Si desde niño admiro a Carlos V no es por su poder, sus conquistas ni sus victorias militares. Ni tampoco por haber hecho prisionero a Francisco I de Francia y haberlo tenido en Madrid a su voluntad, dejándolo después volverse a París. Ni siquiera por su talante y decidida voluntad «europeísta», que resulta hoy adelantada y precursora. Mi admiración viene, ya desde muy joven, repito, por haberse sabido retirar a tiempo.
Es cosa única y rara vez vista que un hombre poderoso o triunfador se retire cuando está en la cima de su poder o de su triunfo como lo hizo Carlos V
Por la misma razón he admirado a Johan Cruyf, que se retiró como tal cuando aún era un extraordinario jugador y se hallaba en buena forma. Curiosamente, Carlos V y Cruyf nacieron en países vecinos y muy interrelacionados.
En cambio a otras muchas personas hay que retirarlas «nolens volens», y hasta cerrarles las puertas para que no puedan acceder a su oficina o despacho. Esto suele ocurrir en las profesiones que implican cierta notoriedad pública, y a los personajes que tienen alguna necesidad de valoración. En el campo en que me muevo, es frecuente entre los cirujanos, particularmente entre los que tienden al «vedettismo». Algunos de ellos llegan a necesitar la continua admiración de su público (pacientes, familiares, enfermeras, etcétera) y no soportan tener que dejar de operar, que es -en el fondo- la causa de su encumbramiento. El gran neurocirujano (técnicamente hablando) M. Yasargil. al poco de haber sido jubilado en Suiza -país en el que las leyes suelen cumplirse- se marchó a Egipto, donde le permiten seguir operando. He conocido algunas otras situaciones similares.
El caso más patético fue el de Sauerbruch, eximio cirujano centroeuropeo al que acudían, a principios de siglo, pacientes de numerosos países para ser intervenidos, y que no se resignó a dejar de operar cuando fue jubilado, con lo que terminó por hacerlo en la cocina de su casa, en condiciones peligrosas para sus enfermos. El título del libro que lo narra, «Cuando las manos tiemblan», resulta sugerente.
Decía el gran neurocirujano y premio «Pulitzer» Harvey Cushing, que «sólo es buen discípulo aquel que supera a su maestro». En la misma línea, yo creo que sólo es buen maestro aquel que se ve superado por sus discípulos. Los que hayamos podido tener algún epígono debemos -a mi juicio- procurar que nos superen y tratar de que lleven la antorcha más lejos. Esto lo puso cabalmente en práctica mi antiguo amigo Pichichi, jefe de la tuna de Valladolid, que, siendo por personalidad, simpatía y conocimientos el líder indiscutible en la estudiantina, cedió el puesto a otro más joven, quedándose él de simple «tuno». Se aseguró así la continuidad de la institución musical, que vivió días de esplendor. La educación del maestro también es ceder el paso.
La jubilación es como la lluvia, deseada por unos, que la ven como su salvación, y evitada y temida por otros, que la consideran un mal inevitable. Nunca hay jubilación a gusto de todos.A mí –y es una opinión personal- me gustó mucho la actitud de mi antiguo maestro Gerard Guiot, sin duda uno de los mejores neurocirujanos del mundo, quien, al tener que retirarse del quirófano por edad reglamentaria –hace ya más de veinte años-, comenzó a visitar gratuitamente a los enfermos incurables de su barrio parisino, y a tocar el órgano –especialmente los domingos- en su iglesia parroquial. Aún vive, y según mis noticias, sigue consolando a los desahuciados y amenizando la misa dominical.
No hay comentarios:
Publicar un comentario