enseña modos, y yo me atrevería a decir que si el profesor enseña ciencia, el maestro enseña estilo.

Un extraordinario profesor

Fue, Pérez Casas, expertísimo y extraordinario profesor. Sus lecciones eran modelo de orden, método y claridad. Eran lecciones organizadas, vertebradas, didácticas, en las que cada idea, cada nuevo conocimiento, se fundaba en el anterior y predisponía para el siguiente. No podía ser de otro modo, pues don Antonio conocía como nadie la anatomía humana y muy especialmente la del sistema nervioso. Un día, en una lluviosa y desapacible mañana del invierno asturiano, me dijo con un punto de vergüenza: «José María, podría decir en todo momento y sin ninguna preparación cualquier lección de Anatomía...» Bien lo sabía yo, que le había oído hasta tres veces la misma lección todos los días, sin el menor asomo de fatiga, ni en él ni en los alumnos, y sin ayudarse jamás de esquema conductor alguno, ni siquiera de un breve guión orientador.
A la vuelta de 30 años de haber cursado las Anatomías con don Antonio, en la Facultad de Valladolid, por azares de la vida, volvimos a coincidir ambos en la Facultad de Oviedo, no hace más de 3 ó 4 años. Disponía yo entonces de algún tiempo libre durante las mañanas, y decidí volver a oír las clases de don Antonio. A los cuarenta y tantos años repetí la Anatomía dos y volví a deleitarme con sus clases, preñadas entre otras muchas virtudes de clase, calidad y cariño. Tal era su vocación profesoral que un día, creo que en uno de los muchos viajes que hicimos desde Oviedo para asistir a las sesiones de la Real Academia de Medicina de Valladolid, entre la nieve y la ventisca del puerto de Pajares, me dijo: «Si pudiera elegir el momento de mi muerte, pediría que fuese durante una clase». Quería, como buen soldado, morir con las botas puestas.
Pero si inconmensurable fue su dimensión como profesor, infinita fue su proyección como maestro. Nadie que le haya conocido, siquiera someramente, puede dudar que después de su querida esposa doña Esperanza lo que más amaba don Antonio en este mundo eran sus alumnos, sus colaboradores, sus discípulos.
Puede ser oportuno recordar ahora que a los pocos días y aún horas de comenzar el curso ya conocía a buen número de sus alumnos por su nombre y apellidos, que por Todos los Santos ya estaba enterado de los que estudiaban y de los que no, que para Santo Tomás ya sabía de qué pie cojeaba cada cual y que por San José tenía conocimiento acabado no sólo de cada alumno, sino hasta de las parejas que se hubieran ido formando durante el año. Para San Isidro todo el curso era ya para él nítido y transparente, sin enigma alguno, claro como el agua clara. Nunca olvidaré la última clase que dio a nuestro curso, el primero que tuvo como catedrático, en junio de 1963. Terminó el último tema y se adentró en el campo de la educación universitaria, y de la moral médica, dándonos unos consejos, que -de seguirlos- intachable sería la conducta de los que los oyesen. Al comenzar a despedirse del curso, le embargó la emoción, el sentimiento se adueñó de él, se le quebró la voz y brotaron abundantes las lágrimas. No pudo terminar aquella lección. Abandonó momentáneamente el aula y regresó, ya sosegado, a los pocos minutos. Un espontáneo y atronador aplauso le recibió. Terminó su despedida cuajada de reglas y normas éticas y salió acompañado por otro aplauso que me pareció interminable.

Aptitud y vocación

Don Antonio había nacido para la docencia, y tenía las condiciones precisas para esta noble actividad, entre las que sobresalían a mi juicio dos: la aptitud y la vocación.
Respecto a la aptitud, es clara su trayectoria. En 1949 comienza su labor docente como profesor ayudante de clases prácticas, en la Facultad de Medicina de Valladolid. En 1960 obtiene la cátedra en esa ciudad, y después, en 1973, la de Oviedo, donde crea y consolida la Facultad de Medicina. Desempeña en estos años, especialmente en Oviedo, distintos cargos académicos siempre en relación con la docencia.
Su acabadísimo conocimiento de la materia que impartía quedó patente no sólo en sus clases y conferencias, sino en sus publicaciones, básicamente libros y artículos. De los primeros, uno vio la luz en Alemania: Der Anatomische aufbau der Peripheren Neurovegetativen System, y 5 en España, siendo de destacar su “Morfología, estructura y función de los centros nerviosos”, obra erudita y monumental, una de las mejores, si no la mejor, de cuantas se han escrito sobre el asunto; libro que alcanzó 3 ediciones. Es también de destacar la “Anatomía funcional del aparato locomotor y de la inervación periférica”, reimpresa en 5 ocasiones.
Publicó más de 120 trabajos, entre ellos 4 en Alemania, 5 en Inglaterra y EE UU, 8 en Francia, y alguno en Polonia y Checoslovaquia.
Dirigió más de 115 tesis doctorales, y entre los doctorandos que recibieron su orientación y enseñanzas se encuentran importantes figuras de la medicina española.
En cuanto a la vocación, decía Pedro Pons que el maestro vocacional no ama la soledad, sino la vida en medio de sus colaboradores. Nada cumple y cuadra mejor a don Antonio, que tanto gustaba de la compañía de discípulos, que eran también sus amigos. La vocación, dice el mismo autor, implica generosidad, y, llegados a este punto, ¿qué decir de su generosidad para con todos, pero muy especialmente para con sus alumnos? Sus casas de Valladolid y de Oviedo siempre estuvieron abiertas para cualquiera que fuese o hubiera sido alumno o colaborador suyo. Algunos hubo que vivieron en su casa durante todo un curso, de forma totalmente desinteresada y sin que mediara relación alguna de parentesco o de otro tipo. Inolvidables eran las paellas de los jueves, en las que el matrimonio Pérez Casas-Bengoechea nos ofrecía a alumnos, colaboradores y amigos no sólo el sabrosísimo y castizo plato, precedido de abundantes entremeses, sino lo que era más importante, su conversación, su compañía, su amistad, su consejo, su ayuda. No sabía uno qué admirar más, si la diligencia y actividad de doña Esperanza, que dejaba el microscopio a las dos y media y a las tres ya tenía dispuestos mesa y manteles, paella y entremeses, aperitivos y cafés para más de una docena, o la profunda generosidad del matrimonio, generosidad que latía tras aquellas entrañables comidas, sobremesas y tertulias, siempre breves por el agobio del trabajo pendiente.

Bondad exquisita

¿Será preciso recordar aquí la ayuda que don Antonio prestó siempre a los cientos de doctorandos que a él se acercaron en busca de consejo y orientación? Me consta, y así lo manifiesto, que en muchos casos la ayuda que prestó don Antonio fue aún más lejos, llegando a interpretar datos, buscar bibliografía, o incluso redactar pasajes difíciles.
¿Será preciso mencionar la bondad y educación exquisitas que impregnaban todos sus actos, aún los más triviales?
Quizás nada de esto sea necesario. Todos los que fuimos sus alumnos llevamos dentro, sin duda en un menor grado que él, esa corriente de amistad, respeto y cariño que fluye, que debe fluir, entre profesor y alumno, esa corriente que define y ennoblece la enseñanza, esa corriente que le hacía exclamar a Sócrates: «Yo no puedo enseñar a quien no es mi amigo».
Ahora, por desgracia, ya no tenemos a don Antonio entre nosotros.
Inspirándome en Machado, diría:

Ya se ha ido el maestro
con la luz de la mañana
¿Murió? Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara
y hacia otra luz más pura
partió en silencio con la luz del alba.

Ahora, don Antonio, probablemente estés ya en el reino de la luz y de la sabiduría, que, si es que existe nadie, ha merecido disfrutarlo tanto como tú. Ahora, sin duda, ya lo sabes todo, ya has resuelto las dudas científicas y humanas que tanto te preocuparon. Ahora; es seguro que ya conoces la anatomía de las cualidades que derrochaste en vida. Por ello, si pudiéramos hablar sólo un minuto te preguntaría:
Don Antonio, ¿en qué parte del cerebro está el sueño que revolotea sobre los párpados del niño?, ¿en qué centro nervioso se encuentra el cariño?, ¿en dónde la ternura, en dónde la amistad? ¿Qué vías siguen, don Antonio, los sentimientos nobles? ¿Qué fibras conducen la elegancia espiritual? ¿Cuál es el cordón nervioso que sirve de camino a la virtud? ¿En dónde está escondida la generosidad? ¿Por qué se siente, don Antonio, tanto amor a los discípulos?

Las clases de don Ramón Velasco

Hace más o menos treinta años, los que vivíamos a orillas del Cantábrico y queríamos hacernos médicos, nos veíamos forzados a trasladarnos a Valladolid. No había aún Facultad de Medicina en Bilbao, ni en Santander, ni en Oviedo, por lo que asturianos, vascos y montañeses llegábamos, con la estrenada mocedad a cuestas, a la Valladolid de la época. Una Valladolid de curas y militares, de olor a Tafisa, de tranvías y de ferrocarril a Rioseco (¿por qué Medina siempre ha sido la del Campo, y nunca la de Rioseco?), de trigo en la Huerta del Rey, de merinas ramoneando en las eras de fuera el puente, de braseros que encendían mujeres en bata y zapatillas en las mañanitas de invierno, por los soportales de la Plaza Mayor, de Fuente Dorada, de Ferrari, y un poco por doquier.
Al llegar a aquella Valladolid, de nostalgia y de añoranza, los estudiantes forasteros que empezábamos a frecuentar las aulas del Prado de la Magdalena aprendíamos en seguida algunos saberes. Nos enterábamos, por uno u otro conducto, que en «el socia» o en «el onsurbe» se tomaba un vino con tapa por una peseta; que en «los vizcaínos» se comía por veinte; que en Portugalete, o en el Val o en el Campillo, al amanecer, se podían ganar diez duros descargando camiones; que en «el Castilla», Eugenio despachaba un blanco superior...
Y en la Facultad, en seguida te enterabas de que don Antonio Pérez Casas, el flamante catedrático de Anatomía, solía suspender en junio a1 80 por ciento de los alumnos; de que don Emilio Romo no le iba muy a la zaga y de que los pocos que lograban pasar a tercero se encontraban con la Patología General, y con su catedrático, don Ramón Velasco, autor del célebre «ladrillo», libro así llamado por su continente (pues era un voluminoso volumen) pero no por su contenido, que era leve, ligero y de fácil lectura y digestión.
En aquella época, los estudiantes forasteros íbamos poco a clase. Acudían más asiduamente los de Valladolid, quizás por la presión familiar, de la que carecíamos los foráneos. De mí, sé decir que -siguiendo la mentada costumbre- asistía a pocas clases. Fui a las de Pérez Casas (a las que aún acudo con deleite) pues eran didácticas, rigurosas, entrañables, llenas de interés por el alumno, de claridad expositiva y de calor docente. Las de Beltrán de Heredia, serias, serenas, esquemáticas, que eran -y son- un modelo de cómo enseñar ”lo que hay que saber”, ni más ni menos, lo que de verdad es útil, práctico y eficaz. Las de Carlos Almaraz y las de Sisinio de Castro, ambas clínica pura; las de Olegario Ortiz, amenas y sentidas, y... las de don Ramón Velasco.
¡Ah!, las clases de don Ramón. Entraba en el aula a las diez, y se ponía la bata blanca. La distinción y la elegancia las llevaba siempre puestas. Los alumnos, en aquellos tiempos, nos poníamos de pie cuando el profesor entraba. Don Ramón comenzaba y se hacía el silencio.
Lo que don Ramón nos transmitía era más que una clase; era el saber médico hecho magisterio, la sagacidad clínica hecha docencia, la elocuencia hecha claridad y sencillez, la dicción hecha belleza, la lengua castellana hecha maravilla...
Don Ramón, más que hablar declamaba discretamente, mientras nos ofrecía un puro destilado de lógica, de razón, y de arte de curar.
Recordar a don Ramón es recordar su palabra, su facundia, su buen decir, su castellano acendrado, su peculiar acento...
Hoy, querido don Ramón, estoy gozosamente seguro que en los brumosos valles de Vasconia, en las verdes vegas de Cantabria y en los bravíos acantilados de las Asturias, más de un médico cabal y entero, antaño estudiante en Valladolid, al saber que ya te has ido, no podrá dejar de recordar su mocedad y tus clases, y en sus oídos sonará de nuevo tu voz, tu dicción, tu verbo, que –gracias sean dadas a Dios- siguen en nuestra memoria.

Medicina para enfermos y sanidad para usuarios

Blanca era una chica de dieciocho años que estaba ingresada en el hospital por tuberculosis galopante. Quizá por eso era muy pálida, muy frágil, y tenía ojeras pronunciadas. También era muy blanca. Sólo los ojos y el pelo eran oscuros, muy oscuros. Casi negros.
Blanca impresionaba porque parecía muy enferma. Yo estudiaba Medicina, tercero, y en las prácticas de Patología General tenía que hacerle la historia clínica y la exploración a Blanca. Otros estudiantes me habían precedido, y la chica estaba un poco harta de tanta historia, y lo dejaba traslucir en sus respuestas. Quizás por eso, la mayoría de nosotros, tras recoger los datos clínicos, en vez de cansarla con la exploración rutinaria, le dábamos palique juvenil y amistoso, y no descansábamos hasta verla sonreír.
Algunos de mis compañeros charlaban largo con Blanca. Hizo amigos, y sobre todo con uno, con Álvaro, trabó amistad.
El hospital, era paradójicamente inhóspito, y un día que nevó a modo y se suspendieron las clases, decidimos salir de tuna mañanera e ir a rondar a las chicas jóvenes enfermas que estaban ingresadas, para que se alegrasen un poco y se olvidasen del frío. Con este motivo, con la guitarra en la mano, volví a ver a Blanca, tan menuda, tan pálida, tan poca cosa y tan tuberculosa como siempre. Pero esta vez, en cambio sonreía de continuo, con las canciones que le dedicábamos. Alvaro, que era el cantor, le encandilaba con su voz y con su mirada, especialmente cuando cantaba lo de la “tuna compostelana”, que es muy sentimental y romántico.
La cama de Blanca tenía sólo una sábana y una manta raída, y yo creo que por las noches pasaba frío.
Recuerdo que terminó por curarse, y no supe de ella desde que abandonó el hospital, con mejor color y unas pocas más de carnes, tampoco demasiadas.
Los que estudiamos en esos ambientes, allá por los años cincuenta y sesenta, queríamos una Medicina que empezase por el principio, es decir, por tener unos hospitales con calefacción y con mantas, con limpieza y con higiene, como primeros pasos. El cariño y el interés por el enfermo, la amistad y la alegría, tendrían que venir por añadidura, que de eso nunca había faltado en nuestra tierra.
Pasaron los años. Ciertamente tenemos calefacción en los hospitales, y las mantas pocas veces escasean. No sobra, pero tampoco falta, limpieza e higiene. Todo el país, y también los hospitales, progresaron mucho desde entonces. Los diagnósticos son mucho más exactos, y los pronósticos rara vez dejan de cumplirse. Pero, ¿es suficiente el cariño y el interés que mostramos hacía el enfermo? ¿No sería mejorable el trato al paciente? ¿Es lo de hoy humana Medicina para enfermos, o más bien impersonal sanidad para usuarios, impuesta por un seguro único y politizado que -aunque se cambie de nombre- sigue siendo tan obligatorio y monopolista como antes?Es muy posible que hoy Blanca no tuviera frío en el cuerpo, pero en la sórdida soledad de su cama quizá algún otro tipo de escalofrío le estremeciese el alma

Estado crepuscular y autopistas

Ya supongo que algún neurólogo o psiquiatra posmoderno dirá que el término ya no se lleva. Incluso es posible que algunos médicos jóvenes no lo conozcan. Ciertamente se usa ya poco. Apenas se emplea. Está “demodé”. Sin embargo a mi me gusta, porque me parece una pizca poético. Es de los pocos nombres imaginativos de la Medicina: estado crepuscular. Me complace explicarles a los alumnos, ya médicos, tras el fárrago de microvoltios, potenciales de acción y descargas sincrónicas, el concepto de estado crepuscular. Siempre empiezo por la semántica. Crepúsculo, es decir la transición entre el día y la noche. En el crepúsculo, tanto en el de madrugada como en el atardecer, no está el día ni hecho ni deshecho. No es día claro, pero tampoco es noche cerrada. En ese estado -prosigo- la conciencia no tiene la luminosidad del día ni la oscuridad de la noche. El sujeto en estado crepuscular realiza actos, a veces complejos, y a las pocas horas o minutos no tiene la menor idea de haberlos realizado, pese a haberlos ejecutado -en ocasiones- con notable precisión, soltura y habilidad. . El estado crepuscular suele darse en pacientes epilépticos, aunque con escasísima incidencia, y también en otros síndromes cerebrales. No hace ni tres semanas asistí a un paciente del occidente de Asturias, que salió de su casa, en coche, hacia el pueblo próximo para comprar carne. Condujo correctamente su vehículo (el menos no tuvo percances), entró en la carnicería,
cargó la mercancía, regresó por carretera a su domicilio, hizo un stop preceptivo (lo que fue visto por sus vecinos) y al llegar a su casa comenzó a dar vueltas alrededor del coche, incesantemente. Salió su esposa y le preguntó lo que hacía. Respondió:

-Busco las llaves.
-¿Qué llaves?".
-Las de la casa.
-Yo te abro. Entra.
A los pocos minutos el paciente no recordaba absolutamente nada de lo ocurrido. Lo último que tenía en su memoria era su intención de comprar carne. Suponía que había cumplido su cometido pues había salido de casa con dos mil pesetas y cuando recuperó totalmente la con ciencia tenía bastantes menos.
Además, apareció en el coche un paquete con tal contenido. En la carnicería dicen que se comportó correctamente, "tal vez un poco distraído"... “parecía algo así como “ido”, pero nadie habla observado nada anormal.
Historias clínicas como ésta las hay a cientos. Veamos lo que dice el profesor Otto Bumke, de la Universidad de Munich:
“Naturalmente, los estados crepusculares epilépticos originan con relativa frecuencia problemas de peritaje judicial. Biswanger refirió de un trabajador del monte que, sin motivo alguno, asesinó a un guardia forestal. Encontrándose después bañado en sangre en la cama, sólo recordaba haberse encontrado con este último... Un epiléptico clavó repetidas veces, con intervalos muy separados, en una misma noche, una horquilla en la vaca que se le había confiado; no recordaba su acción vengativa, y se indignó malamente cuando se le recriminó su conducta. Comprobado este hecho, se averiguó que también había pinchado por todas partes, su colchón”.
Por otra parte, y para complicar aún más las cosas, la epilepsia admite numerosos grados y aún "predisposiciones", “tendencias” y “equivalentes”. Un cerebro “predispuesto” y sometido a determinadas condiciones excitantes, puede tener manifestaciones epilépticas aún cuando el sujeto hubiera sido perfectamente normal hasta que se sometió a esas condiciones. Excitantes, en este sentido, son por ejemplo el, alcohol, la fiebre y la alcalosis.
Es casi del dominio público que algunos niños (el cerebro de los niños es más excitable que el de los adultos) sufren convulsiones epilépticas cuando tienen fiebre, lo que no quiere decir, en absoluto, que sean epilépticos ni que vayan a serio.
Se puede decir que un cerebro “predispuesto”, pero normal hasta ese momento, si se ve sometido a la influencia de unas décimas de fiebre producidas por cualquier afección banal, o al influjo del alcohol, tan común en fiestas y celebraciones, puede entrar en estado crepuscular. Sé que no es habitual, ni siquiera frecuente, pero puede ocurrir. También puede suceder, como queda dicho, en otras afecciones cerebrales.

Hasta aquí, el estado crepuscular; pero, ¿qué pasa con las autopistas?, se preguntarán ustedes. Con las autopistas no pasa nada mientras un canalla, un loco o un sujeto en estado crepuscular no circule por la dirección contraria al sentido normal y permitido.
Todas estas reflexiones me vinieron a las-mientes cuando leía que un señor, cuyo nombre no recuerdo, cometió tal imprudencia, de la que se derivó un muerto, y afirmaba después no recordar nada de lo sucedido. Ignoro los detalles. Sólo creo haber leído que era ovetense. Y lo que recuerdo perfectamente es que asocié el caso con el paciente ya referido y con mis modestísimos conocimientos sobre el estado crepuscular.
Es posible que esté equivocado y que hayan mediado apuestas, dinero y turbias intenciones. No lo sé. Pero también es posible que se tratase de un simple estado como el ya descrito, en el que la conciencia no tiene la oscuridad de la noche, por lo que el sujeto es capaz de hacer actos incluso complejos, pero tampoco tiene la claridad del día, con lo que el paciente no se da cuenta de lo que hace, ni es por tanto responsable de ello. Digamos que no tiene conciencia de su propia conciencia.
Como ya indiqué, la noticia la leí superficialmente, pero a medida que avanzaba en su lectura iba asociando el triste episodio con los estados crepusculares, la excitabilidad neuronal y otras menudencias por el estilo.
Me sorprendió entonces leer que el ovetense en cuestión estaba siendo prematuramente juzgado por ciertas personas que habían mostrado animadversión y quizás hasta agresividad hacia él, y me volví a acordar de los estados crepusculares. Recordé también, con melancolía, los ríos de tinta que no hace mucho corrieron para tratar de dilucidar si una bala disparada por la policía y que alcanzó a una joven delincuente que portaba armas y que verosímilmente estaba dispuesta a volver a utilizarlas, había entrado por la nuca, o a unos centímetros de la nuca, o a unos palmos de la nuca. Me sorprendió prendió entonces el repentino interés por la anatomía de la región posterior del cuello que mostraron bastantes personas y no pocos periódicos, interesados en culpar a la policía por haber disparado en lugar- más o menos próximo a lo que en román paladino se viene llamando cogote, colodrillo o pestorejo, para no entrar en más sutiles diferencias.
Espero y deseo que los que tuvieron tanto interés en la anatomía, con el fin de intentar exculpar a una bandida (perteneciente a banda armada), tengan el mismo interés en la fisiología para tratar de exculpar (si procede) a un hombre de la calle, y estudien tan a fondo el estado crepuscular como en su día estudiaron la región de la nuca y sus aledaños.

Curiosidades y precisiones sobre el carbunco y el ántrax

Ahora que tan de moda está esta enfermedad (o mejor dicho, estas dos enfermedades), quizá haya lectores interesados en conocer algunas peculiaridades y características de este mal que parece amedrentar a la población de los Estados Unidos.
Como casi siempre en Medicina, el conocimiento empírico precede al científico. Por eso, hace ya más de dos mil años, antiguos médicos del Imperio romano observaron que una grave enfermedad, que frecuentemente padecían los animales herbívoros, podía ocasionalmente transmitirse al hombre y que dicho mal solía cursar con la aparición de una pequeña (a veces no tan pequeña) escara o costra negra, que salía en una zona de la piel habitualmente desprovista de vestido (cara, cuello, manos) y que -en casos- conducía a la muerte en pocos días (alrededor de una o dos semanas).
Muchos años después, ya con el desarrollo de la Cirugía en los siglos XVIII y XIX, se supo que una costra negruzca similar también puede aparecer en pacientes que nada tienen que ver con los herbívoros y en zonas de la piel que –por la causa que sea- padecen infección aguda del tejido celular subcutáneo (fundamentalmente, la grasa que tenemos debajo de la piel), muchas veces a causa de la confluencia de varios forúnculos (diviesos) próximos, con frecuencia en la espalda o la nuca y casi siempre en pacientes diabéticos o debilitados.
Hace poco más de cien años, con el desarrollo del microscopio y de la Microbiología, se supo que la placa negra que padecen y transmiten los herbívoros está producida por un bacilo en forma de caña de bambú, que se denominó “Bacillus antracis”. A la enfermedad, por el parecido de la escara negra con el carbón, se la conocía con el nombre de “carbunco” o “carbunclo” (que viene a ser carbón pequeño, carboncillo) y también como “pústula maligna” y “grano malo”. Cuando la padecen los animales se la llama “bacera”, “mal negro” y “mal de bazo” por producir una fuerte inflamación de esta víscera abdominal.
También se supo que la otra placa negra, la que se forma por la confluencia de varios forúnculos, se debía casi siempre a otro microbio distinto, el estafilococo dorado, y a esta enfermedad se la llamó ántrax (del griego ántrax = carbón, vocablo que daba asimismo origen al apellido del microbio del carbunco -”Bacillus antracis”- y también al de la variedad de carbón llamada antracita, de donde resulta que palabras con significado tan dispar como ántrax y antracita tengan próximo parentesco etimológico).
Por consiguiente, en España, en puridad, llamamos “carbunco” a la enfermedad infecto-contagiosa que también padecen los herbívoros, que está causada por el “ Bacillus antracis” y que -en especiales condiciones- podría tal vez producir epidemias.
Por otra parte, llamamos ántrax a una placa negra cutánea producida por el estafilococo dorado en zonas de forúnculos y que no causa epidemias.
Los síntomas cutáneos se parecen (placa negra), pero los gérmenes causales, la evolución y el comportamiento clínico son distintos. Para denominar a la placa negra de uno de estos males se echó mano del castellano castizo y se la llamó carbunco (carboncillo), en tanto que para la del otro se recurrió al griego y se la llamó ántrax.
Nuestro ántrax es un proceso local y localizado, que suele aparecer en la nuca, la espalda o la nalga y que en algunos lugares se llama “avispero”, pues con frecuencia existen alrededor de la placa negra varias úlceras pequeñas, secundarias a forúnculos que supuran como cráteres diminutos, lo que se ha comparado a un nido de avispas.
En la literatura médica inglesa distinguen menos que nosotros, y con frecuencia mezclan los conceptos, y llaman “anthrax” también a la enfermedad infecto-contagiosa que nosotros llamamos carbunco (“charbon” en Francia, “anthrax” en Inglaterra y “milzbrand” en Alemania).
En España también hay autores que utilizan los términos como sinónimos, y así se ha creado una cierta confusión. De lo que no hay duda es de que la enfermedad que está tristemente de moda es la causada por el “Bacillus antracis”, que es la infecto-contagiosa y que nos pueden transmitir los herbívoros (antropozoonosis). Hoy día, y debido a la influencia yanqui, estamos perdiendo la sana distinción entre ambos procesos, y no son pocos los que en España llaman ántrax al carbunco.
Quizá debido al posible contagio humano del carbunco a partir de los herbívoros, ya desde la antigüedad se relacionó este mal con las ovejas y con las pieles y lanas de los animales muertos. Esta relación se plasmó en el lenguaje, de ahí los nombres de “enfermedad de los cardadores de lana” y “enfermedad de los traperos” con que se la conoce en Castilla y Extremadura.
En nuestra lengua bable el mal tiene varios nombres como “cabrúncano”, “fronchu”, “negazu” y “malucu”, si bien los dos últimos se aplican indistintamente a los forúnculos y a otras infecciones localizadas de la piel.
El carbunco existe en casi todo el planeta, aunque predomina en países de sanidad poco desarrollada e higiene precaria y también en los muy ganaderos. En casi todos ha disminuido en los últimos años. Hace varias décadas, en Rusia perecieron en un año setenta y dos mil cabezas de ganado, entre caballos, vacas y ovejas; y en Francia los ganaderos sabían de ciertas áreas infectadas que llamaban “champs maudits” (campos malditos) por la frecuencia del contagio y muerte de sus ovejas tras pastar en esos lugares. En países ganaderos y curtidores de pieles, como Rusia, Hungría, Turquía, Persia e India, no era raro el carbunco, por lo que los médicos conocedores de este hecho miraban con desconfianza las pieles procedentes de esos países, que ocasionalmente transmitieron el mal, ya que la espora del “Bacillus antracis” es capaz de resistir meses, incluso en condiciones muy adversas.
En España la enfermedad fue relativamente frecuente en La Mancha y en Extremadura, donde afectaba a profesionales que tenían relación con los herbívoros, como pastores, matarifes, agricultores y ganaderos, cardadores, peleteros, tejedores, traperos, curtidores, veterinarios, fabricantes de cepillos y brochas e, incluso, zapateros, que manipulan cueros y pieles de animales.
En Asturias también hubo en la antigüedad casos de carbunco, mal que se creía causado por el depósito de larvas de mosca en las heridas, según indica Junceda Avello. Hoy día es afección muy rara y cura por lo general con el tratamiento adecuado.
Otra curiosidad del carbunco es que su germen productor, el “Bacillus antracis”, fue el primero estudiado bacteriológicamente en relación a las enfermedades infecciosas, y ya en 1849 Pollender observó la presencia del bacilo en la sangre de los sujetos fallecidos por la pústula maligna. Después, Dovaine, en 1850, independientemente del anterior, también lo descubrió en los animales muertos por mal negro, pero nadie hizo el menor caso cuando aseguró que los filamentos microscópicos en forma de caña de bambú eran los causantes del mal. Llamó “bacteridia” al germen que más tarde rebautizarían como “Bacillus antracis”. Este germen tiene esporas muy resistentes, que pueden penetrar por las pequeñas heridas o rasguños de la piel, donde desarrollan el bacilo y la enfermedad. Estas pequeñas heridas pueden producirse durante el afeitado, y si las brochas están fabricadas con el pelo de animal que contiene esporas, la transmisión es muy probable. De ahí que la desinfección de las brochas de afeitar sea obligatoria en muchos países.
Las picaduras de mosquitos contaminados, y particularmente las de la llamada “mosca de los establos” (que es grande y dotada de una poderosa trompa capaz de perforar la piel humana) puede ser otra vía de contagio de la “forma cutánea” de la enfermedad, con mucho la más frecuente y la menos grave.
La inhalación de aire fuertemente contaminado con esporas puede ocasionar la “forma pulmonar”, mucho más grave y afortunadamente rara, y la ingestión de carnes carbuncosas y no muy cocidas puede -según algunos- dar origen a la “forma intestinal”, igualmente grave y rara.
En el hombre, el carbunco tiene una especial y afortunada querencia por la piel, en tanto que en los animales la tiene por el bazo (bacera), lo que confiere gravedad. Por ello, antes de los antibióticos, el carbunco humano curaba con frecuencia, en tanto que la bacera o mal negro de los herbívoros era casi siempre mortal.
También el tratamiento tiene sus curiosidades y la confusión de nombres acarreó ciertos equívocos en la terapéutica. El ántrax, nuestro ántrax, es decir, el producido por el estafilococo dorado, el que origina una necrosis de la piel localizada y no epidémica, se trataba antes de la era antibiótica con procedimientos quirúrgicos, como era la extirpación de la escara negra y la cauterización de la zona con hierro o aceite. Este tratamiento parece que resultaba eficaz en no pocos casos, por lo que algunos pensaron en aplicarlo a la pústula maligna, es decir, a la escara del carbunco. Como quiera que esta última es una enfermedad infecciosa generalizada, con bacilos en la sangre y en gran parte del organismo, el tratamiento no era aquí eficaz, por lo que los médicos no lo recomendaron y los cirujanos se abstenían de practicarlo.
Pero muchas gentes del pueblo llano, fuera por conocimiento de casos de ántrax genuino curados con la operación, fuera por mera intuición o por el deseo de hacer algo, exigían del cirujano la actuación rápida y la extirpación y cauterización de la pústula en los casos del carbunco, lo que producía situaciones muy incómodas, pues si la negativa a operar era seguida de la muerte del enfermo o de graves secuelas (estas últimas muy frecuentes), la indignación del paciente y familiares era segura.
En Asturias el tratamiento era la cauterización de la pústula, aunque no faltaban métodos menos agresivos, como dice Rico-Avello: “En ántrax y forunculosis rebeldes hácense cruces sobre una taza de agua con un anillo de metal, al tiempo que se pronuncian fórmulas y jaculatorias religiosas. Después dejan transcurrir tres días y se lavan las lesiones con el "agua cruceada".Todos estos problemas se solventaron con el descubrimiento de los antibióticos, que casi siempre logran la curación sin secuelas de ambas enfermedades, carbunco y ántrax.

Terapia génica

He leído, en el suplemento «Siglo XXI» del domingo 11 de noviembre de este periódico, la noticia que afirma que en la Universidad de Navarra se están llevando a cabo los primeros ensayos clínicos de terapia génica, de diseño íntegramente español, dirigidos por mi admirado y querido amigo Jesús Prieto. Esto, dicho así, es totalmente inexacto, y sólo por respeto a los lectores y a su derecho a conocer la verdad, y por idéntico respeto hacia el grupo de investigadores al que pertenezco, me he decidido a escribir estas líneas.
Vaya por delante toda mi consideración hacia Chus Prieto, compañero de juegos infantiles, de carrera y de curso, y también mi amistad, que data de muchos años y se mantiene intacta, pese a lo esporádico de nuestras charlas. Jesús Prieto es un investigador de enorme talla y está haciendo unos trabajos pioneros y fundamentales en el campo de la terapia génica, tal como justamente destaca el reportaje aludido. Pero, con ser extraordinarios y dignos de admiración, no son los primeros realizados en España de diseño íntegramente nacional.
Debo añadir que ya de joven me desagradaban las polémicas acerca de las prioridades en los descubrimientos científicos. No quisiera entrar ahora en ellas, pues creo que lo importante es investigar con espíritu generoso, prescindiendo de prelaciones. Por ello, entiendo que el leve malentendido a que puede dar lugar la noticia publicada no tiene apenas importancia, y no hubiera merecido el gasto en tinta ni la ligera molestia de tomar la pluma, si no fuera porque mi antiguo y entrañable amigo, el doctor Blázquez, neurocirujano adelantado en terapia génica, ha fallecido recientemente, cuando estaba en sus mejores años, y creo de justicia resaltar su entusiasmo y su trabajo en la terapia génica, en lo que fue precursor en Europa; y también porque Marta Izquierdo Rojo, alma y fundamento del ensayo y de la investigación básica genética de nuestro grupo, es mi querida y admirada hermana, que lleva más de veinticinco años dedicada en cuerpo y alma a estos menesteres.
Lo cierto es que hace ya dieciocho años, Marta y yo empezamos a investigar en el terreno de la genética de los tumores cerebrales, publicando diversos trabajos sobre oncogenes, especialmente el Erb B1, y su presencia en los dichos tumores.
Hace ya más de siete años, en 1994, un grupo de investigadores, formado por la profesora doña Marta Izquierdo Rojo, del Instituto de Biología Molecular de la Universidad Autónoma de Madrid; el doctor don Martín García Blázquez, jefe del servicio de Neurocirugía del Hospital La Paz de Madrid, y quien esto escribe, que a la sazón dirigía el servicio de Neurocirugía del Hospital Valdecilla de Santander, llevamos a cabo un ensayo clínico de terapia génica en tumores cerebrales en humanos, después de largos años de experiencias en animales que tuvieron notable éxito.
Las técnicas y los métodos fueron sometidos a la consideración del Ministerio de Sanidad, que tras no pocas verificaciones concedió el preceptivo permiso para tratar a nueve pacientes afectos de cáncer cerebral (glioblastoma multiforme). Los resultados, desgraciadamente no curativos por el momento, aunque alentadores, fueron presentados, por quien esto escribe, en la Sociedad Española de Neurocirugía, la Sociedad Catalana de Neurocirugía y particularmente en la Real Academia Nacional de Medicina («Terapia génica de los tumores cerebrales malignos», Anales de la Real Academia Nacional de Medicina, 1995, 112:573-581) y publicados más tarde y con más detalle en la revista estadounidense especializada en estos temas («Human malignant brain tumor response to herpes simplex thimidin-kinase ganciclovir gener therapy» Gene Therapy, 1996, 3:491-495). Estos son, a mi entender, los foros adecuados.
Los primeros hospitales de España, y creo que de Europa y aun del mundo (exceptuando uno de Estados Unidos), donde se llevaron a cabo, con todo rigor, estos procedimientos, fueron el Hospital Valdecilla de Santander y el de La Paz de Madrid. El soporte básico genético fue obra de Marta Izquierdo y de su grupo, y a ella corresponde el principal mérito de esta investigación precursora. Los tumores cerebrales fueron estudiados y tratados por M. García Blázquez y por mí mismo, en 1994 y 1995. Los resúmenes e informes preceptivos obran en poder del Ministerio de Sanidad desde hace más de cinco años.
El Hospital de Navarra estuvo muy bien dotado desde sus comienzos, y hace una investigación muy estimable, pero no es el único, ni en este tema de la terapia génica, el primero. Otros, casi siempre con menos medios, también lo intentamos.
— A éste respecto de la abundancia de medios, referiré una anécdota (ignoro lo que puede haber de cierto en ella) que circulaba de boca a oídos de los jóvenes investigadores hace muchos años: el doctor Villacián, psiquiatra de Valladolid, visitó la Universidad de Navarra. Le enseñaron sus magníficos laboratorios, sus bien equipadas clínicas, su abundancia de medios técnicos y económicos. Al terminar, verdaderamente admirado, preguntó el psiquiatra al «cicerone»:
-¿Y esto lo han hecho ustedes con el voto de pobreza?
-Verá, pues ha habido diversas donaciones...
-Bueno, pues cuando hagan algo con el de castidad, avísenme, por favor...

Hongos y quirófanos

Paco Alvarez es, a mi entender uno de los mejores cirujanos cardiacos del país. Asturiano de pro, y hombre sensato y de pocas palabras, fue el principal operador del primer trasplante cardiaco que se realizó en España, hace más o menos cuarenta años. Por aquellas fechas -en realidad unos años antes- trabajaba en el Infantil de La Paz, uno de los mejores centros de Europa en su estilo, por cuyos quirófanos vaga aún la sombra de Julio Monereo, el inolvidable cirujano prematuramente fallecido que organizó el Departamento de Cirugía del Hospital Infantil y lo elevó, con Paco Alvarez, Martín Blázquez, Utrilla, Domínguez, Lassaletta, Tovar, y muchos otros, a la primera línea de la cirugía infantil europea y mundial
Según leo, parece ser que por esos jóvenes y ya históricos quirófanos pululan mortíferos hongos que no respetan ni la severa sombra de Monereo, ni el buen hacer y entender de Paco Alvarez, ni siquiera el frágil cristal de la vida de un niño enfermo, que además tiene su corazoncito abierto, quizás por mejor dar y recibir.
Nada de esto parece importarles a nuestras frívolas autoridades sanitarias. Las preocupan, eso sí y mucho, la prensa, los votos, la imagen, el “qué dirá el subsecretario”; la política, en resumen. El corazón de los niños parece importarles un comino. Lógico, pues son en su mayoría políticos; o cuando menos por política, no por experiencia, formación y prestigio, ocupan su cargo. Muchos de ellos son economistas o abogados, carentes de conocimientos sanitarios y horros de formación al respecto, que probablemente tendrían serias dificultades para explicar la contribución de Hipócrates a la medicina, o que ignoran los esquemas del código deontológico europeo. Naturalmente, hay excepciones que no hacen sino confirmar la regla.
Curiosamente, son en gran parte extremistas, pues no pocos militaban en partidos de la extrema izquierda antes de acceder a los cargos sanitarios, y, curiosamente también, hay cierta frecuencia -estadísticamente significativa- de nefrólogos e intensivistas. Las razones, probablemente psicológicas, creo vislumbrarlas, pero no hacen al caso, por lo que las dejaremos para otra ocasión.
La lectura de la noticia de los hongos de La Paz me trajo a las mientes una reunión en la que participé no hace mucho. La convocaba el director de un ilustre hospital, antiguo líder de la Liga Comunista Revolucionaria, y nos citaba a los jefes de servicio del departamento de cirugía.
Yo sabía que un par de días antes habla muerto en el quirófano una mujer de cuarenta y pocos años, tras ser operada de una prótesis de cadera, hecho insólito en aquel hospital. Algo había oído acerca de ciertas dificultades con la sangre, que no había llegado a tiempo, debido a un problema crónico, que todos los cirujanos padecíamos, causado por la ambigua normativa que regulaba la relación entre hematólogos y anestesistas, ya que los primeros decidían el tipo de sangre que había que administrar, pero los que materialmente la trasfundan eran los anestesistas, lógicamente reacios a responsabilizarse, también ante la ley, de algo que no habían preparado por sí mismos. Esto creaba muchos retrasos, no poco malestar y hasta riñas y discusiones. Entendí, pues, que tan solemne reunión se proponía acabar con esa situación y dictar normas taxativas al respecto. Para mi sorpresa, de lo que se trataba era de aumentar “el rendimiento” de los quirófanos, buscando utilizar cualquiera que pudiera quedar unos minutos vacío para realizar cualquier tipo de operación, sin tener en cuenta que la intervención fuera séptica o no lo fuera, que el quirófano estuviera en perfectas condiciones o precisara revisión, que perteneciese a una u otra especialidad, etcétera y -por supuesto- sin valorar la opinión de los que, para bien o para mal, creemos haber mamado mucha cirugía en ubérrimas ubres.
Con calma, traté de hacer ver que el mejor rendimiento de un quirófano es el buen éxito de las intervenciones que en él se realizan, antes que el número de las mismas, o la rapidez con que son ejecutadas. El mejor hospital no es el que más consultas o intervenciones practica, sino aquél del que los pacientes salen contentos y curados, el que no tiene reclamaciones, el que da confianza al ciudadano, el que tiene personal amable, comprensivo, tolerante y competente. Quizás por ese orden.
Hice ver que cantidad y calidad están a veces reñidas. Que el “rendimiento” de un quirófano, como el de un avión de pasajeros, no es sólo cuestión de horas/dinero, sino de ausencia de accidentes. Traté de hacer ver que la medicina es una relación entre médico y enfermo, y que los intermediarios no pasan, por mucho que se empeñen, de ser eso, intermediarios, cuya única razón de ser es ayudar al enfermo, al médico y al ATS, que son las piezas esenciales del acto curativo.
Traté de hacer ver que en un hospital los administrativos trabajan para facilitar la tarea de los ATS y de los médicos, y no para entorpecerla y abrumarla con burocracia. Repetí la frase de uno de mis maestros, Ted Kurze, profesor de Neurocirugía de la Universidad del Sur de California en Los Ángeles, quien al referirse a los gerentes de hospitales solía decir: “Su misión es trabajar para nosotros y no nosotros para ellos”.Al terminar mi pequeño discurso, la autoridad sanitaria me llamó demagogo, y -dolido- abandoné la reunión.

Sanidad sobre arena

Con este título no quiero referirme, claro está, a la circunstancia casual de que nuestro ministro de Sanidad, a quien Dios guarde, y nuestro consejero de idéntico menester, que en la paz tenga, se encuentren descansando de sus fatigas en las doradas arenas de las playas llaniscas, descanso que sin duda tienen más que merecido, y que- yo les deseo cumplido, jocundo y sosegado, lo que a buen seguro será de gran provecho para ambos, especialmente para el señor consejero, recién desposado.
Antes -bien quisiera referirme, con el título que antecede, al curioso estado de nuestra sanidad, asunto sobre el que vengo reflexionando hace más de veinte años, y que entiendo es comparable al de edificio construido sobre arena, o al de gigante con pies de barro, y para mí tengo que cuanto en ella se haga, si no se mudan las bases, se construyen los cimientos y se erigen bien los fustes, será como arar sobre la arena o sobre la mar salada.

La sanidad que disfrutamos se originó -en gran medida- en una conversación que mantuvieron en la inmediata posguerra el señor Girón de Velasco, entonces ministro de Trabajo, el doctor Lafuente Chaos -por muchos motivos próximo al poder- y Francisco Franco, que no necesita presentación.
Los dos primeros le expusieron al general Franco la brillante idea de hacer un seguro de enfermedad para los trabajadores (entonces dirían productores), que fuera, naturalmente, obligatorio y único, es decir, un monopolio forzoso regido por el Estado, situación muy en boga en aquellas épocas.
Pasaron los años, llegó la democracia y muchas cosas cambiaron en España. Lo autoritario, lo obligatorio, lo forzoso, empezó a no estar bien visto. Los monopolios comenzaron a caer. Vientos de libertad parecían soplar en muchas instituciones estatales o paraestatales. El Seguro Obligatorio de Enfermedad (S.O.E.) cambió de nombre, pues ya digo que lo de obligatorio estaba mal visto, pasando a llamarse Insalud, denominación no mucho más afortunada, al menos en su sentido etimológico, pero, pese al cambio de nombre, siguió siendo tan obligatorio y monopolístico como cuando lo fundaron Franco y Girón de Velasco.
-Diga usted, ¿a usted le preguntaron si quería hacerse del seguro?
-A mí, no: ¿Y a usted?
-A mí, tampoco.
-Y cuando le dijeron que había que asegurarse. "por narices, ¿le preguntaron con quién prefería hacer el seguro?
-A mí, no: ¿Y a usted?
-A mí, tampoco.
-Y cuando se puso malo, ¿le dijeron qué médico quería que le atendiese?
-Pues no, la verdad; no, no lo había pensando.
-¿Y de hospital? ¿Le dijeron algo de escoger hospital?
-No. De eso no me dijeron nada
-Pero algo de eso oiría.
-Bueno, algo se oye. Si dicen que socialismo es libertad, y mandan los socialistas, digo yo que tendrá que ir llegando.

Pineal, melanina y melanotonina

Al hablar de la pineal es ya tópico referirse a la hipótesis de Descartes, que allí localizaba el alma, o más bien la unión del alma con el cuerpo. La pequeña glándula, del tamaño de un guisante y de un cuarto de gramo de peso, disfruta, en cambio de muchos nombres, a saber: epífisis, que quiere decir "excrecencia superior", por estar en la parte alta del diencéfalo (cerebro medio), a modo de pequeña evaginación impar y media, y en oposición a la hipófisis, glándula también impar y media, pero que se encuentra en la parte más baja del dicho diencéfalo. Pineal, que le viene de su forma de piña, más o menos cónica, de cuya palabra procede otro de sus nombres, conarium, dado por los anatómicos clásicos. Este aspecto de pequeña excrecencia impar y media, troncocónica, comparable al pene de un niño, es el responsable del más imaginativo nombre de penis cerebri (pene del cerebro), también concedido y empleado por los anatómicos clásicos.
Ya se ve que tenía razón el torero, y que "hay gente pa tó", pues donde unos ponen el alma otros ven un pene.
Pues bien, la epífisis, pineal, conarium o penis cerebri no segrega melanina, como a veces se afirma, sino melanotonina, que es una sustancia que -entre otras funciones- aclara la piel, y no la oscurece, como también a veces se afirma.
La melanina es, simplemente, un pigmento oscuro que está en la piel y que se dispersa por la acción de los rayos solares. A veces el pigmento está más concentrado alrededor del núcleo de las células de la piel, con lo que ésta es más blanca, y a veces se dispersa por toda la célula, con lo que se torna más oscura. Los negros tienen mucha melanina y dispersa, y los blancos poca y concentrada. Cuando un blanco expone su piel al sol su melanina se dispersa (para protegerle), y va tomando color moreno.
La melanotonina puede considerarse una hormona, una secreción de la glándula pineal y también de otros órganos (v.g: el intestino delgado, que la segrega durante la noche, especialmente si hemos cenado poco). Esta hormona, probablemente hace que la melanina se concentre alrededor del núcleo celular, por lo que tiende a aclarar la piel. También parece ser que frena la maduración sexual, por eso cuando a los animales jóvenes se les destruye la pineal, o un niño desarrolla un tumor de esta glándula, aparece la pubertad precoz, porque ya no tienen el freno que la melanotonina ejerce sobre las glándulas sexuales
La pineal es- muy probablemente- un órgano vestigial, un resto del tercer ojo que algunos reptiles y anfibios (como el camaleón y otros) tienen en la parte posterior de su cerebro, y que modifica el color de la piel según cambie la luz del ambiente. Es un asunto discutido, pero, personalmente, me parece la hipótesis más lógica
Es posible que algo de esto pueda suceder también en otros animales, e incluso en el hombre, pues la pineal humana tiene conexiones con la retina, y puede por tanto recibir impulsos lumínicos.
Probablemente la luz -a través de esas conexiones- inhibe la secreción de melanotonina, con lo que los rayos de sol pueden dispersar más fácilmente la melanina de las células cutáneas, y de este modo broncear la piel.
También es probable que esta inhibición que la luz ejercería sobre la secreción de melanotonina (sustancia que frena la maduración sexual) sea la causa de que las gallinas pongan más huevos cuando tienen mucha luz, y también de que hombres y mujeres maduren sexualmente mucho antes en países luminosos y soleados que en los sombríos o brumosos.
Sin duda hay otras funciones relacionadas con la pineal, como la de intervenir en los ciclos biológicos (aparición de la pubertad, ritmos circadianos como el de vigilia-sueño, envejecimiento, etc.) pero aún no están muy claros.
Lo que sí parece claro es la fascinación que la glándula ha ejercido sobre todo el que se ha acercado a ella. El asiento del alma o el pene del cerebro, tiene -sin duda- el atractivo de lo enigmático.

Valdecilla cumple 70 años

El nuevo director gerente nos había con­vocado para una reunión. Parece que quiere conmemorar el setenta aniversario del Hospital. Cruzo el vestíbulo nuevo y me acuerdo, de repente, de la vieja entrada. De la verja for­jada, de las palmeras airosas y del pabellón de portería. Aparece, inesperada, la nostalgia. Siempre es igual. Un leve escalofrío y alguna poesía que acude a las mientes. Llega Antonio Machado:

Soy viejo porque tengo más de sesenta años
Que es mucha edad para un español

Para un español quizá, pero no para un hospital. Valdecilla es aún joven y parece fuerte. Bien está que cele­bremos el setenta cumpleaños. Pocos hospitales pueden decir lo mismo. Un hospital no es un hombre, aunque esté dirigido por hombres, y en él vivan y se afanen y trabajen y se curen y se mueran hombres. Unos se curan y otros se mueren. Vuelve la nostalgia al recordar a al­gunos que ví curarse y a otros que ví morir. Esta vez el que acude es Lope:

Engaño es grande contemplar de suerte
Toda la muerte como no venida
Pues lo que ya pasó de nuestra vida
Es no pequeña parte de la muerte

Pero esto, me repito, es para los hombres. Los hospi­tales son distintos. Asocio ideas y me acuerdo de un amigo ingenioso:
-¿Cuántos años tienes?
- No tengo ni idea
- ¿Es posible que no lo sepas?
- Sé los que no tengo, que son más de cincuenta. Esos ya los he gastado y, por tanto, no los tengo. Ignoro los que me quedan.
Pero los hospitales son algo distinto. Setenta años significan para un hospital simplemente tener solera y experiencia. Y haber curado o aliviado a cientos de mi­les de cántabros; y de gentes de toda España y aún del extranjero. Y haber formado a cientos de especialistas y a miles de enfermeras que desparraman su bien hacer por todo el país.
Valdecilla ha sido un hospital, quizá por cántabro, rebelde. En 1929 rompió con un estilo caduco de hacer Medicina. Rechazó el hospital-asilo y empezó en Espa­ña la asistencia integral, la docencia de postgrado, la es­cuela de enfermería, la calidad vigilada, la biblioteca hospitalaria, la investigación clínica... Cualquier hospi­tal español importante es hoy día como Valdecilla era en 1929. Fue precursora, iniciadora, adelantada, pione­ra... ¿podrá seguir siéndolo?
Llego a la reunión. Habla el gerente. Despacioso, claro, amable. Algunos de la vieja guardia escuchan y después opinan. Maestre, Burgada, Martín, Trigueros, Oteiza, Lamelas, Sanz, Nieves Bea... Bien sé que no es­tán todos los que son, pero son todos los que están. Las ideas surgen imparables, nacidas del amor a la Institución. Otra vez el ligero escalo­frío, la leve emoción y la breve poesía.
Esta vez llega, muy a pelo, José Hierro:

Estábamos, estaban
Sumidos en el tiempo
Desvélalos, nostalgia
Primavera, despiértalos

Haremos un ciclo de conferencias sobre humanismo médico, y una exposición histórica y actual, y unas jor­nadas de puertas abiertas, y una conmemoración del día de la fundación del Hospital, y un concierto conmemo­rativo de música coral cántabra, y habrá que tener un re­cuerdo para el Marqués, y...
Me despido de los amigos y regreso hacia casa. Pra­dos verdes, cielo gris y mar azulado. Pero sobre todo prados verdes. Es hermosa Cantabria, y sus gentes aman su Hospital, el Hospital que atiende a sus hermanos y que cuidará de sus hijos. Pequeña emoción y suave es­calofrío. Acude Lorca, también de aniversario. No sé qué le inspiraría estos versos que parecen hechos para Cantabria.

Verde que te quiero verde
Verde viento, verdes ramas
El barco sobre la mar
Y el caballo en la montaña

De afasias y corrientes eléctricas

Dice Jimenez Lozano en su artículo “Tristuras de Otoño”(ABC, 23-XI,03), que el médico de Molière que diagnosticó afasia a una niña que no podía hablar, se limitaba a hacer descripcionismo, o sea, a decir eso mismo, el hecho de no poder hablar, pero con otra palabra. Se refiere después a las tautologías, es decir a la repetición de un mismo pensamiento expresado de otra manera.
Sin duda el gran escritor, lógicamente de acuerdo con su oficio y su linaje, aplica
criterios etimológicos a la palabra “afasia” (“sin hablar”), con lo que nada hay que
objetar a sus razonamientos. Sin embargo, los que desde hace tiempo nos dedicamos al
estudio de las afasias y tenemos un oficio clínico, podemos pensar que el diagnóstico del médico francés era algo más que descripcionismo, y no creo que pueda considerarse una tautología. Esto me salió de ojo cuando leía y disfrutaba la ya mencionada tercera del ABC.
En el lenguaje médico y también en los diccionarios al uso, se llama afasia a la
imposibilidad (o gran dificultad) para hablar, pero con la condición de que este
transtorno reconozca un origen cerebral. No es pues afasia sinónimo de mudez o de mera imposibilidad de hablar. El afásico tiene conservados los órganos de la fonación, y - en la mayoría de los casos- también las vías motoras nerviosas que van desde el cerebro a los nervios. Igualmente conserva en perfecto estado dichos nervios periféricos que desde la base del cráneo llevan las órdenes verbales a las cuerdas vocales, al paladar blando, a la lengua y a los labios. Al afásico le falla la búsqueda y la organización de los vocablos adecuados. Puede incluso tener un lenguaje interior conservado, pero será incapaz de elegir la palabra que corresponde a cada idea. No es raro que un afásico, al enseñarle un bolígrafo y preguntarle cómo se llama, nos responda con una palabra que nada tiene que ver y que carece de sentido, por ejemplo “cicha”. Otras veces puede entreverse una lejana relación, y nos dirá vg. “bolfo” y -en casos- puede haber alguna remota relación de asociación, y dice:” escrijo” acordándose de que sirve para escribir. En algunos casos el paciente no encuentra ninguna palabra, aunque se nota que las busca y las quiere decir y en otros el enfermo habla en una jerga absolutamente incomprensible. Esto es obviamente distinto de una imposibilidad para hablar causada por una inflamación de las cuerdas vocales, por una faringitis, por una parálisis de la lengua, o simplemente por una traqueotomía.
Hay muchos tipos de afasias y aún más tipos de clasificaciones, por lo que en
conjunto son un auténtico galimatías. Cada neurólogo de fama ha propuesto la suya
propia, con lo que se ha llegado a un laberinto del que no se sale ni con el hilo de
Ariadna, pues termina enredándose también el hilo. Sin embargo, lo que sí es claro es
que hay un lugar en el cerebro, en la zona fronto-temporal izquierda, que es donde se
eligen los vocablos correspondientes a cada idea, y cuya lesión produce el tipo más
común de afasia, la llamada afasia motora o motriz, en la que el paciente es incapaz de
expresarse.
Hace ya tiempo que mantengo que las ideas no son sino corrientes eléctricas que
circulan por nuestros circuitos cerebrales. La corriente eléctrica que constituye nuestra
idea de “mesa” o de “Zidane” ha de encajar con otra corriente que es la orden que hace
pronunciar dicha palabra a los órganos fonadores. No es difícil que encajen puesto que se aprendieron juntas, unidas. El acoplamiento de ambas descargas eléctricas es lo que
probablemente se hace en el área fronto-temporal izquierda antes mencionada, la del
lenguaje hablado, también llamada área de Broca porque este cirujano francés, ya en
1861, observó que un conserje que en sus últimos años sólo podía pronunciar una única
palabra (palabra-émbolo), tenía una grave lesión en esta área, como reveló la autopsia. El propio Broca, dos años más tarde, confirmó su deducción con un caso semejante.
En resumen, que si el médico de Molière diagnosticó afasia, no hizo un maltrabajo, pues ya llegó, cuando menos, a un diagnóstico topográfico, localizando la lesión en el cerebro; aunque resulta poco probable que dicho médico de Molière usase esta palabra “afasia” pues, según creo, fue introducida (al menos en el lenguaje médico) por Trousseau, quien vivió en la primera mitad del siglo XIX , en tanto que Moliere lo hizo en el XVII, casi dos siglos antes de que el vocablo fuese empleado por los médicos.

Laín

Hace ya más de cuarenta años, cuando terminaba una agotadora guardia de neurocirugía en el Hospital La Paz de Madrid, cayó en mis manos, casualmente, un periódico local. En él se anunciaba una conferencia de Laín Entralgo. Su título, era algo así como “El sentido de la amistad en Santo Tomás de Aquino”. No parecía, a priori, un tema demasiado interesante, ni que cuadrase con la alacridad propia de mi mocedad de veintidós años, ni que se adecuase al extenuado ánimo propio de la salida de la guardia.
Sin embargo, sin saber bien por qué, tal vez influido por la subconsciente curiosidad de conocer la realidad humana de un nombre que tanto se oía en los ambientes médicos y culturales de Madrid y de España, decidí acudir a la aparentemente tan poco atractiva convocatoria, y escuché lo que Laín nos iba diciendo acerca de la amistad en Santo Tomás.
A los 15 minutos ya estaba más que satisfecho de mi decisión. A los 30 estaba convencido que Laín era un hombre con el que yo tenía forzosamente que trabajar, para así poder conocer bien sus ideas y su estilo. A los 45 minutos empecé a entender por qué los discípulos de Cristo, después de oírle, abandonaban cuanto tenían y seguían al Maestro, sin otra recompensa que escuchar sus enseñanzas. Al término de la impecable y elegantísima lección, a través de un enjambre de abrigos de visón y de buen paño que rodeaban al maestro para felicitarle, me abrí paso, y con la más escandalosa inoportunidad juvenil le pregunté si podría trabajar a su lado.
A pesar de lo impropio del momento, me contestó amablemente, indicándome día y hora para una entrevista. Tras ella, comencé a frecuentar su departamento, a asistir regularmente a sus clases y conferencias, y a elaborar bajo su dirección mí tesis doctoral.

Magníficas clases

Recuerdo con inefable placer sus magníficas clases de Historia de la Medicina. Lecciones perfectamente construidas y vertebradas, en las que conceptos aparentemente abstrusos o complejos eran expuestos con frases precisas, singularmente iluminadoras, que hacían que se desvaneciese por sí sola la aparente dificultad inicial. Eran lecciones elegantes, fluidas, amenas, preñadas de saber y de buen hacer, y salpicadas de anécdotas finas y curiosas. Su dominio del lenguaje, del tema, de la voz, del gesto, de la figura, de la idea expresada, hacía que el auditorio “se le entregase” a los pocos minutos de escucharle embelesado.
Por desgracia, también recuerdo que a algunas de estas clases del doctorado no asistíamos más que seis o siete alumnos, algunos de ellos extranjeros, pese a estar matriculados más de ciento, lo que indica el grado de preocupación que existía en aquellos años sesenta por el humanismo médico, aun siendo el de mejor calidad que se podía encontrar en Europa. Así nos luce el pelo.
En los años siguientes, por diversos motivos que no son del caso, apenas pude disfrutar directamente de la tutela del maestro Laín; pero sí pude hacerlo indirectamente, a través de algunos de sus mejores discípulos y colaboradores, como Agustín Albarracín, Diego Gracia y losé Luis Peset, en el madrileño Instituto Arnaldo de Vilanova de Antropología e Historia de la Medicina. Allí vivíamos inmersos en un ambiente de historia humanística y de humanismo histórico, que nos envolvía e impregnaba casi sin darnos cuenta, y que penetraba en nuestras mentes con imparable suavidad, como por ósmosis. De allí, de Laín y de su grupo, nadie lo duda, salió otro modo de ver, hacer y entender la historia de la medicina. Pero también salió algo más, que es lo que yo quisiera hacer notar aquí; salió, creo firmemente, una nueva concepción del acto médico, del quehacer puramente clínico y quirúrgico: la convicción de que todo acto médico debe estar marcado por un estilo humano y humanístico, sin el que dicho acto médico no alcanza su plenitud. De Laín y de su grupo aprendimos algunos de los jóvenes médicos de entonces -entre otras cosas- que el acto médico no es sólo un quehacer técnico (un “técné yatriké”, diría don Pedro), sino un acto amistoso, amoroso, compasivo, humano, afectivo, o como quiera llamársele. El médico no debe ser sólo un perito en el arte o la ciencia de la medicina, sino un hombre bueno que además trata de curar. Pero por ese orden: primero, y antes que nada, un hombre bueno (lo que no es poco), y segundo, un hombre que, gracias a unos conocimientos y a una técnica, trata de curar.
No hace mucho, la medicina oficial pública española trató de “humanizarse”, y se crearon una especie de oficinas para tal fin. No creo que haya servido de mucho. Es difícil “humanizar” por decreto, como es difícil investigar, amar o sonreír por decreto. Para humanizar de verdad la medicina se precisa de hombres que se interesen por su esencia, por su historia, por sus fines, por su realidad tangible y actual, por su enseñanza, por su evolución. Se precisa de hombres con la cabeza clara en las ideas, y con el corazón templado en los afectos. Hombres que, a través de muy diversos caminos, entiendan la vida o parte de ella como un servicio a la medicina y a los enfermos. Hombres que lleguen a alcanzar ascendiente e influencia sobre sus colaboradores, que logren el respeto, el cariño y la admiración de sus discípulos. Hombres, en fin, profundamente humanos, nobles y sabios. Como Laín Entralgo.