Un dictador de verdad fue Cromwell, que gobernó despóticamente Inglaterra durante muchos años, tras haber inspirado el juicio, la condena a muerte y el ajusticiamiento (algunos dicen asesinato) del rey Carlos I Estuardo en Londres el 30 de Enero de 1649. Curiosamente, este rey inglés, nieto de María Estuardo, había pasado largo tiempo en Madrid durante su juventud, pues pretendía casarse con una hija de Felipe III, pero parece ser que fue rechazado por la infanta, con lo que se volvió a Londres soltero, pero no de vacío, pues había comprado algunos cuadros a los excelentes pintores españoles de la época.
Tras ajusticiar o asesinar al rey, el puritano Cromwell organizó un ejército llamado “el ejército de los santos” (ya el nombre da que pensar), con el que impuso el terror en Inglaterra. El catedrático de Historia y gran historiador Pérez Bustamante dice de él: “Hipócrita y ambicioso, cometió crímenes explotando el fanatismo de los demás. Fue nombrado Generalísimo...disolvió el Parlamento Largo e hizo otro a su gusto (Parlamento Pequeño) y después recibió el título de Lord Protector vitalicio...persiguió ferozmente a los católicos...protegió a los protestantes y gobernó de un modo despótico, pero beneficioso para su país. Falleció en 1658, convencido de haber sido un instrumento del Todopoderoso. La vida inglesa durante ese periodo fue tristísima. Se prohibieron todos los espectáculos favoritos de los ingleses y se cerraron los teatros...Su hijo Ricardo carecía de condiciones para ejercer la dictadura y abdicó en 1659”.
Este sí era dictador de verdad, pues además de creerse tocado por Dios, cerrar los teatros y prohibir cantar en todo el pais excepto en la Iglesia, colocó a su hijo como sucesor.
Pues bien, cualquiera que pasee por el centro de Londres puede ver la estatua del sanguinario dictador Cromwell, que curiosamente está muy cerca del Parlamento del Reino Unido. Allí sigue el militar puritano sin que le moleste nadie, excepto las palomas.
No es, por tanto, cierto que los paises democráticos prohiban o retiren recuerdos de dictadores. No sé si los monarcas absolutistas franceses, los que van de Luis XIII a Luis XVI por ejemplo, pueden ser considerados dictadores. A mi me parece que aún más que dictadores (recuerden aquello de “El Estado soy yo”), pero lo que sí afirmo es que tienen docenas de estatuas, especialmente en las proximidades de sus fabulosos “Chateaux”.
Pero si de los monarcas absolutistas franceses puede discutirse su condición de dictadores, no creo que nadie le dispute a Napoleón su categoría de máximo dictador. Su curriculum dictatorial es perfecto: militar de profesión, acceso al poder mediante golpe de Estado, mando personal, único y supremo del Ejército, del Estado, del Gobierno...de todo. Hasta se permitió colocar a sus amigos y parientes en los tronos de las naciones que iba sometiendo. En vez de Lord Protector, éste se hizo llamar Emperador, lo que no impidió que dejase arruinada a Francia.
Pues bien, cualquiera que haya visitado París, habrá visto la estatua del super-dictador sobre el bellísimo, altísimo y riquísimo pedestal decorado con relieves en bronce de todas sus victorias. Hay que tener demasiado interés en ver a los famosos que entran y salen del Ritz o en las exclusivas joyerías de la Place Vendome para no levantar la vista al cielo y encontrarse con la estatua de Napoleon.
Lo que ocurre es que esos paises democráticos asumen su historia. No tratan, como el gobierno vasco,de crear de la nada una historia “limpia y pura”, favorable...y falsa.
Con frecuencia los políticos refuerzan sus argumentos tomando como ejemplo las formas de actuar de algunos paises que han destacado en convivencia, educación y democracia. Suelen citarlos mucho, aunque los conozcan poco. Para conocer bien un país y la cultura de un pueblo parece lógico conocer - como primer paso-, su lengua, cosa a la que parecen alérgicos nuestros gobernantes. Si los conocieran mejor sabrían que el espíritu de esos países es -en general y en primer lugar- el de no falsear la historia, el de aceptarla pura y simplemente, lo que revela madurez y sensatez.
Un pueblo que erige una estatua, o que permite que se erija y al poco tiempo la retira, lo único que demuestra es su incongruencia o su versatilidad. A menos que se lo hagan los de fuera, por imposición incoercible, como les pasó a los iraquies. Miren Vds. por donde Rodriguez Zapatero ha seguido, en esto, fielmente los pasos de Bush en Irak. Parece evidente que están muy de acuerdo al menos en un punto: en cuanto pueden se cargan la estatua del dictador.
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