Mediados los sesenta, una desapacible tarde de otoño llegué a Madrid para hacer el doctorado. Iba -como tantos otros- cargado de ilusiones y rebosante de juventud, pero escaso de experiencia y menguado de posibles. Fumaba “Celtas” desde Preu --como tantos de los que ahora andamos entre los cuarenta y los cincuenta- y nunca había sentido tentación verdaderamente tentadora de cambiar la marca. Era, pues, adicto y fiel al “Celtas”.
En el hospital en que empecé a trabajar había muchos cirujanos madrileños de postín -algunos eran probablemente de los mejores del reino- y fumaban, casi sin excepción, “rubio americano”. Cuando ofrecía mis “Celtas”, con la naturalidad del que nunca ha reflexionado sobre el asunto, me miraban con mezcla de conmiseración, lástima y sutil desprecio, aunque también con un punto de admiración, sin duda porque pensaban que se requería cierta dosis de heroísmo para acometer la ardua tarea de inhalar los humos densos y espesos de tan plebeyo cigarrillo.
Uno de ellos -catalán de nacimiento- cuando le ofrecía tabaco de lo mío, me miraba fijamente y decía con el acento de su tierra: “Una vez me fumé un "Celtas" y cuando recobré el conocimiento...”. Todos sonreíamos y ellos seguían con su “rubio” y yo con mis “Celtas”.
Cambiar de marca hubiera sido como traicionar una época. El “Celtas” me había acompañado fidelísimamente en momentos duros y también en otros placenteros. No podía olvidar los primeros pitillos que habíamos fumado en Preu -en el sótano del colegio de frailes- durante el recreo, escondido con los amigos en el cuarto de la caldera de la calefacción, donde soportábamos estoicamente los primeros mareos causados por la dañina nicotina.
Después, nunca me faltó el consuelo de un “Celtas” amigo que, en silencio, sacrificaba su efímera existencia para darme unos minutos de placer. Nunca me faltó, digo, en ninguna de las muchas situaciones delicadas que se le van ofreciendo al que empieza a vivir: las primeras inquietudes y los primeros dolores del primer amor, las juveniles esperas desesperanzadas, los severos exámenes de la facultad, las destempladas noches de trabajo y de estudio, las azarosas guardias del viejo hospital y las más tediosas de la denostada “mili”.
También había estado el “Celtas” presente en el jolgorio, en las noches de ronda, en los guateques, en las “espichas”, y en momentos más tranquilos e íntimos, como el intermedio de las películas, el café de la mañana, el vistazo al periódico, el camino del fútbol o el humilde retrete.
El “Celtas” era omnipresente en las partidas de mus del Colegio Mayor, en las del bar de abajo y en las de la taberna de enfrente, y después de comer -estuvieses donde estuvieses- salía a relucir, sólida o sublimada, la castiza labor nacional.
Un “Celtas” fue lo primero que nos hemos llevado a la boca después del primer beso a una mujer, después del primer revés amoroso, después de la primera muerte de verdad sentida, después del primer trabajo obtenido, de la primera oposición ganada y quizás también después del nacimiento del primer hijo.
La entrañable “labor” viajó con nosotros en la primera salida al extranjero, nos reconfortó en los primeros viajes en coche, recién sacado el carné de conducir, llenaba el cenicero del seiscientos -en el que dejaba un olor insoportable-, y casi nos intoxica aquella noche en que tratábamos de traducir un artículo del inglés mirando palabra tras palabra en el diccionario.
Cuando lo ofrecíamos en el extranjero, nos miraban con desconfianza y recelo. Cogían después el paquete y le daban vueltas en la mano, fijándose en la imagen del guerrero que en él se representaba y que parecía querer comunicar el valor requerido para fumarse el contenido. Los más decididos, tras mirar alternativamente el paquete y nuestra expresión amable, encendían uno con ánimo reluctante. Inmediatamente se producía el inexorable ataque de tos, que provocaba enrojecimiento vivo y aún violáceo del insensato extranjero que había osado fumarse un “Celtas”. Se le inyectaban después los ojos, en los que no podía disimular una expresión de admiración hacia el españolete que le acompañaba en la fumata, y que -impertérrito y a la vista de todos- llenaba de humo celtíbero hasta el último alveolo de sus pulmones, sin que se advirtiera en su semblante más que una plácida expresión de satisfacción y deleite.
Ciudadanos de toda Europa y aún de América se inclinaron -en múltiples y variados ataques de tos- ante el celtíbero “Celtas”, hoy desaparecido de nuestros estancos, pero nunca de nuestro recuerdo.
El “Celtas” fue, además, una época. Una época agridulce en la que los que entonces éramos jóvenes tratábamos de llenar una España que nos habían entregado casi vacía. Para llenarla, tuvimos que arañar, saberes, conocimientos, educación y técnica allí donde los hubiera, y para conseguirlo, no pocas veces hubimos de pasar privaciones, sinsabores y hasta humillaciones. ¡Ah!, si no hubiera sido por los “Celtas”....
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